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– La decisión no ha sido mía -ha farfullado el sacerdote-. Yo no soy más que el mensajero.

– ¿De Germain d'Alanh?

– Pues… sí.

– ¿Queréis examinar una muestra del pergamino más caro que vendo?

– No. No sé. Ahora no. Tengo que irme.

– Está bien. -He contado los folios para comprobar que no faltaba ninguno; de hecho, había uno más, como ya esperaba-. Si esperáis un momento, voy a por el dinero. Perdonad… -He hecho un gesto con la mano-. Como podéis ver, mi tienda no está abierta al comercio en Semana Santa. Hoy no esperaba clientes. Y menos de la cancillería del arzobispo.

El sacerdote se ha ruborizado por debajo de las manchas de tinta. He dejado que se sofocara a gusto y entre tanto he ido a buscar unos sois en el baúl del piso de arriba. Si el suelo del piso no hubiera crujido bajo mis pies, habría intentado sorprender al sacerdote con mi súbita aparición y tal vez me lo habría encontrado manoseando el fardo de pergaminos que acababa de entregarme. Pero he optado por otro plan.

Sabía que mis pasos serían perfectamente audibles y anunciarían mi proximidad como la trompeta de un heraldo. Los pisos de madera son ruidosos. Los pisos de piedra o de tierra, por contra, amortiguan el ruido. Por eso me ha sobresaltado el chirrido de una charnela en el momento en que yo contaba el dinero en el taller; no había oído pisadas que me anunciasen que en el.piso de abajo alguien estuviera abriendo puertas. Un hecho de lo más inesperado. Y de lo más inconveniente también. He terminado, pues, aprisa y corriendo lo que estaba haciendo, he bajado rápidamente la escalera y me he encontrado a Martin en la tienda. Era evidente que venía de la cocina (que es donde duerme) y que quería averiguar la razón de aquellas voces.

He pensado que la puerta chirriante que había oído antes obedecía a su llegada y no he vuelto a pensar en el asunto.

– Vuestro depositum -he dicho al devolver el dinero del arzobispo a su intermediario-. Y ahora, si tenéis la bondad, me gustaría que me firmaseis un recibo.

– ¿Un recibo? -ha repetido el sacerdote como un eco, evidentemente perplejo.

– Perdonad, padre, pero es una medida de protección. ¿Y si alegarais, después, que no os he devuelto el dinero? ¿A quién prestarían crédito vuestros amos?

He recurrido en otras ocasiones a salvaguardias de este tipo, pero en este caso la petición era una simple estratagema que me ofrecía la oportunidad de averiguar el nombre del sacerdote. Ha accedido a mi demanda. Aunque un tanto ofuscado, ha redactado una breve declaración en un pedazo de pergamino y ha puesto su firma.

Se llama Sejan Alegre.

El nombre me es familiar, pero, aunque me fuera la vida en ello, no sabría decir de qué lo recuerdo. Cuando el padre Sejan se ha ido, me he rastrillado el cerebro, pero sigo con la vaga sensación de una pasada asociación que me tiene desorientado. He revisado el registro, pero no he encontrado en sus páginas ni rastro de ningún Sejan Alegre. Quizá debería revisar este diario.

En cuanto mi aprendiz ha cerrado y atrancado la puerta detrás del padre Sejan, he sacado el informe de Germain d'Alanh del montón de pergaminos sin utilizar. El folio suelto (que es de piel de cabra de calidad bastante inferior) había desaparecido entre los pliegues de mi camisa mucho antes de que Martin se me acercase. Estaba ávido de recibir instrucciones. Le he dicho que guardase en su sitio el material devuelto antes de volver a su casa.

– Es Semana Santa -he dicho, haciendo como que no veía la muda súplica de sus ojos-. Deberías estar con tu familia.

Y seguidamente me he ido escaleras arriba con intención de leer el informe.

Me ha bastado una mirada para comprobar que debe de haberlo transcrito -si no incluso redactado- el propio padre Sejan Alegre. El estilo del informe era muy similar al del recibo; el examen atento de ambos me ha hecho observar la caligrafía poco legible y apretada, sus proporciones exiguas, un uso idéntico de las contracciones, una falta de consecuencia en el uso de la «t»y de la «c» y una tendencia a deslizarse a veces en el latín, pese a estar ambos textos escritos en lengua vernácula.

