Por eso me he saltado San Justo y me he apresurado a volver a casa. No pensaba en otra cosa que en encontrar refugio en mi taller. Aunque tranquilo externamente, cada vez me sentía más agitado. Me parecía que tenía que existir una razón obvia para que Berengar Blanchi fuera a ver directamente a su primo al salir de casa de los Donas.
Si ellos estaban enterados, ya podía pedir ayuda a Dios.
Al llegar a casa, me he concedido un rato de reflexión antes de enfrentarme con Martin. No quería que observase nada extraño en mi apariencia. Por tanto, me he demorado un momento al pie de la escalera y he hecho unas aspiraciones profundas mientras me desataba la capa. Recuerdo que me he sentido exhausto de pronto, casi incapaz de abordar los peldaños de la escalera.
He subido finalmente y, ya arriba, me he encontrado a mi aprendiz, que me ha saludado con aire preocupado. Debo reconocer que no subo nunca tan despacio la escalera.
Eso, por lo menos, es lo que me ha dicho.
– ¿Os encontráis mal? -me ha preguntado.
Le he respondido moviendo negativamente la cabeza.
– No, claro que no.
Algo en el tono de voz con que le he hablado lo ha hecho desistir de hacer más preguntas.
Ha vuelto a su trabajo y yo he procurado atender al mío. Pero me sentía incapaz de concentrarme y puede decirse que he estropeado prácticamente una buena piel de cerdo. He acabado por bajar a la bodega y encerrarme en ella, lejos de la inquisitiva presencia de Martin.
Tenía que pensar.
¿Y si el padre Sejan es amigo de los beguinos? ¿Y si él y su primo están en buena armonía? Si tal fuera el caso, podría haber estado en contacto con Jacques Bonet a través de Imbert Rubei, amigo de Berengar Blanchi. Cualquiera que conozca a Jacques Bonet, aunque sea remotamente, habría identificado su descripción en el informe del arzobispo.
El padre Sejan podía haberse preguntado: ¿por qué busca el arzobispo un cadáver que se parece a Jacques Bonet? ¿Por qué ha de enviar información sobre esta búsqueda a un humilde fabricante de pergaminos?
Aunque Jacques siga vivo, yo corro grave peligro. Aunque en Narbona no haya un solo beguino que sepa que Jacques era un agente inquisitorial, debe de ser obvio, por lo menos para el padre Sejan, que yo no soy quien digo ser. ¿Por qué otra tazón Germain d'Alanh, el inquisidor arzobispal, me enviaría detalles sobre un beguino desaparecido a instancias del arzobispo?
A lo mejor el padre Sejan pidió a su primo que avisara a Berengaria Donas y que hiciera averiguaciones. A lo mejor es lo que ha hecho esta mañana su primo y se ha detenido para comunicárselo a Sejan cuando iba camino de su casa. A lo mejor toda la población beguina de Narbona está ahora discutiendo animadamente sobre la manera de desembarazarse de mí.
No, no. Esto es una locura. Me estoy excitando demasiado. No pienso con claridad. Debo dejar que se asiente lo que sé, hecho por hecho, y estudiar la secuencia lógica.
Las personas siguientes se conocen todas entre sí: Berengaria Donas, Imbert Rubei, Berengar Blanchi. Sejan Alegre es primo de Berengar Blanchi y sabe que estoy interesado en el cadáver de Jacques Bonet. Es posible que Sejan conociera a Jacques Bonet. Por consiguiente, es posible, aunque no seguro, que informase a Berengar Blanchi sobre lo que me interesa.
Por otro lado, puedo equivocarme. Tal vez Sejan no haya conocido a Jacques Bonet. Tal vez no simpatice con las creencias de su primo. La visita de su primo a casa de los Donas podría haber sido una mera coincidencia. Como se acerca el Domingo de Pascua, es muy posible que él y Na Berengaria se hayan visto simplemente para hablar del estilo beguino más apropiado de celebrar la fiesta.
Y después, ya que estaba en la Cité, a Berengar se le puede haber ocurrido visitar a Sejan.
¿Qué explicación es la más probable? No lo sé. Ni importa. Lo que importa es averiguar si estoy bajo sospecha.
