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Na Berengaria iba vestida con prendas de tela algo más fina, aunque igualmente muy sencilla. Ha acudido en persona a abrirme la puerta en respuesta al golpe que he dado al llamar; los postigos del piso bajo estaban cerrados y la tienda de su marido sumida en una oscuridad casi total.

– Loado sea el nombre de Jesucristo -ha dicho mientras me acompañaba a través de la tienda hasta la cocina.

Ya en ella, las voces de sus compañeros se han convertido en coro y en sus rostros no he visto sombra de desconfianza ni de contrariedad.

Naturalmente, yo llevaba el cuchillo escondido en la bota pese a estar ya convencido de no correr peligro inmediato. En todo caso, Berengaria seguro que no suponía una amenaza.

Tras el saludo, nadie me ha ofrecido vino ni bebida alguna. Todo el grupo se ha puesto inmediatamente a rezar, circunstancia en la que he corrido grave peligro de delatarme.

He descubierto que los beguinos no rezan como los demás. En lugar de hincarse de hinojos y de juntar las manos, se cubren la cabeza y permanecen sentados con el cuerpo inclinado y la cara vuelta hacia el suelo o la pared opuesta. En esa postura rezan la Salve regina y el Gloria in excelsis Deo.

Ha sido una suerte que yo llevara puesta la capucha. Y también que los asistentes se cubrieran la cabeza antes de rezar; de no haber sido por eso, habrían visto que yo ya había comenzado a arrodillarme y que he interrumpido el movimiento a medio camino del suelo al observar que nadie más lo hacía.

Me he apresurado a sentarme de nuevo a imitación de Berengaria. Ella ha dirigido la oración, así como lo que se ha dicho a continuación, que se ha centrado específicamente en los nombres de las personas que eran objeto de nuestras plegarias. Uno de los nombres que se han pronunciado ha sido el de Pons, a quien conocí en la prisión del arzobispo. Hemos rezado por su alma inmortal y por las almas de los otros dieciséis compañeros beguinos que fueron quemados no hace mucho delante de San Justo. También hemos rezado por las almas de los frailes quemados en Marsella y por todos los auténticos mártires que han muerto en la hoguera desde entonces.

Berengaria ha propuesto después que rezásemos por «nuestros hermanos fugitivos Pierre Dominici, Pierre Trencavel y Jacques Bonet». He aguzado el oído al oír esos nombres, a la espera de que pudiese añadir algo más. Pero Berengaria ha continuado y ha pedido más nombres a la concurrencia. Volviéndose hacia mí con sonrisa maternal, me ha preguntado si yo podía dar alguno.

He respondido que querría rezar por la madre enferma de mi inquilino. También he dado el nombre del hermano Bernard Delicieux, que falleció en Carcasona, en la prisión de Jean de Beaune.

La sugerencia ha sido bien acogida. Han seguido unas cuantas oraciones más y no se ha vuelto a hacer referencia a

Jacques Bonet. Habría querido preguntar por él, pero sabía que era imprudente demostrar una excesiva curiosidad. En lugar de eso, he permanecido sentado en actitud humilde y en silencio a lo largo del debate que ha seguido a continuación sobre las obras de caridad, lo que ha aumentado grandemente lo que ya sé sobre Blaise y Guillelma.

La finalidad del debate era muy simple. Después de recoger un denier o dos de cada uno de nosotros como limosna para los pobres, Na Berengaria ha querido saber qué institución sería la receptora. Como es lógico, no pensaba depositar la cantidad en manos de un sacerdote, quien probablemente la habría destinado a la satisfacción de sus apetitos personales.

– Porque la mayoría de ellos son herejes, se emborrachan con la sangre de los mártires y acumulan trigo y vino en abundancia -ha observado, palabras que se han visto subrayadas con enérgicos gestos de asentimiento de Blaise.

– Sí, en efecto -ha exclamado-. Si das dinero a un cura, puedes estar seguro de que no socorrerá con él a los pobres, sino que se comprará vestidos superfluos, ricas viandas o libros caros atiborrados de espantosas mentiras.

