Me he visto obligado de nuevo a rozar con los labios aquella espinilla humana medio asada.
– Honráis muy dignamente a estos santos mártires -he observado con prudencia, una vez he cumplido con mi homenaje- guardando sus reliquias envueltas en sedas tan finas y bellas. Me avergüenza el humilde lino con que está envuelta la mía.
– ¡No os avergoncéis! -ha exclamado Berengaria-.
Los ricos atavíos no tienen ninguna importancia, maestro Helié. Disponía de ese retal de seda y pensé que éste era el mejor uso que podía darle. El efecto es magnífico, ¿no os parece?
– Sí, magnífico -he admitido.
– Toda nuestra seda proviene de un devoto y honrado comerciante llamado Imbert Rubei -ha continuado la matrona-. Tiene muy buen ojo, sobre todo para el damasco. Pero él tan pronto viste prendas de piel humana como ropas de seda. -Mientras yo escuchaba tan insólita revelación, Berengaria me ha puesto una mano en el brazo-. Vuestra reliquia merece un envoltorio más digno -ha observado-. Si queréis, puedo pedir a mi marido un retal de seda. Estoy segura de que no se negará.
«Otro imbécil», he pensado para mí. No obstante, me he limitado a sonreír y a manifestarle mi gratitud, preguntándome al mismo tiempo si Berengar Blanchi o su amigo Imbert Rubei se habían dignado honrar alguna vez con su presencia las reuniones que Na Berengaria celebraba los domingos. Era probable que Jacques Bonet asistiese, ¿por qué no ellos?
– Y ahora vamos a reflexionar sobre nuestro bienaventurado maestro, el hermano Pierre Jean Olivi -ha dicho Berengaria después de guardar de nuevo sus reliquias en su escondrijo dentro del barril vacío.
He visto claramente que sólo ella disfruta de la custodia de los libros sagrados de los beguinos; solamente han circulado dos entre nosotros, que hemos besado reverentemente, y después la matrona ha empezado a leer uno de ellos de una manera muy lenta, como quien entona una salmodia. El libro no era otro que £/ tránsito del Santo Padre y terminaba con una descripción del lecho de muerte de Pierre Olivi.
Ha seguido un «Amén» general y a continuación me han pedido que leyera de mi ejemplar de la postilla. Lo he hecho hasta que me han hecho callar. Después ha habido otra oración (rezada con la cara vuelta hacia el suelo o la pared) y, finalmente, se ha disuelto la reunión. El amo de la casa, o sea, el marido de Berengaria, nos ha dispersado. Ha aparecido de pronto en la puerta acompañado de su hijo; la expresión de su rostro reflejaba irritación, pero al mismo tiempo resignación; el hijo, por el contrario, parecía mucho más mortificado que el padre al ver a tantos visitantes intempestivos en su casa. Si el padre se ha limitado a. suspirar, el muchacho estaba que echaba chispas. Tal vez habría que atribuir la diferente reacción a la edad, puesto que el marido de Na Berengaria es mucho mayor de lo que yo suponía. Pese a que tiene constitución robusta, posee esa apariencia nudosa que se observa en las raíces de los árboles viejos; además, ha perdido gran parte del cabello.
Ha observado con mirada aviesa, uno por uno, a los amigos de su mujer mientras nosotros íbamos desapareciendo por la puerta.
Ha sido al abandonar la casa cuando he caído en la cuenta de las circunstancias en las que había conocido al hombre que iba tan sucio. Lo he visto agachado en el suelo cuando me he acercado a la casa, aparentemente aliviándose la tripa en público. Y como no es una escena rara en Narbona, le he prestado escasa atención.
De todos modos, el desahogo de ese tipo de evacuación no puede ser tan prolongado que obligue a un hombre que quiere aligerar los intestinos a dedicar a la misma el tiempo que media entre el final de la mañana y la media tarde.
