Así pues, he seguido adelante después de pasar por delante de San Sebastián, atravesar el mercado Viejo y seguir por la Rué Droite hasta la plaza Caularia. Aquí, poco antes de que la calle desemboque en la plaza, se levanta el hospital de San Justo de los Pobres, de Narbona, delante mismo de la catedral. Es más un hospital del cabildo que otra cosa, como he podido comprobar, así que he entrado. Está lleno de clérigos viejos, pobres, incontinentes y desdentados. Como nunca me había parado a considerar qué podía ser de los curas seniles del mundo, la visita al hospital de San Justo ha sido una total revelación para mí.
Aunque no me han puesto trabas para entrar, he descubierto que no podía irrumpir en el interior desde la calle, como en Santiago. El portero gordo y jovial (que podía no ser diferente del desabrido portero del priorato dominico) me esperaba al otro lado de la puerta una vez le he explicado qué me había llevado hasta allí, por supuesto dándole un nombre falso. Tal vez deba mencionar que este portero me ha soltado las palabras «palo torcido» en la breve conversación que ha mantenido conmigo. Creo que sus palabras exactas han sido:
– Pasad, pasad. Sentaos y poneos cómodo. Entre nuestros hermanos no encontraréis ningún palo torcido, ya que nos encanta recibir con los brazos abiertos a todo aquel que llama a nuestra puerta.
Las palabras me han alarmado al principio, pero no he tardado en comprender que no aludían a nada especial. Era evidente que no me reconocía ahora que yo lo había reconocido. Hasta he llegado a preguntarme si se daba cuenta realmente de lo que había dicho. Mientras lo miraba alejarse con andar tambaleante, he pensado para mis adentros: «No mereces ser tan afortunado, amigo». Pero he tomado buena nota mental. Es el segundo ex cátaro que identifico en los cuatro últimos meses.
En el tiempo que se tarda en rezar doce padrenuestros, se ha reunido conmigo un hermano lego que se ha identificado como el «lugarteniente del procurador». Seguro que mi promesa de entregar una limosna debe de haberlo atraído como la mierda a las moscas. Le he dicho a modo de explicación que Santiago no me había llamado particularmente la atención y que me habría gustado visitar su fundación antes de abstenerme de dar el dinero.
– Pero si quiero que mis pecados sean perdonados en esta Pascua -he añadido-, creo que me convendría destinar una generosa suma a los pobres. No quisiera, sin embargo, que se derrochara el dinero. Quiero que se le dé un buen uso.
Como mi intención ha parecido razonable al hermano Bongratia, me ha acompañado con tal presurosa y atenta solicitud a través del hospital que apenas me ha dejado tiempo para respirar. Como ya he observado, gran parte de la población del hospital está compuesta de ancianos cuya anterior ocupación podía deducirse por el número de los que se adelantaban a bendecirme a mi paso o murmuraban con aire ausente algunos latinajos al interesarme por su estado de salud. Ciertamente no era posible diferenciarlos por sus ropas, ya que hermanos y hermanas, independientemente de sus orígenes, llevan una vestimenta similar marcada con una cruz. Hay en la institución una enfermería con todas las de la ley, en la que desempeña su oficio un auténtico enfermero. Las letrinas son realmente impresionantes. Casi a la altura de las instaladas en los monasterios, están impecablemente limpias y en ellas circula el agua de continuo a fin de eliminar la porquería. Los pocos hermanos jóvenes que allí viven suelen ser lisiados o padecer alguna ligera demencia; he visto a uno afectado por una devastadora enfermedad y a otro que era ciego y que, para estupefacción mía, se encargaba de vaciar los orinales de los que no pueden ir a las letrinas por cuenta propia.
Ha sido en la enfermería donde he descubierto el objeto de mis pesquisas. Se ocupaba de desprender los vendajes del cuerpo de una persona ulcerada a causa de su larga permanencia en la cama. Enseguida he visto cuál era su utilidad. Sólo unos brazos fuertes como los suyos habrían podido sujetar a la persona que se retorcía y lamentaba y a cuya piel estaban dolorosamente adheridas las telas sanguinolentas y de cuyo débil intelecto no cabía esperar que se aviniese a persuasión de ningún tipo.
