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– Ahora, al entrar en la tienda -he continuado-, ¿qué estaba haciendo el cura? ¿Salía de la bodega?

– No, maestro, estaba de pie, esperando.

– ¿En medio de la habitación?

– Sí, ¿por qué lo decís?

– ¿Alguna vez has dejado entrar a alguien en la bodega durante mi ausencia? Me refiero a los últimos días. Y estoy hablando de clientes o de visitantes.

Ha movido la cabeza con el ceño fruncido.

– ¡Oh, no, maestro!

– Piensa, piénsalo bien. ¿No has dejado a nadie solo en la tienda, aunque sólo sea unos momentos? ¿No has salido a la calle dejando la puerta abierta?

Me ha parecido que ahora estaba asustado de veras.

– Maestro, ¿qué ha ocurrido? -ha exclamado-. ¿Falta alguna cosa?

– No, no. -Ya había empezado a lamentar mi decisión de poner en cuarentena sus palabras porque, al hacerlo, lo único que conseguía era llamarle la atención sobre la importancia que la bodega tenía para mí-. No tiene importancia. Gracias, Martin. Puedes volver a tu trabajo.

Por tanto, el misterio sigue sin resolverse. Parece lógico llegar a la conclusión de que la explicación de que los libros estuvieran fuera de sitio está en que tuve un momento de distracción. ¿Quién que no sea yo ha visto alguna vez el hueco donde están escondidos? Soy yo quien cierra siempre la puerta de la bodega cuando levanto la losa. Soy yo quien se cerciora siempre de que la tienda está vacía y de que no hay nadie escuchando en la habitación de arriba. Por consiguiente, si no hay otra explicación, debo echar la culpa a mi propia imprevisión.

Pese a todo, no me siento a gusto.

Tengo la sensación de que se me escapa algo.

XIV

El martes de Semana Santa

Apenas sé por dónde empezar. Quizá por mi diario. Ha demostrado que su utilidad está por encima de toda duda.

Después de revisar sus anteriores entradas, sé por qué me es tan familiar el apellido Alegre. La razón está en que mi maestro lo mencionó la última vez que nos vimos. Alegre era el apellido de soltera de la esposa de Guillaume Hulart, Jacquette. Hace unos treinta años que Jacquette Alegre era una seguidora de la beguina Rixende. Su marido era el padre de Vincent Hulart y el tío de Berengar Blanchi.

Por consiguiente, puede ser muy bien que el sacerdote de la cancillería del arzobispo esté emparentado con Berengar Blanchi.

No puedo decir lo importante que podría ser esta conexión. En mi país natal he conocido a abades cistercienses y perfecti cataros salidos del mismo tronco. He conocido a primos que se habrían matado entre sí por un quítame allá esas pajas y primos que habrían dado la vida por sus primos. En una ciudad como Narbona, además, basta con que los parientes vivan en barrios o parroquias diferentes para que consigan evitarse.

Por otra parte, la conexión entre el sacerdote y el hereje podría ser tan lejana que no pudiera considerarse siquiera una conexión.

De todos modos, valdrá la pena tenerla en cuenta. Sejan Alegre me interesa. Si trabaja para la cancillería del arzobispo, quiere decir que no vive lejos del palacio de éste. En ese caso, podría tener algún beneficio en la catedral de San Justo, que está en la puerta de al lado. Y si Sejan Alegre tiene algún vínculo con la catedral, podría existir también un vínculo entre él y el hombre que he conocido esta mañana en el hospital de San Justo de los Pobres, de Narbona. ¡Quién sabe! En el nivel en que nos encontramos no podemos dejar ningún cabo suelto.

Por fortuna, la búsqueda no ha sido excesivamente larga. Aunque he estado ausente de mi tienda una mañana entera, igual podría haberlo estado todo el día; la visita a todos los hospitales de Narbona me llevaría un día entero. Había decidido descartar la leprosería de la ciudad, por lo menos durante un tiempo. Como se instalan fuera de las murallas, he pensado que era probable que mi presa trabajase en otro sitio. Debo confesar también que me sentía reacio a visitar una leprosería a menos que fuera ineludible. No son lugares propios para los débiles de corazón.