El hecho ha despertado de inmediato mis sospechas, que se han acentuado cuando, después de subirse los pantalones al pasar yo por delante, se ha dispuesto a enfilar la Rué Droite a pocos pasos de mí. No había duda en cuanto a sus intenciones, ya que me seguía de una manera que no podía ser más chapucera. Lo he tenido detrás de mí todo el camino hasta mi casa y, en cuanto he llegado, no se ha entretenido ni un momento. En lugar de eso, ha seguido adelante antes de darme tiempo a situarme en la ventana del piso de arriba. Ignoro adonde iba.
Lo que sí sé, y además con detalle, es cómo era su aspecto. Gracias a algunas argucias que tengo bien ensayadas, he podido estudiarlo con bastante detenimiento. Era un tipo delgaducho de cabellos largos y castaños, tiesos como cuerdas, y con una nariz parecida a una patata. Sus ojos eran casi triangulares, igual que puntas de flecha, pero ni fríos ni penetrantes, sino dotados de una suavidad que daba la impresión de estar envueltos en humo grisáceo. Tenía malos dientes. Le he observado dos quemaduras en las manos, probablemente ocasionadas por el aceite de una lámpara o la cera de una vela. Y además, olía fuertemente a orines.
Normalmente, cuando un hombre huele a orina y no es tan viejo que pueda atribuirse el hecho a la incontinencia, me siento inclinado a pensar que se trata de un batanero. Pero jamás había visto a un batanero que no llevara encima restos de tierra de batán. Aunque iba sucio, era por los restos de comida y de vómito, no de tierra de batán. El olor del vómito era casi tan intenso como el de orina; además, un leve efluvio de humo me ha revelado que debía de pasar mucho tiempo encerrado, lo que me ha inducido a preguntarme si trabajaría en una taberna.
Sin embargo, ningún tabernero que se respetase habría consentido que uno de sus criados se pasease difundiendo a su alrededor un olor tan repelente. Por otra parte, cuando he vuelto sobre mis pasos haciendo como que quería cambiar de dirección y he pasado junto a él rozándolo, he distinguido un leve tufillo a consuelda y a anís, lo que me ha llevado a pensar que me había cruzado con alguien que está relacionado con un hospital.
Ahora me toca averiguar qué tipo de relación es.
XIII
á hubiera seguido al hombre vestido con ropa sucia. De haber hecho el esfuerzo, tal vez lo habría desenmascarado. Tal como han ocurrido las cosas, he pasado gran parte del día sumido en inútiles especulaciones. ¿Quién era el hombre en cuestión? Tal vez debería visitar todos los hospitales para poder descubrirlo. Sería un ejercicio complicado, ya que mi excusa consistiría en una distribución general de limosnas. De todos modos, quizá valdría la pena y, puesto que estamos en Semana Santa, no despertaría sospechas. Tengo que pensarlo mejor.
El hecho de que estuviera esperando en la puerta de la casa de Na Berengaria cuando yo llegué indica que podría tratarse de un conocido suyo. ¿Será que ella desconfía de mí? ¿Habrá alquilado a alguien para que me siga y quiere asegurarse de que no he ido al palacio del arzobispo para hacer un informe?
En ese caso me engañaría por completo. Estoy totalmente convencido de que los beguinos me han aceptado. Ya empezaba a creer incluso que Berengaria era inocente de la muerte de Jacques Bonet. No hay más que ver lo que descubrí ayer en la reunión. Oí a Berengaria mencionar a Jacques Bonet en un contexto muy particular. Rezó una oración por él. Lo describió como uno de sus hermanos fugitivos y parecía tenerle en buena consideración. No parece que lo haya matado ella ni tampoco que se las haya ingeniado para que lo asesinaran. Se diría más bien que cree que está escondido en algún sitio y hasta que ella puede haber tenido algo que ver en su huida.
En ese caso puede haber dos posibilidades: o Jacques Bonet se sirvió de sus amigos beguinos para huir sin confesar a nadie su secreto o les habló de Jean de Beaune y ellos se prestaron a ayudarle a pesar del peligro. En el supuesto de que haya ocurrido lo último, es natural que Berengaria desconfíe de mí. Y es casi seguro que entonces se serviría de un espía para comprobar que mis alegaciones son ciertas.