Ayer, sin embargo, no noté ninguna de esas cosas en su casa. ¡Nada! En todo caso, me engañaron por completo. Los consideré totalmente inocentes. ¿Cómo es posible? ¿Tan crédulo soy?
O a lo mejor los sospechosos eran sólo uno o dos. Quizá los responsables de que hubiera un espía eran Blaise y Guillaume y los demás no sabían nada del asunto. No puedo creer que Perrin, por ejemplo, pueda ser otra cosa que un bendito, un ser inocente; probablemente esto último. No dijo una sola palabra, que yo recuerde, su mirada de niño era tan poco taimada como la de una monja emparedada en una ermita. Es evidente, a todas luces, que se ha pasado la vida protegido de crudas realidades y que vegeta en un sueño piadoso. Recuerdo que en cuanto lo vi pensé para mis adentros: «Mantente lejos de ése». Porque sé que un santo inocente es la peor de todas las amenazas y que hay que evitarlo a toda costa siempre que sea posible. Puede ser inofensivo en el Jardín del Edén, pero no en este mundo pecador, en el que él no ve maldad alguna y donde no entiende de sutilezas ni de componendas. Cuando esos seres caen en la herejía a causa de la simplicidad de su naturaleza, despiertan tal piedad entre los ortodoxos que se convierten en motivo de interminable duda y desesperación. Hasta el propio Bernard
Gui estaba afectado por casos de este género. Recuerdo que, en una ocasión, se vio muy turbado por el predicamento de un hombre cuyo error no estaba basado en el autoengaño, sino en la ausencia fatal de discernimiento. Se había entregado a la pobreza y vivía como un ermitaño, a veces se dedicaba a mendigar y a veces a cultivar la tierra, pero siempre iba en busca de Dios. Aun cuando no obedecía un credo herético particular, parecía incapaz de distinguir entre auténticos sacerdotes y cataros perfecti o hermanos valdenses. Si encontraba a predicadores errantes, cualquiera que fuese su religión, los socorría con toda humildad y le parecían dignos de consideración por el simple hecho de que predicaban la pobreza, vivían con gran sencillez y proclamaban su devoción a Cristo.
– Ya conoces la falsedad de muchos herejes -observó mi maestro en uno de nuestros raros encuentros-. Si gracias a su artera astucia consiguen escapar al castigo, se vanaglorian de haber eludido a los hombres eruditos con sus hábiles artimañas y tortuosas ambigüedades. La ruina de la gente de esta suerte es su orgullo. -Mi maestro suspiró-. Cuesta mucho más condenar a un hombre por abyecta humildad. El hombre de quien hablo es un bobalicón en lo tocante a mentalidad, pero un santo en cuanto a costumbres. Sin embargo, en muchos aspectos es mucho más peligroso que el más rabioso seudoapóstol. Porque lo miro y pienso: ¿es posible que tanta inocencia sea pecado?
– ¿Es posible? -pregunté.
A lo cual Bernard Gui replicó:
– Debe de serlo. ¿Por qué no? El demonio es tan taimado como cualquiera de sus secuaces.
Al mismo tiempo, mi maestro se mostró melancólico y habló varias veces de la espinosa cuestión antes de que nos separásemos. Citó a varias autoridades y se refirió repetidamente a sí mismo como «médico de almas».
Yo no me arrogaría esta distinción, pero entendí su inquietud, porque yo la compartía. Ante un joven como Perrin -o una chica como Allemande- siempre me veo afectado por una especie de profundo e impotente desaliento. Es francamente un castigo condenar a esa clase de gente y mi maestro lo reconoció.
– Es nuestra cruz -dijo-. Tal vez sea la manera que tiene Dios de asegurarse de que no disfrutamos con nuestro trabajo, que, aun siendo necesario, es contrario a toda inclinación humana natural. Como el cirujano que corta la carne, debemos prepararnos a actuar, fijar nuestros pensamientos en Dios y pensar en el bien futuro.
Sabias palabras de un hombre culto. Ojalá pudiera seguir su consejo; sin embargo, mis métodos no son dignos de elogio. Más que pensar en el bien futuro, me concentro en cosas pequeñas que llenan por completo mis pensamientos. Cosas tan pequeñas como el nexo entre Berengaria Donas e Imbert Rubei.
