No es preciso decir que no he dado una vuelta en redondo y me he lanzado tras él como un lebrel de caza. De haberlo hecho, habría tenido que pasar por tercera vez esta mañana por delante de la tienda de los Donas dejándome ver por sus ocupantes, que tal vez estaban observando a Berengar Blanchi mientras se alejaba. En lugar de eso me he arriesgado a perder a mi presa metiéndome en una calleja poco transitada que discurre paralela a la Rué Droite, con la esperanza de que él fuera camino del Bourg y de que no daría ningún rodeo inesperado antes de llegar a la plaza Caularia.
Por suerte, mi suposición ha sido acertada. Al enfilar la travesía siguiente en dirección a la Rué Droite, me he encontrado a pocos pasos detrás de Berengar y me he demorado un momento en la esquina (fingiendo que se me había metido una mota en un ojo) a fin de aumentar un poco la distancia entre los dos. No es que me hubiera visto. Estaba ajeno a cuanto lo rodeaba y a punto ha estado de sorprenderme como consecuencia. A medida que hemos ido acercándonos al puente que lleva al Bourg, ha sido como si algo penetrase la niebla de abstracción que lo cegaba. Se ha sobresaltado y ha dado media vuelta en redondo como si advirtiera de pronto que había sobrepasado el lugar al que se dirigía.
El giro repentino me ha cogido por sorpresa. No me ha dado oportunidad de esconder la cara, expuesta directamente a su mirada. Por fortuna, nada de mi aspecto le ha llamado la atención; su mirada oscura y, sin embargo, luminosa ha resbalado sobre mí como tratando de identificar el sitio exacto donde se encontraba e ignorando a las personas a favor de los edificios. Después ha dado marcha atrás en una especie de torpe medio galope a través de la puerta de Alquiere; al pasar junto a mí casi me ha rozado el hombro.
Ha sido un momento de desaliento. No me cabe la menor duda de que, al girar tan bruscamente sobre sus talones, Berengar ha llamado forzosamente la atención de cualquier observador ocasional. Imitarlo me habría hecho absurdamente sospechoso. Así pues, he tenido que seguir adelante. No tenía más remedio que cruzar el puente sin parar un momento de maldecir mi suerte para mis adentros.
Hasta que he llegado a la puerta que da acceso al Bourg no me he sentido suficientemente a salvo para desandar mis pasos. Me he dado una palmada en la frente para demostrar al mundo en general que había olvidado algo importante. He regresado a la Cité a paso vivo; esperaba contra toda esperanza que Berengar Blanchi siguiera en la plaza Caularia.
Me ha pasado por las mientes la idea de que toda aquella maniobra podía obedecer a una táctica deliberada para eliminarme del panorama. Era, sin duda, lo que yo habría hecho de haber estado en el sitio de Berengar. Pese a todo, no estaba convencido del todo. Nada en sus maneras me había indicado que vigilara mi presencia. De otro modo, se habría vuelto a mirar. Aunque fuera una sola vez, simplemente para saber dónde me encontraba. Me había figurado que podía hacerlo aun cuando ha dado un traspié en un hoyo delante de la capilla de Belén. Yo esperaba que me dirigiera una mirada, una mirada fugaz. Pero no ha mostrado el más mínimo interés por lo que tenía detrás, delante o al lado y ha proseguido su camino acelerado como si no se hubiera magullado los dedos del pie.
He explorado la bulliciosa plaza a mi regreso del puente y no he descubierto ni rastro de él. Sabía que no podía quedarme allí parado mirando a la gente sin una excusa plausible. Por eso me he acercado a la entrada del palacio del vizconde, donde suelen congregarse muchos pedigüeños, mendigos, mercenarios y ancianos ociosos que pasan horas sentados a la sombra, a la espera de que alguien les ordene algo o dedicándose simplemente a ver desfilar el mundo. Es frecuente también que la gente se dé cita en ese punto. Es habitual la gente ociosa que cotillea con los guardas o se demora debajo de la marquesina de una tienda próxima contemplando la fruta expuesta o los objetos de cuero. Por consiguiente, al buscar un sitio en la torre Morisca y volcarme a observar la multitud que allí se arremolinaba haciendo como si buscara a alguien, no me he visto sometido a ningún escrutinio inconveniente. ¿Por qué habría debido llamar la atención si había por lo menos media docena de hombres ocupados en lo mismo?