He iniciado la búsqueda cerca de la puerta de Narbona situada más al norte, es decir, el hospital de Santiago, con la intención de moverme hacia el sur y de llegar a San Pablo. El hospital de Santiago fue para mí una visión alarmante. No se me había ocurrido que, debido a la Pascua, estaría lleno a reventar, pero lo he comprobado al llegar y contemplar toda la masa de gente que desbordaba las puertas e invadía todos los huecos, lo que me ha hecho recordar que Santiago es sobre todo posada para peregrinos y que éstos suelen ser numerosos en Semana Santa.

No estoy en condiciones de hacer una estimación, ni siquiera vaga, del número de personas que buscan cobijo en Santiago. De haber querido contarlas, el movimiento incesante me lo habría impedido. Todos los bancos y mesas de la nave de entrada estaban ocupados por figuras arrebujadas: personas durmiendo. Familias enteras, algunas con niños, acampaban en los rincones. He visto a uno o dos ocupantes de estos espacios que me han parecido muy pobres; también a una vieja de rostro ceniciento, derrumbada contra el muro, con aspecto de cansancio y la boca abierta, y a un hombre temblando a causa de la fiebre. Con todo, la mayor parte de los que ocupaban el vestíbulo de entrada tenían un aspecto saludable.

Los enfermos y moribundos habían sido confinados en un par de dormitorios comunes de forma alargada en los que reinaba una gran agitación. En la más grande de estas dos estancias se concentraban la mayoría de los acompañantes, entre ellos muchos hermanos legos. He reconocido a dos miembros de la asociación benéfica conocida como las Buenas Obras de los Blancos. También he visto a un hombre que llevaba una jarra de agua vestido como un terciario franciscano, aunque dudo que lo fuera (puesto que los terciarios franciscanos suelen terminar estos días en la hoguera) y otro que llevaba el hábito de la orden del Santo Espíritu. Un cura de San Sebastián musitaba unas oraciones junto al lecho de un moribundo, mientras un individuo laico que iba muy despeinado, pero elegantemente ataviado, lo estaba sangrando con grave eficiencia; de vez en cuando se paraba un momento para soltar una regañina al muchacho de aire remilgado que sostenía la jofaina.

Sin embargo, ninguno de los acompañantes allí congregados era el hombre que ayer me había seguido. Tampoco lo he encontrado en el patio, donde se habían juntado muchos peregrinos exhaustos alrededor de una fuente y de la entrada de las letrinas. Aunque he dedicado un tiempo a abrirme paso entre tanto gentío, observando todos los rostros aturdidos, inquietos, confundidos, angustiados, cansados e infelices que he encontrado de camino, no he visto ni rastro del hombre que ando buscando. Tampoco me he tropezado con nadie que tuviera autoridad suficiente para darme el alto, si bien uno de los allí refugiados me ha pedido comida. Pero como me la ha pedido en francés, he hecho como que no lo había entendido y lo he abandonado a su suerte sin darle nada, ya que no he identificado a nadie de condición oficial a quien pudiera confiarle con alguna garantía mi dinero.

Mi parada siguiente ha sido en la casa de las Arrepentidas, que se encuentra muy cerca del hospital de Santiago. A diferencia del sitio anterior en el que he estado, en esta fundación me han negado la entrada. Después de informarse acerca de mi nombre y de mi oficio, una portera ha aceptado mi donativo, que he introducido a través de una rendija de la puerta principal. Aunque decepcionado, no me he dejado vencer por el desaliento. Dado que es un refugio que acoge a las prostitutas reformadas, en la casa de las Arrepentidas viven, como es lógico, sólo mujeres jóvenes y sanas. Está regentada por monjas y hermanas legas. No es el sitio donde sería normal encontrar a un hombre largo y desgalichado cubierto de vómitos y orina.