Pero antes que nada, tengo que tranquilizarme.
Cuando alguien deja que las emociones gobiernen su cerebro, se ve incapacitado para hacer algo útil.
XV
De ahora en adelante pisaré con mucho, muchísimo cuidado; de lo contrario, cada paso que dé podría ser el último.
He dejado trabajo a Martin para todo el día. Se ocupa de raspar pergaminos. No ha puesto objeción alguna. Mi intención era apartarlo de su padre. Lo primero que le he preguntado cuando ha entrado en el taller ha sido dónde estaba su abuela, pregunta a la que ha reaccionado mirándome con gran sorpresa.
– Está sentada al lado del fuego. En la cocina -ha dicho.
– ¿Irá hoy a la iglesia?
– Quizá. -Se ha encogido de hombros-. Irá el viernes. Me lo ha dicho ella.
– Pues la próxima vez que vaya, Martin, debes acompañarla.
Ha parpadeado y su boca ha formado al abrirse una «O» perfecta.
– Tu abuela da mucho mejor ejemplo que tu padre -he proseguido tratando de no sonar pomposo-. Tu padre se equivoca cuando abomina de los curas y de los obispos. Ninguno de nosotros puede juzgarlos, porque ésta es una tarea que corresponde a Dios. Nosotros debemos preocuparnos de nuestros propios pecados, porque tenemos de ellos plena responsabilidad.
Mi aprendiz me ha escuchado con una expresión de lo más peculiar pintada en el rostro. Al principio me ha parecido que estaba confundido. Después ha torcido la boca, se le han encendido las mejillas y ha dirigido la mirada al suelo.
– ¿Has oído lo que te he dicho? -le he preguntado anhelando oír su respuesta-. Me ofende que tu padre hable sin la debida consideración delante de su propia familia. Esa actitud de desafío no puede reportarle nada bueno. Yo no tengo ninguna queja contra la Iglesia y no creo que tampoco a ti te haya ofendido en nada. ¿O sí?
Me he quedado a la espera, pero Martin no ha respondido. He inclinado la cabeza y he descubierto que parpadeaba tratando de esconder las lágrimas.
Me he quedado estupefacto.
– ¿Qué te pasa? -le he dicho-. ¿Qué te preocupa?
Ha negado con la cabeza y ha rehuido mi mirada.
– ¿Te duele que hable de tu padre en estos términos? -he insistido.
El ha negado con el gesto.
– ¿Tienes alguna queja de algún sacerdote en particular?
– No, maestro.
– Entonces, ¿qué te ocurre? Ven y cuéntame.
Creo que me habría obedecido si de pronto su mirada inquieta no hubiera sorprendido la calle desde la ventana. Al ver dibujarse una mueca en su rostro, he mirado yo también.
Hugues Moresi se alejaba por el camino del Muñón en dirección a la calle de Sabatayre.
– ¡Ah! -he exclamado al tiempo que fijaba de nuevo mi atención en el muchacho-. ¿Adonde va tu padre? ¿A la hostería de la Estrella?
Ha asentido con el gesto y me ha mirado con expresión de tristeza. Sin duda ya veía la tanda de palos que le esperaba al final del día. Si no para él, para su madre.
– No sabes cuánto lo siento, Martin. -No podía decirle otra cosa-. Puedes quedarte aquí, si quieres. Todo el tiempo que quieras. Aparte de esto…
Aparte de esto, no tenía nada más que ofrecerle. Aunque la ley me ampara si quisiera echar a Hugues de mi casa, no estoy facultado para interponerme entre marido y mujer.
Martin lo comprende. Ha vuelto a asentir con la cabeza con expresión todavía más desconsolada que antes y ha carraspeado. He adelantado alguna observación ilustrativa sobre su padre: sobre sus creencias, su violencia y hasta de la condena que hace de mí. Pero me sentía disgustado.
– ¿Qué pieles tengo que raspar, maestro? -ha sido todo lo que ha dicho Martin.
He respetado su reticencia. ¿Por qué no? Tampoco yo tengo fama de persona abierta.
Aparte de esto, si él conoce los secretos de su padre, es lógico que no quiera divulgarlos. A no ser que exista una buena causa.