De otro modo dejo que mi vida esté en riesgo si el domingo voy a casa de Na Berengaria sin protegerme.
XVI
Anoche dormí muy mal, me acosaron las pesadillas. Al parecer, jamás podré escapar a los años que pasé en el Toulousain y en la montaña. Me acecharán siempre, de la misma manera que tengo presente constantemente al hombre que maté.
Hace mucho tiempo, una vez -era primavera-, iba yo camino de Cataluña a través de un camino de pastores. Todavía hacía mucho frío, pero el sol prometía calor. Los valles estaban llenos de flores y en las alturas nacían brotes de verdor. Yo era joven y más propenso a sentirme libre de cuidados. También tenía las piernas más fuertes y el ánimo más abierto a las influencias exteriores. Recuerdo que silbaba mientras caminaba, solo, entre cumbres coronadas de nieve. Mi capa nueva de piel de oveja completaba mi felicidad.
De pronto llegó hasta mí un efluvio nefando que manchó el frescor de la brisa. Cuanto más caminaba, peor era el hedor. A medida que iba acercándome al punto de origen, la bruma verde de la vegetación nueva adquiría a mis ojos un aspecto malsano y los pájaros cantores dejaban de deleitarme. Una ponzoña sutil envenenaba la gloria de Dios y la transformaba en ceniza y putrefacción. Por fin, al encaramarme a un gran peñasco, me enfrenté a la fuente de la corrupción y entonces tuve que volverme y vomitar.
En aquel camino alto y solitario había un cadáver clavado a una cruz. Era un cadáver antiguo, que estaba allí desde antes del invierno. El tiempo y la escarcha lo habían ennegrecido y estaba suspendido sólo por un brazo, ya que los tendones del otro, expuestos a la intemperie, se habían desprendido del clavo o la cuña empleados para afianzarlo. No lo examiné de cerca. Ignoro si era el cadáver de un hombre o de una mujer. Sólo vi unos dientes al descubierto, las cuencas vacías de los ojos y los cabellos o jirones de ropa ondeando con la brisa. Eché a correr, víctima aún de arcadas. Vomité y recé con igual fervor. Y me hice cien cruces en el pecho.
Desde entonces, me he visto incapaz de disfrutar del más simple de los dones de Dios sin una vaga y turbadora sensación de angustia. Se me antoja que una buena comida encierra la amenaza de hambre, que un día de paz no es más que un preludio de guerra. En cuanto a la vida misma, ¿qué es sino la antesala de la muerte? Vivo siempre dominado por esta convicción irreductible. Todos debemos vivir con ella. He oído una y otra vez a los curas advertirme de que la muerte es la única certidumbre de la vida. (Por tanto, debemos prepararnos para la eternidad.)
Y sin embargo, me siento incapaz de enfrentarme a la muerte con resignación. Pierdo el sueño, la concentración, el apetito. El cerebro me funciona en estado de fiebre. Me paso la noche paseando de aquí para allá como una fiera enjaulada. Aunque ofrezco a los demás una fachada impenetrable, dentro de mi cabeza bullen los pensamientos y parece que el corazón me golpea las costillas tratando de escapar.
Son síntomas de indecisión; de indecisión y de inactividad. En cuanto tengo un plan y puedo llevarlo a cabo, los síntomas se mitigan. Eso me ha ocurrido esta mañana. Después de una noche intranquila, me he enfrentado a un día más sereno. Y todo porque había decidido lo que haré.
Una vez más, he dejado trabajo a Martin. Lo he hecho simplemente porque me preocupo por él, porque esto le brinda un refugio. Pero no a mí. Me siento incapaz de entregarme plenamente a especulaciones estratégicas porque Martin me observa como el marinero observa el cielo. Cada movimiento, cada suspiro, cada cambio en el aspecto de mis rasgos se convierten en blanco de su más cuidadosa atención. Hace meses, la primera vez que vi que lo hacía, pensé que lo movía el miedo y que me observaba igual que observa a su padre, atento a la amenaza de una próxima borrasca. Después pensé que quería complacerme anticipándose a mis deseos y cambios de humor. Pero ahora tampoco de eso estoy seguro. Quizá me observa con la única finalidad de observarme, sólo porque yo le he inculcado el arte de observar.