– Toma -le he dicho a mi aprendiz dándole un puñado-i, toma unas cuantas.
– ¡Oh! -ha respondido haciendo una profunda aspiración-. Gracias, maestro.
– ¿Ha llamado alguien a la puerta hoy? ¿Algún sacerdote del palacio del arzobispo?
– No, maestro. -Me ha escrutado con expresión angustiada-. ¿Es eso bueno o malo?
– ¿A ti qué te parece?
Era una observación ociosa; además, probablemente, estúpida.
Pero el chico se la ha tomado en serio.
– ¿Es bueno? -se ha aventurado a decir. Y ha parecido aliviado cuando le he respondido:
– Naturalmente.
– La mayoría de los curas son malos -ha afirmado al tiempo que asentía, muy serio, con el gesto- porque visten ricos vestidos y beben el vino de la fornicación.
Por poco se me atragantan las almendras. Me he puesto a toser y a escupir y Martin me ha propinado unos tímidos golpecitos en la espalda.
– ¿Estáis bien, maestro? -ha dicho en cuanto ha cesado el paroxismo.
La verdad es que no estaba bien. Estaba horrorizado. Y sigo horrorizado.
Se me había caído el alma a los pies al ver a mi aprendiz, que me observaba con aire expectante, una ansiedad que parecía luchar con los recelos que reflejaba su rostro. Yo, por mi parte, estaba impávido. Estoy entrenado para adoptar esta máscara en momentos de consternación. Pero aquella mirada mía que yo soy incapaz de reprimir… Aquella mirada debe de haberlo puesto nervioso.
Se ha impacientado y ha mirado para otro lado.
– O sea que piensas lo mismo que tu padre -le he dicho por fin, procurando captar con mi mirada la suya, huidiza.
Cuando lo he conseguido, el chico se ha puesto colorado.
– ¿Mi padre? -ha repetido como un eco, pero después ha asentido con timidez-. ¡Oh, sí!
– A pesar de todo, irás a misa el domingo.
Estaba dispuesto a aclarar este extremo. Abstenerse de asistir a misa en Pascua es la manera más segura de identificarse como hereje ante los ojos del mundo.
– Sí, maestro -me ha replicado Martin-. ¿Pensáis que… no debería ir?
– ¡Pues claro que debes ir! ¿Te he dicho yo que no vayas?
– No…
– Hay curas buenos y hay curas malos. Esto no tiene ninguna importancia. Dios los juzgará a tenor de sus pecados.
– ¿Os referís a cuando… la Iglesia carnal sea destruida?
Me he caído sentado de golpe. A veces me fallan las rodillas. Me fallan cuando no me falla la expresión de la cara.
– Anda, vete -le he dicho-. Ve a tu casa a terminar de comer.
– Maestro…
– Que te vayas.
– ¿Estáis enfadado conmigo?
– No.
– Si he dicho alguna cosa que no está bien…
– Más tarde hablaremos, ahora no. -He suspirado profundamente-. Vete ya. Se te enfría la comida.
Por fin se ha ido, no sin lanzar furtivas miradas hacia atrás. Con todo, ni en la expresión ni en la actitud me he delatado. Hasta que he oído el golpe de la puerta que da a la cocina al cerrarse no me he permitido el lujo de cerrar los ojos y arrellanarme en la silla.
Desde entonces no he dejado de cavilar. No he dejado de darle vueltas. ¿Será beguino ese inquilino mío? Aunque sus anteriores observaciones acerca de los curas codiciosos pueden explicarse (pero no, por supuesto, excusarse), la referencia de su hijo a la Iglesia carnal los marca a los dos igual que una cruz amarilla.
¿Tan tonto he sido? ¿He compartido mi casa, sin saberlo, con un hereje todos esos últimos años? ¿Es la herejía la verdadera causa del carácter violento de Hugues?
Por supuesto que yo no estaba tan familiarizado con la herejía beguina como después de hablar con Bernard Gui. Había observado la sencillez con que vestía Hugues, pero lo atribuía a lo humilde de su ocupación y a que se gastaba mucho dinero en vino. ¿Cómo es posible que un beguino auténtico sea un borracho habitual? A menos, claro, que lo de las borracheras no sea más que una tapadera y que el tiempo que él dice pasar en la hostería de la Estrella lo dedique en realidad a frecuentar la compañía de otros beguinos. ¿La de Na Berengaria, por ejemplo? Ella vive cerca de la hostería de la Estrella.