En un primer momento, no he visto a Berengar. No estaba en la plaza. Ya iba a aceptar mi derrota cuando mi mirada se ha perdido en dirección al palacio del arzobispo, que está enfrente mismo de la residencia del vizconde, al igual que el propio arzobispo está directamente enfrentado al vizconde. Al mirar la cavernosa entrada que se abre al patio del palacio, he observado a dos hombres que estaban hablando. Uno era un guarda, revestido de cierto barniz arzobispal; el otro era Berengar Blanchi. Después de una breve conversación, durante la cual el interlocutor de Berengar ha señalado con el dedo la catedral, los dos hombres se han separado. Berengar se ha encaminado hacia San Justo. Lo he visto desaparecer a través de la puerta sur antes de darme tiempo a parpadear. Pero tampoco entonces lo he seguido.
A decir verdad, me he sentido desprotegido. Me ha parecido ominoso que nada menos que Berengar Blanchi acudiese al palacio del arzobispo en busca de información. ¿Qué razón podía empujar a un devoto beguino a hacer tal cosa? A menos que deseara establecer comunicación con su primo Sejan, tal vez para inquirir sobre algo que podía guardar relación con su visita a Berengaria Donas.
Todavía me parece sentir el estremecimiento que ha llegado hasta mis entrañas en ese momento. Tuve esa misma reacción instintiva hace nueve años, en el monte Vezian, cuando aquel falso leñador empuñó el hacha. Después de la primera oleada de pánico que he sentido en mis venas, he notado que se remansaba en una repentina calma glacial que me ha obligado a actuar con deliberación más distante pero a la vez más implacable. Sé exactamente qué hay que hacer y lo hago. Pero lo único que me mueve es mi voluntad. No puedo recurrir a emoción de ningún género. Todos mis miedos, deseos, iras, todas mis conmiseraciones personales quedan arrumbadas rápidamente a la espera de que llegue un tiempo en que tenga la disponibilidad necesaria para entregarme a mis sentimientos.
Así pues, en un estado de intensa pero serena resolución, he abordado al asistente del arzobispo, quien ha vuelto a ocupar la que debe de ser su posición habitual junto a la puerta. En tono de voz perentorio, le he comunicado que estaba buscando a mi amigo Berengar Blanchi. He añadido que Berengar me había dicho que nos encontraríamos en el palacio del arzobispo. Era un hombre alto, delgado, de ojos grandes y castaños y de manos rudas, y que hablaba de una manera algo precipitada. Iba vestido de gris oscuro de pies a cabeza.
– ¡Ah, él! -ha exclamado el guarda como aburrido-. Hace un momento estaba aquí. Se acaba de marchar.
– ¿Por qué?
– Pues porque el padre Sejan no trabaja hoy aquí. -Ha hecho un gesto de indiferencia-. He dicho a vuestro amigo que preguntara en San Justo.
Con una inclinación de cabeza, le he dado las gracias. Después me he dirigido a la catedral, edificada a medias, aunque no con intención de buscar a Berengar Blanchi. Lo único que pretendía era convencer al guarda del arzobispo de que deseaba realmente ver a mi amigo. De haber tomado otra dirección, podía haber despertado sus sospechas y hacer que se preguntase qué andaba buscando realmente.
En realidad, yo intentaba evitar a Berengar. Pese a que me moría de ganas de sorprender su conversación con Sejan Alegre, sabía perfectamente que todo intento de pescar algo de ella estaba condenado al fracaso. Incluso en la polvorienta y ruidosa nave de la catedral, seguro que el cura me vería y me reconocería. Y si fuera en el claustro, todavía me sentiría más desprotegido. Si por lo menos pudiera disfrazarme con un hábito, tendría más posibilidades. Pero ningún laico, por insignificante que fuese, pasaría inadvertido en el barrio de los canónigos.