Martin ha asentido con gran energía. Casi me gustaría que no fuera tan espontáneo; me pone nervioso que sea así. Ha empezado a copiar incluso mi forma de mover el cuello después de un día de trabajo duro y largo ante los bastidores.
– ¿Y el otro canónigo? -he preguntado-. ¿Qué me dices de él?
Martin ha fruncido el ceño ante la pregunta.
– Iba muy manchado de tinta. Hasta la cara llevaba sucia de tinta. Cuando le he dicho que no estabais aquí, ha puesto mala cara. Y todavía se ha enfurruñado más cuando le he dicho que no le vendería pergamino.
– ¿Has tomado nota del pedido?
– Sí. Es para el palacio del arzobispo.
– ¿De veras? -La noticia era importante-. ¿Ha dejado algún nombre?
– No.
– ¿Has empaquetado el pergamino? -he preguntado a Martin.
El chico me ha respondido con un gesto afirmativo.
Me ha facilitado pocos datos más que pudieran serme útiles. El representante del arzobispo era un hombre bajo y delgado, tenía las orejas grandes y llevaba rapada la cabeza, que tenía una forma extraña. Las manchas de tinta que tenía en la cara, en las manos y en la ropa habían distraído a Martin, que no se había fijado en otros rasgos más permanentes.
– De aquí se desprende una lección -le he dicho-: a veces un mal olor o una mancha pueden servir de escudo. La memoria sólo retiene esta característica y pasa por alto todas las demás.
– Es buena cosa que el arzobispo os compre pergamino -ha sido la respuesta de Martin-. Seguro que necesita mucho. Quizás os pida más.
– Quizás -he contestado, aunque en tono menos optimista.
Espero con ansia que me devuelvan el pergamino poco después de enviado, acompañando la devolución de una reclamación y de un informe, metido entre los folios, sobre los cadáveres no identificados.
XII
¡Qué insensatos son esos beguinos! ¿Será que no se enteran de nada? Si fueran un poco prudentes, no se reunirían en grupos tan numerosos. Según el derecho canónico romano, es muy difícil, diría que dificilísimo incluso, condenar a un hombre sobre la base de la declaración de un solo testigo. Incluso con dos testigos puede librarse fácilmente. Pero si los testigos son tres, cuatro o cinco, hay pocas esperanzas de que el acusado pueda ampararse en circunstancias atenuantes.
Hoy, en casa de Na Berengaria, he sentido la tentación de decirlo. Pero al final he conseguido refrenarme. Mi maestro me enseñó que aquel «que tiene cerrada la boca y quieta la lengua guardará su alma de inquietudes». Es una lección que llevo encerrada en el corazón.
He llegado un poco tarde porque Martin me ha entretenido. No en la tienda, por descontado; el domingo es día de oración, no de trabajo. Ni siquiera pensaba encontrármelo, por eso me he sobresaltado al atisbarlo vigilando detrás de un pilar de la Rué Droite cuando yo me encaminaba hacia la hostería de la Estrella.
Me estaba siguiendo.
He sentido por un momento que la cabeza me daba vueltas y que el corazón me golpeaba las costillas. ¿Quién le habría mandado que me espiase? Después de un breve momento de reflexión, me he dado cuenta de que la explicación era mucho menos ominosa. He decidido que Martin quería saber más de mí, pero que era por su propio interés. Yo le había enseñado que había que ser curioso y por eso sentía la curiosidad de saber quién era su maestro.
Por otra parte, como hoy tenía cerrado el acceso a mi ámbito, era lógico que tratase de distraerse lejos de su ruidosa familia.
Aunque ahora escribo estas cosas con espíritu tranquilo, no lo estaba tanto cuando ha ocurrido el hecho. Mi irritación era, por el contrario, tan profunda que casi rozaba la ira. Eso me ha llevado a poner en práctica un ardid muy simple que yo llamo el de «las cuatro esquinas», que consiste en enfilar una calle y en doblar a toda marcha las tres esquinas siguientes en ángulo recto que se encuentran al paso, lo cual conduce al punto inicial tras haber dado la vuelta completa a un edificio. Así pues, me he encontrado detrás mismo de Martin, que estaba vacilante en la primera encrucijada sin saber si echar a andar hacia la izquierda o hacia la derecha.