Juraría, sin embargo, que Hugues está de veras borracho cuando vuelve a su casa dando traspiés dispuesto a pegarle una paliza a su mujer. Además, tampoco he oído nunca, pese a su voz estentórea, que hiciera referencia a Pierre Jean Olivi, a san Francisco, a Berengaria ni a nadie que tenga que ver con beguinos.
No sé qué pensar.
Pero como Hugues sea beguino, reconocido como tal por otros beguinos, sus hijos están condenados. Han bebido veneno directamente de la boca de su padre, como me ocurrió a mí hace tantísimo tiempo. Quise ganarme el favor de los demás imitando simiescamente a mis parientes cuando les oía mentir o haciendo diligencias para aquellos embusteros. Plugo a Dios que me extraviara a causa de mi desesperada necesidad de encomio.
A Martin le ocurre lo mismo. Haría lo que fuese para ganarse, aunque fuera a regañadientes, la aprobación de su padre. Vendería hasta su alma, igual que hice yo. Si Hugues es acusado alguna vez de herejía, Martin también será sometido a interrogatorios y le habrá llegado su final. Consumirá su juventud en la torre Capitolina o en algún lugar parecido. Tendrá que soportar por la noche la compañía de las ratas. O las atenciones brutales de los carceleros. O cosas peores.
Pero todas estas suposiciones no conducen a nada. Tengo que pensar de forma lógica. Todo irá bien si Hugues no sabe nada de Na Berengaria y su círculo. Y así debe de ser, puesto que no he visto ningún indicio que me demuestre que existe relación. Martin no conocía a Berengaria ni a Guillelma el día que vinieron aquí. En los últimos cuatro años no he visto una sola vez que Blaise, Guillaume, Perrin o Berengar Blanchi visitaran esta casa bajo ningún pretexto. Imbert estuvo aquí, pero fue para tratar conmigo.
Si Hugues es beguino laxo (como deben de ser los borrachos habituales) tal vez no frecuenta la compañía de los beguinos serios, que son los que yo he conocido. Tal vez observa el culto a sus creencias en completo aislamiento. Y a lo mejor las airea ocasionalmente en la hostería de la Estrella, donde puede tener algún amigo de mentalidad parecida. Si éste fuera el caso, el asunto no me atañe. El camino que sigo entronca a Berengar Blanchi con Imbert Rubei y con Berengaria Donas. Hugues está fuera de la red. No cuento con ninguna prueba que demuestre que ha estado dentro alguna vez, dentro de ella, y quiera Dios que no encuentre nunca ninguna. Después de todo, ¿qué sé? Pues tan sólo que su hijo ha usado las palabras «Iglesia carnal». Tal vez Hugues haya empleado alguna vez esa expresión al despotricar contra los diezmos. O que le llamara la atención hace años, cuando la tumba de Pierre Olivi fue objeto de veneración y se conmemoraba el aniversario de su muerte con festejos, ofrecimientos votivos e inflamados sermones a cargo de frailes espiritualistas fanáticos.
No debo prestar alas a mi imaginación. No debo permitir que mis temores enturbien mi discernimiento. Tal como están las cosas, Martin continúa estando a salvo. De todos modos, antes de empezar a preocuparme por él, debería averiguar si en el círculo de Na Berengaria conocen a su padre. La próxima vez que lo vea salir camino de la hostería de la Estrella, tengo que seguir a Hugues.
Esto me ayudará a aclarar mis dudas.
¡Tengo tantas cosas pendientes! Tengo que descubrir por qué Loup me ha estado siguiendo. Tengo que descubrir si la conexión entre Sejan Alegre y Berengar Blanchi tiene alguna importancia o si se trata de una mera coincidencia. Tengo que averiguar el paradero de Jacques Bonet, localizarlo vivo o muerto. Y tengo que saber si mi aprendiz corre realmente algún riesgo.