Ha habido un murmullo de aquiescencia. Guillelma ha llegado incluso al extremo de levantar las manos.

– Son los siervos de la gran puta de Babilonia -ha dicho-, que persigue a los pobres y a los ministros de Cristo y por eso serán condenados y rechazados al igual que la sinagoga de los judíos.

Otro «Amén» ha subrayado estas palabras. Blaise ha proseguido con su encarnizado ataque contra obispos y cardenales, el Papa y los dominicos, así como contra todos los franciscanos que han traicionado la regla de san Francisco. Ha acusado de avaricia a los cistercienses de Fontfroide, porque dichos monjes se quedan con más de un cuarto del derecho que tienen sobre los pesos y medidas de todos los cereales que entran en Narbona.

– ¡Lo único que les importa es su propia barriga! -ha despotricado, lo que ha hecho que me quedara muy claro que pertenece a cierta clase de herejes muy habituales en cualquier lugar del mundo.

Esas personas abrazan muchas clases diferentes de error por la simple razón de que son contrarios a quienes son más ricos o más poderosos que ellos. La Iglesia, por ser rica y poderosa, es el objetivo natural de su resentimiento. Se sienten perpetuamente explotados y su indignación está siempre a punto de saltar. Si en un momento determinado deciden que sus compañeros de herejía los han tratado de manera injusta o no les están lo suficientemente agradecidos, existe la posibilidad de que desplacen su fe hacia otras creencias. Mi maestro, Bernard Gui, estaba plenamente convencido de ese extremo. Buscaba con diligencia a esa clase de gente y me decía siempre que me mantuviera alerta con ellos.

He visto aquí un ejemplo.

Guillelma era de índole diferente. Pese a que su condena de la Iglesia carnal es igualmente apasionada, su actitud no es fruto de la vanidad herida. Le ofenden realmente las injusticias del mundo, como suele ocurrirles a los jóvenes, y puesto que ella lo es, le cuesta ser paciente o dominar su indignación. Parece como si creyera que hay que enderezar los entuertos enseguida y que abstenerse de hacerlo es demostrar un manifiesto desdén a los mandamientos de Cristo, un desdén que hay que castigar a toda costa. Se siente más inclinada a actuar que a reflexionar.

Estoy seguro de que terminará en la hoguera.

No necesito añadir que Blaise y Guillelma eran muy difíciles de contentar en lo tocante a la distribución de las limosnas. El hospital de San Justo no era a sus ojos un receptor adecuado debido a que estaba regentado por el cabildo de la catedral. En cuanto a los hospicios de leprosos, también eran lugares poco fiables porque muchos de los ricos comerciantes asociados a su administración estaban menos interesados en ayudar a los pobres que en labrarse un buen nombre. Hasta los mismos franciscanos resultaban sospechosos ahora que su institución narbonesa se había quedado prácticamente sin hermanos espirituales.

Finalmente, tras mucho estira y afloja, se ha acordado que se entregaría el dinero a la casa de las Arrepentidas, cuya sede está cerca de la puerta Real. Esto permitirá que más prostitutas puedan renunciar a sus pecaminosas persecuciones y se dediquen a actos de piedad. Incluso los hombres admiten que muchas mujeres que encajan en esta categoría se han visto obligadas a degradarse empujadas por la pobreza, al igual que la Magdalena.

– Y ahora -ha dicho Na Berengaria al final de las conversaciones relacionadas con las limosnas para los pobres-, veneremos nuestras sagradas reliquias. Maestro Helié, ¿habéis traído la vuestra?

La había traído, en efecto. Y la he mostrado, acto que ha ido acompañado de muchos suspiros y lamentos, puesto que se trataba realmente de un triste resto. Guillelma ha derramado lágrimas de tristeza sobre mi reliquia antes de pasársela a Perrin, quien la ha besado con fervor. Seguidamente, todos los beguinos han venerado el dedo, cada uno a su manera, hasta que ha vuelto a mis manos, después de lo cual Berengaria ha sacado del baúl que tiene en la bodega el pequeño envoltorio de seda que ya me es familiar.