Se trata de una maniobra que sólo es efectiva cuando uno conoce bien el terreno que pisa.
– Martin Moresi -he dicho.
Ha pegado un salto y he podido comprobar que su rostro, al verme, era el vivo retrato de la consternación.
– Ma…, maestro… -ha dicho en un tartamudeo.
– Tienes que esmerarte, amigo mío. Yo nunca pierdo de vista el camino que dejo a la espalda.
Me ha concedido el favor de avergonzarse. Además, tampoco ha tratado de desmentir que me estuviera siguiendo. Muchos lo habrían intentado, él no; se ha limitado a bajar la cabeza y a farfullar una excusa.
– ¿Qué esperabas descubrir? -le he preguntado, movido por la curiosidad-. Hoy es el día del Señor, Martin. ¿Piensas que podía dedicarlo a una finalidad que no fuera la de alabarlo y glorificarlo?
– No -ha dicho el muchacho.
– ¿O quizá querías descubrir si yo te descubría a ti?
Creo que con eso he dado en el clavo. Seguramente Martin practicaba ciertas habilidades que yo, sin poner excesivo empeño en ello, le había mencionado en momentos en que estábamos juntos, aun cuando no entrase en mis intenciones fomentárselas.
– Deberías estar con tu familia -le he dicho- en lugar de andar rondando por las calles como un mendigo. Tu madre estará preocupada.
– No, no lo estará -ha replicado en tono avieso, pero resignado-. Le preocupan otras cosas.
– Entonces procura no ser motivo de nuevas preocupaciones -le he aconsejado-. Eres un buen chico, Martin. Ve a casa. Así nos dejarás más tranquilo a mí y a tu madre.
Le he hablado con más amabilidad de la que quizá se merece, pero ha surtido efecto. He comprobado que, en el caso de Martin, un tono de voz suave y una sonrisa cálida consiguen obediencia instantánea (fruto de una extraña mezcla de remordimiento y gratitud), mientras que las palabras agrias le paralizan la voluntad y le enturbian los pensamientos. En esta ocasión, ni siquiera he estimado necesario advertirle que yo detectaría su presencia con toda seguridad si persistía en desafiarme. Porque él ya lo sabía. Así pues, no he necesitado acompañarlo hasta casa.
Me he limitado a permanecer en la calle mirándolo hasta perderlo de vista. Después he continuado el trayecto en dirección a la residencia de Na Berengaria.
Al entrar en la cocina he encontrado a cinco beguinos reunidos. También a Na Berengaria, por supuesto. El sastre Blaise Bouer estaba entre los asistentes, como también Guillelma, la del cuello de ganso, y el tejedor gordo de rostro rubicundo, que se me ha presentado con el nombre de Guillaume Ademar. Lo acompañaba un joven que parecía un monje: sus rasgos pálidos y refinados, su mirada soñadora y su complexión delicada le infundían la apariencia de una persona que se ha criado en claustros oscuros y se ha pasado noches enteras de la infancia cantando salmos. Se llama Pierre Espere-en-Dius, pero sus amigos lo conocen por el nombre de Perrin.
No me ha sorprendido del todo saber que es tejedor, al igual que Guillaume. Ya he comentado las tendencias heréticas de los tejedores.
Aunque he tenido mucho cuidado de vestirme con la mayor sencillez y discreción posibles, he descubierto enseguida que había minusvalorado el ascetismo de ciertos devotos beguinos. Perrin y Guillelma en particular llevaban vestidos confeccionados con una tela que ni siquiera parecía saco. Daba más bien la impresión de estar tejida con briznas de paja y ortigas y he llegado a preguntarme si ése sería el caso. Teniendo en cuenta que Perrin es tejedor, no creo que exceda, sus facultades la posibilidad de tejer una túnica confeccionada con pinchos o con ramas de sauce.