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No hace falta decir que había venido bien provisto de monedas y que se las entregué inmediatamente al carcelero. Es inútil querer conservar el dinero en la cárcel. Si no te lo quita el carcelero, te lo roban los otros prisioneros mientras duermes. Como lo sabía, di al carcelero del arzobispo una cuantiosa suma en el mismo umbral del mur, lo que me valió para que, a partir de entonces, recibiese un trato de calculada generosidad.

Incluso me proporcionaron una manta; en el mur hacía mucho frío. No se permitían las hogueras y los muros eran gruesos, de piedra y estaban siempre húmedos. Por las grietas y los disparaderos de flechas se colaban heladas corrientes de aire. Pese a no estar inmovilizado por grilletes ni trabas, me agazapé en un rincón, arrebujado en mi manta grasienta, emitiendo nubes de vapor al aire fétido. Como mis demás compañeros reclusos, busqué otros cuerpos calientes en los que acurrucarme, porque la soledad no es condición favorable cuando se hiela la sangre.

Así fue como conocí a mi primer beguino.

He compartido muchas noches frías con muchos herejes asustados. Pero siempre fueron cataros que se habían pasado la vida perseguidos. La herejía es la casta a la que pertenecen la mayoría de los cataros, que desde que nacen aprenden a mirar a los curas como enemigos y a la Iglesia como la puerta del Infierno. Maman historias de martirio. Y aunque pueden ser arrogantes, también son resignados. Difícilmente se encontrará en ellos actitudes de temeraria valentía. Las olvidaron hace tiempo, porque su herejía es antigua y tiene profundas raíces en mi país.

Sin embargo, los beguinos son diferentes, al menos eso es lo que deduje del que conocí. Mientras tiritábamos de frío en una frígida escalera, intercambiamos unas pocas palabras. Me dijo su nombre, y yo, mi alias. Se llamaba Pons y hablaba sin parar. Me pareció absolutamente insensato, ya que nada sabía de mis intenciones. (No sabía si yo era un espía y estaba allí simplemente para enterarme de sus secretos.) Pero era un ser arrebatado y tenía miedo, aparte de que estaba acostumbrado a hacerse oír; puede que sólo quisiera descargarse de sus miserias.

Dejando aparte la causa de sus confesiones, me proporcionó noticias frescas acerca del juicio por herejía que se estaba celebrando y que no era otro que el suyo. Pese a que tales juicios suelen celebrarse en secreto, las incidencias de éste en particular se han divulgado en ciertos círculos debido a una agria disputa surgida entre los jueces. Pons me informó sobre ella con todo detalle. Parece que él y otros compañeros han sido acusados de difundir la doctrina que declara que Cristo y sus apóstoles no poseían bienes ni a título individual ni en común. Jean de Beaune ha condenado esta opinión por herética. Pero uno de los expertos citados a juicio contra los beguinos detenidos -lector del priorato franciscano de aquí, de Narbona- ha solicitado una demora. Ha declarado que, lejos de tratarse de una doctrina que hay que poner en duda, estaba definida como ortodoxa en la decretal Exiit qui seminat.

– Ahora ese demonio que es Jean de Beaune le ha ordenado que se retracte -se lamentó Pons-. ¡Pese a que está claro que dice la verdad! ¡Salta a la vista!

– Quizá -repliqué, aunque para mí era muy evidente.

No sé mucho sobre la herejía de los beguinos, pero habría que estar ciego y sordo para no percatarse de que la pobreza de Cristo es ahora un tema que debe evitarse en público. Hace tres años que quemaron a cuatro monjes franciscanos en Marsella por tomarse demasiado al pie de la letra la creencia de la santa pobreza. Y después de éstos, en Narbona han quemado a tres por la misma razón.

Es más que evidente que Jean de Beaune había urdido alguna de las suyas al nombrar a un franciscano miembro de la comisión asesora en el juicio. Hay muchos franciscanos que todavía miran con buenos ojos la pobreza evangélica, pese a que el Papa no simpatice con la idea. ¿Hay un medio mejor de desenmascarar a un hereje que hacer que él mismo se condene simplemente hablando?

– Tu franciscano es valiente -observé con tacto.

Esa afirmación me valió una arenga sobre el tema de los cristianos honrados y los embusteros seguidores del anticristo y sobre las razones que empujan a los monjes de santo Domingo a mamar de las tetas de la puta de Babilonia. En otro tiempo me habría preocupado de tomar buena nota hasta de la más ínfima de sus palabras a fin de poder repetirlas en una declaración jurada. Pero Pons era un hombre de suerte. Pasé por alto gran parte de lo que me contó. De hecho, me deslicé en el sueño mientras él seguía divagando sobre la regla de san Francisco, que equiparó al Evangelio de Cristo.

Desperté unas horas más tarde para descubrir que estaba oscuro como una boca de lobo. Hasta Pons había sucumbido al sueño. Un mur es, de noche, un lugar desolado porque el silencio permite oír claramente cualquier suspiro, sollozo o gemido. Recuerdo que una vez, hace de eso mucho tiempo, luché con una creciente sensación de pánico tendido en el murus largus de Tolosa imaginando que se me acercaba a través de la oscuridad una manada de ratas. Fue antes de la llegada de mi maestro, por supuesto. Pero aquel recuerdo no contribuyó a hacer más grata la noche en la torre.

Cuando llegó la mañana se me ocurrió pensar que me había hecho demasiado viejo para la cárcel. Cuando era más joven, nunca, por malas que fueran las condiciones que afrontase, se me envaraban los miembros ni me dolían las articulaciones. Pero estos últimos cinco años he acabado por acostumbrarme a las camas mullidas y a la buena comida. He perdido el aguante.

Pensándolo bien, quizá debería hacer algo para fortalecer de nuevo los tendones, ahora que Jean de Beaune me ha encontrado.

Y ya que hablo de Jean de Beaune, lo vi por la tarde, justo después de la hora nona. Tocaban las campanas de San Sebastián cuando me condujeron a la sala de guardia. Allí esperé un tiempo, solo, observando en silencio las cáscaras de nuez, huesos de fruta, botas viejas, montones de harapos, barriles vacíos y muebles destartalados con que el personal carcelario solía rodearse. Ya empezaba a preguntarme si también a mí me dejarían allí abandonado, enmolleciéndome como un corazón de manzana, cuando apareció de pronto Jean de Beaune acompañado de aquel mismo nuncio que había ido a buscarme a mi casa el día anterior.

Llegó el dominico como una ráfaga de viento, acompañado de un portazo y de revuelo de hollejos y briznas de paja. Es muy bajo. Hasta yo soy más alto que él, si bien debo decir que mi modesta estatura siempre ha jugado a mi favor, ya que difícilmente alguien puede verme como una amenaza. Ya imaginaréis mi sorpresa cuando, al ponerme de pie, me encontré con que tenía que mirar a Jean de Beaune, que parece tener el mal genio propio de los hombres bajos, desde arriba. Me miró con severidad y, después, dirigió la mirada a su alrededor con creciente disgusto, puesto de manifiesto en los marcados rasgos del rostro.

– ¿Y eso qué es? -preguntó al nuncio-. ¡No es sitio adecuado! ¡Que venga el carcelero! ¡Ahora!

– ¿El carcelero? -preguntó el catalán-. Pero…