Fue un descubrimiento útil. Ella no sólo está acostumbrada a hacer negocios con él, sino que lo respeta. Admira sus hábitos ascéticos. Lo que cabe preguntarse es esto: ¿con qué frecuencia se encuentran? ¿Ha asistido él alguna vez a las reuniones que se celebran en casa de Berengaria? Es evidente que deben de haber hablado en alguna ocasión en los últimos seis meses; de lo contrario ella no sabría nada sobre Jacques Bonet, en otro tiempo su sirviente.
Cada vez me siento menos inclinado a creer que Jacques Bonet haya muerto. El informe del arzobispo sobre cadáveres no identificados no me ha indicado nada en sentido contrario. Ha llegado hoy, metido entre el fajo de pergaminos rechazados, y no habría podido ser más inesperado. No abro nunca la tienda en Semana Santa; hacer negocios en esa época me parece impío e inadecuado, especialmente entre clérigos. Sin duda pecaba de ingenuidad, pero tengo la impresión de que todos los sacerdotes, monjes, diáconos y hermanos legos de Narbona están ocupados con los preparativos de Semana Santa. Daba por sentado que, cuando uno tiene la obligación de celebrar la Santa Cena, la crucifixión del Señor y su resurrección en el breve espacio de unos pocos días, debe dejar a un lado las actividades habituales a cambio de los muchos rituales que todos los años transforman a la cristiandad durante toda una semana.
Pero parece que me equivocaba. La noticia me ha llegado esta mañana, prácticamente con las primeras luces. Todavía me estaba vistiendo cuando he oído que llamaban a la puerta y me he visto obligado a lanzarme escaleras abajo, descalzo, con la camisa suelta y sin peinar. Al abrir la puerta principal de par en par, me he encontrado con un sacerdote que llevaba las ropas manchadas de tinta. Lo he reconocido al momento gracias a la detallada descripción que Martin me había hecho de éclass="underline" era el canónigo secular que había estado en mi tienda la semana pasada.
De todos modos, si lo he reconocido al momento ha sido sólo por las manchas de tinta. Como Martin había indicado, tenía las orejas grandes, llevaba el cabello rapado y su cabeza tiene la forma del nudillo de un dedo. Al verme ha tenido un sobresalto y sus ojos minúsculos se han agrandado debido a la sorpresa. He visto que ha perdido color pese a las manchas de tinta de la cara.
– Buenos días -he dicho.
Y él me ha respondido tragando saliva:
– ¡Ah… sois vos! ¿Sois Helié Seguier?
– Sí.
Me ha tendido el paquete envuelto que llevaba apretado contra el pecho.
– La calidad no es la adecuada -ha dicho, mojándose los labios secos-. Me han dicho que os lo devuelva.
– ¿Quién?
– Pues… Germain d'Alanh. De la cancillería del arzobispo.
– ¡Ah!
He cogido el paquete; entonces, sin darme ocasión de añadir nada más, el sacerdote ha dado media vuelta, como dispuesto a marcharse.
He tenido que llamarlo.
– ¡Padre! -le he dicho-. Si me devolvéis el pergamino, tengo que devolveros el dinero. Vuestro depositum.
Se ha quedado parado.
– ¡Ah…, sí! -ha tartamudeado. -Pasad, hacedme el favor.
Debía ir a buscar el dinero equivalente a la mitad del pago del pergamino; lo tenía guardado en el baúl del piso de arriba; además, me intrigaba el comportamiento receloso del individuo. No le encontraba explicación. Y también quería ver si aceptaba mi invitación.
Al parecer, la ha aceptado. Incluso ha respondido a algunas de mis preguntas sobre el pergamino, que yo le he planteado más con ánimo malévolo que por genuina curiosidad. Se me ha ocurrido pensar que su inquietud podía obedecer a que estaba enterado de lo que llevaba escondido en el paquete. De ser éste el caso, también debía de saber que yo estaba interesado en los cadáveres.
De ahí su inquietud.
– ¿En qué aspecto no es adecuada la mercancía? -he preguntado, cogiendo la cuerda que sujetaba los pergaminos-. Vos no me pedisteis una mano de los mejores pergaminos partidos. De haber sido así, habríais recibido lo que habíais pagado.