He observado en mi presa el perfil decidido de la mandíbula que tanto contrasta con sus ojos caídos de mirada brumosa. Después, me he alejado antes de darle tiempo a que me descubriera.
j-Hay que tener el corazón fuerte -he comentado al hermano Bongratia cuando nos hemos detenido un momento en el umbral-. A mí me sería muy difícil cumplir día tras día con esos deberes.
– ¡Ah, ese Loup se gana su sustento! -ha replicado mi acompañante en tono festivo-. Tenía un pie en la sepultura cuando lo encontramos, pero, como podéis ver, ahora sería capaz de levantar el doble de lo que pesa. Y, además, tiene piernas veloces. Y aquí está la bodega…
Así pues, el nombre de mi misterioso perseguidor era Loup. Es la suma total de lo que hoy he comprado para un dispendio que supera los trece sois. Por lo menos no me he visto obligado a visitar todos los hospitales de Narbona. Me complace particularmente haber eludido la leprosería.
He regresado a casa a tiempo para la segunda comida del día, que he recogido en la cocina. Estaba presente la mayor parte del clan Moresi, salvo, como es lógico, la anciana madre de mi inquilino. Aunque no se ha recuperado del todo del achaque sufrido, es evidente que se las ha arreglado para ir a San Sebastián, donde se aposenta normalmente en Semana Santa. Hugues ha tenido el detalle de ponerse de pie a guisa de saludo cuando me ha visto. Me ha instado a que me sentara junto a él a la mesa y ha apartado de un manotazo a su hija mayor para que me hiciera un hueco en el banco a su lado. Pero yo he declinado la invitación no sin darle las gracias. No tengo por costumbre comer con los Moresi. Compartir una comida con alguien invita a la familiaridad y yo prefiero guardar las distancias con los que viven en mi casa.
No me importa lo más mínimo que Hugues me tenga por orgulloso o poco sociable. Conozco su opinión porque su voz es mucho más penetrante de lo que él imagina. Puesto que lo que pienso de él es todavía menos halagador de lo que él piensa de mí, no me considero ofendido.
– No, gracias -he respondido a su cordial invitación.
Me sentía demasiado cansado para inventar una excusa, pero mi inquilino -que se encontraba de un humor extrañamente afable- se la ha inventado por mí.
– Me dice el chico que hacéis visitas de caridad a los hospitales -ha observado-. Algo que a mí me revolvería el estómago. Pero espero que os dignéis tomar por lo menos un cucharón de caldo o de leche.
– Me bastará con pan y lentejas -he replicado, aceptando una pequeña cantidad de ambas cosas de parte de la mujer de Hugues.
Martin se ha puesto en pie de un salto y se ha ofrecido a subirme las lentejas al piso de arriba. Su padre, entre tanto, ha continuado con el tema de los hospitales.
– De todos modos, antes preferiría dar limosna a los hospitales que a la Iglesia -ha dicho-. Si das una limosna a un monje o a un cura, se le va el dinero en llenarse la panza. Pero si das limosna a un hospital, por lo menos tienes la seguridad de que servirá para ayudar a los pobres, ahora que los cónsules de la ciudad administran nuestros hospitales.
Mi único refugio ha sido un gruñido, ya que no me sentía en vena de ceder al evidente deseo de Hugues de enzarzarse en un debate sobre los méritos de la Administración eclesiástica. Sus puntos de vista, de todos modos, no eran de los que merecen que se les dé aliento; una vez más, me han llenado de inquietud. Aun cuando Hugues no se comporta como un típico beguino, los sentimientos que expresa bastan a veces para llenarme de malestar.
Así pues, me he retirado saludándole con una inclinación de cabeza. Martin me ha seguido escaleras arriba hasta el taller. Yo ya me había servido vino previamente y tenía abierto el tarro donde conservo las almendras garrapiñadas. (Las almendras garrapiñadas son mi mayor debilidad, incluso en Cuaresma.)