Así pues, sin añadir nada más, le he ayudado a sujetar una piel en el bastidor antes de salir del taller con la vaga excusa de que debía ir a pagar una deuda. Pero en realidad me he dirigido a la hostería de la Estrella. Quería comprobar si Hugues Moresi pasa allí tanto tiempo como quiere darnos a entender. Hace mucho tiempo que aprendí que no hay que dar nada por sentado.
La hostería de la Estrella está tan cerca de la iglesia de San Sebastián que, a veces, mientras uno va trasegando generosas raciones del excelente vino local, oye cantar a los canónigos.
Entre el mercado Viejo y el hospital de Santiago tampoco hay un gran trecho, debido a lo cual a la hostería no le faltan nunca clientes, ni siquiera en Semana Santa. Al llegar al establecimiento esta mañana, me ha sorprendido el bullicio que reinaba alrededor. Varios caballos aguardaban pacientemente en la calle y eran objeto de inacabables negociaciones. Había un juglar sentado que se ocupaba en afinar su instrumento. También había mendigos pululando. Y perros revolviendo la basura. Y peregrinos que hablaban de la cotización de sus monedas extranjeras.
Hugues Moresi se había sumado a una mesa muy concurrida en la que se jugaba a los dados, pese a que me parece que en Semana Santa está prohibido el juego. Sin duda que él y sus amigos disfrutan de tolerancia en la cuestión debido a sus repetidas y regulares visitas al establecimiento. Por algo estaban instalados en la mejor mesa y disponían de un generoso suministro de comida, además de bebida. Me ha bastado una mirada a Hugues para convencerme de que no tenía intención de abandonar el asiento en un futuro inmediato. Tenía todo el aire de quien se siente perfectamente satisfecho con su suerte.
También poseía todo el aire de quien se encuentra como en casa. Le he oído dirigirse a una de las camareras por su nombre y le he visto dar una palmadita en la mejilla sin afeitar del hostelero y bromear con él. Son familiaridades a las que, en un establecimiento de esa clase, sólo se llega gracias a una fiel y persistente frecuentación.
Tras observar desde atrás el pelotón de ruidosos curtidores, he llegado a la conclusión de que Hugues no es un beguino de tipo corriente. Y he dudado también de que pensara visitar a Berengaria Donas. Por las trazas, no he visto en él otra indicación de nada que no fuera la firme decisión de emborracharse, jugar a dados y charlar con sus amigos sobre las excelencias del vino de importación.
No creo que el círculo de Na Berengaria tolerase esta clase de conductas.
Por consiguiente, me he apartado de la proximidad inmediata de la hostería y me he dirigido hacia la calle de Sabatayre. Naturalmente, de camino tenía que pasar por delante de la casa de los Donas; por segunda vez en esta misma mañana he procurado hacerlo sin llamar la atención de los que viven en la casa. Me ha dado la impresión de que la tienda estaba abierta, aunque a medias; los postigos de la planta baja estaban retirados en parte y la puerta entornada. En el interior había movimiento. No he podido ver otra cosa que una atmósfera indistinta de formas oscuras, envueltas en sombra, desde el otro lado de la calle donde yo me encontraba. He captado, sin embargo, que alguien estaba a punto de abandonar la tienda. Se han confirmado mis sospechas cuando hasta mis oídos ha llegado un débil adiós que me ha hecho mirar por encima del hombro para ver quién salía y procurar, al mismo tiempo, que mi puesto de observación quedase protegido por una pareja de mujeres enormes que, suspendido un momento su trabajo y con las escobas en ristre, intercambiaban insultos.
Podrá imaginarse cuál ha sido mi sorpresa cuando he reconocido a Berengar Blanchi.
Si ha descubierto mi cara, para él no ha sido reveladora. La ultima vez que nos encontramos, yo iba disfrazado de mendigo ciego; hoy iba vestido con propiedad y mi ropa era de tonos apagados y de apariencia discreta. En cualquier caso, no es hombre que retenga rostros. Tiene la mirada volcada hacia dentro, como he podido observar cuando, ávido de descubrir hacia dónde dirigiría sus pasos a continuación, me he dispuesto a seguirlo. Sólo un ciego o un visionario se habría lanzado tras aquel cerdo amarrado.