Es probable, pues, que el padre Sejan estuviera al corriente del contenido del paquete que se encargaba de entregar.

El informe en sí me ha revelado muy poco. Se reducía a anunciarme que ninguno de los cinco cadáveres no reclamados y encontrados en Narbona e inmediaciones durante los últimos seis meses encajaba con la descripción sometida a Germain d'Alanh. Dos habían sido pescados en el Aude en condiciones tan lamentables que lo único que se había podido colegir de los restos era que uno correspondía a una mujer y el otro a un niño. En cuanto a un peregrino extranjero que había muerto sin honras fúnebres de ningún tipo en el hospital de Santiago, no era un hombre alto, no tenía cabellos negros ni marcas de viruela, sus ojos eran azules, no verdes, y tenía las uñas de los pulgares intactas. Otro, posiblemente un mendigo, había muerto a consecuencia de una monumental paliza en un campo situado en las afueras de la ciudad y era demasiado viejo para encajar en la descripción. Con respecto al niño abandonado en la puerta de San Félix una aciaga noche de Adviento, su edad era excesivamente tierna.

He observado que no se mencionaban nombres y no se llegaba a conclusión alguna. Ni siquiera había ningún sello. En resumen, que me he sentido muy contrariado.

Aun así, he decidido guardarme el informe, al igual que el recibo, y he bajado al sótano para esconderlos debajo del barril de la bodega. Después de retirarlo y de levantar la losa, cuando ya me disponía a depositar en la cavidad de debajo los documentos, he observado algo.

Mis posesiones secretas presentaban un ligero desorden.

Tengo la costumbre de colocar cada cosa según un orden muy particular. Cuando he visto, pues, que los dos libros beguinos no estaban en su sitio, he notado una creciente sensación de malestar. ¿Tan descuidado había sido con ocasión de mi última consulta? ¿O alguien, quizás, había estado revolviendo las cosas que guardo en mi escondrijo? ¿Alguien como, por ejemplo, Sejan Alegre? ¿Había sido, tal vez, la puerta de la bodega la que se había abierto con aquel chirrido que yo había percibido desde el piso de arriba?

Pero Sejan Alegre no habría sabido dónde mirar. Ni nadie más, dicho sea de paso. Si yo había sido siempre tan cuidadoso, ¿cómo era posible que hubieran descubierto mi secreto? Ni siquiera la familia de Hugues tenía libre acceso a mi bodega. Y por supuesto, tampoco merodean por las inmediaciones de la misma cuando levanto la losa o desplazo el barril.

Tal vez me excedo en la vigilancia. Tal vez persigo sombras.

Sin embargo, como medida de seguridad, he vuelto a colocar los libros en su sitio y he dejado las cosas de tal modo que ningún intento de desplazarlos pudiera alterar la posición de la más pequeña brizna. Después he colocado la losa en el lugar que le corresponde, he puesto de nuevo el barril encima y he ido en busca de Martin.

El chico estaba partiendo leña en el patio; al hacerlo, exhibía tal ausencia de habilidad que me ha hecho temer por su integridad física. Ha acudido con presteza cuando lo he llamado. Tenía el rostro encendido, pero mi expresión debe de haberlo alarmado.

He visto que acortaba el paso y parecía ansioso.

– ¿Has estado revolviendo en la bodega? -le he preguntado-. ¿Sin contar con mi permiso?

Ha parpadeado.

– No, maestro -ha dicho.

– ¿Estás seguro?

– Sí, maestro.

– ¿Alguien de tu familia se ha metido en la bodega?

– Pues…, pues creo que no. -Su tono de voz denotaba nerviosismo, aunque ahora solía ponerse nervioso cuando creía descubrir en mí el más leve indicio de desaprobación, como si, al igual que un ciervo o que un conejo, olfatease la amenaza en el aire-. Vos nos habéis dicho siempre que no entráramos en la bodega. A causa del mal olor.