Ya no me abre su rostro como las margaritas se abren al sol. Esos ojos castaños ya no son tan transparentes que dejen ver sus profundidades. Allí hay ahora algo, una sombra. Una mancha oscura. Un titubeo, si se quiere, como el que debe sentir toda alma sincera cuando se ve forzada a la simulación.
Retiene algo. De eso estoy seguro. Pero no es algo de lo que esté totalmente avergonzado, porque percibo en él una excitación oculta. ¿Podría tratarse de la herejía de su padre? (Dios no lo quiera.)
Sea lo que fuere, no constituye una amenaza, para mí. No en lo que a él respecta. El no me traicionaría, no lo haría voluntariamente. Esta mañana, cuando le he dicho que iría con su familia a la misa del domingo, su sonrisa ha iluminado todo el taller. No descubro rastro de falsedad en esa sonrisa. Me ha hecho feliz, aunque también he sentido un casi imperceptible alfilerazo de inquietud.
Mi principal objetivo al acompañar a la familia de Hugues no estriba en compartir con mi aprendiz la alegría del culto cristiano. Mi intención es ver si Hugues tiene la costumbre de rezar sentado y con la cabeza vuelta hacia la pared más próxima. Nunca me he fijado en él en la iglesia. Creo que sería interesante hacerlo ahora.
En cualquier caso, no debo permitir que Martin me avergüence con su inocencia. No puede existir vergüenza en la persecución de la herejía persistente. Lo sé. Mi maestro me lo había asegurado muchas veces. En una ocasión me agarró por la barbilla y me escrutó el alma con los ojos, forzándome a derribar los escasos restos de resistencia que me quedaban.
– ¿Qué sabemos tú ni yo del plan de Dios? -me dijo-. ¿Qué sabemos del juicio que nos espera ante su trono? ¿Qué prefieres, traicionar a Dios o traicionar tu corazón? No es lo mismo, Helié. No caigas en ese error.
Nunca he caído en él. Y que Dios permita que nunca caiga en él. Si me mantengo fuerte, podré soportar incluso la pena impuesta cuando la voluntad de Dios y la inclinación del corazón sean divergentes; pero esto me agota.
Cuando vine a Narbona, había pensado que evitaría toda relación y viviría como un ermitaño, libre de toda ocasión susceptible de vergüenza o desesperación. Una vez más, mi vida vuelve a ser fuente de conflicto secreto y me atormenta la responsabilidad del bienestar de otra persona.
Tenía que haber sabido de antemano que no encontraría refugio. Un lugar seguro no es más que la antecámara del peligro incesante. Hasta el terreno más firme no es más que una fina capa de hielo que puede ceder en el momento más impensado.
He dejado trabajo a Martin, como he dicho antes. Y he dejado que vigilara mi casa después de que las campanas tocaran la hora tercia en los claustros. Entonces he dejado a un lado el yeso y le he dicho:
– Martin, tengo que salir un rato. Mientras yo esté fuera, no abras la puerta a nadie, sea quien sea, ya se trate de un laico o de un clérigo, de un hombre o de una mujer. ¿Entendido?
– Sí, maestro.
He sido demasiado taxativo; lo he visto en su expresión de alarma. Le he sonreído, pero la sonrisa ha llegado demasiado tarde. Por eso he hecho entonces una cosa tonta.
Le he dado una palmada en la mejilla.
Como no lo había tocado nunca, no habría podido hacer nada que lo alarmara más. El terror le ha saltado a los ojos. Lo he visto claro. Sabe Dios por qué me habrá dado ese impulso tan estúpido. ¿Me figuraba, quizá, que así lo tranquilizaría? ¿O es que el temor de lo que el día pudiera depararme me ha inducido a tributarle esa pequeña manifestación de afecto, por si no volvía a presentarse otra oportunidad? (Aunque también esto, yo lo sabía, era un resultado improbable.)
Hasta para mí son confusas mis intenciones. Todo cuanto sé es que el gesto tenía intención de tranquilizarlo y ha surtido exactamente el efecto contrario.
– Maestro -ha exclamado-. ¿Adonde vais?
– Sólo a visitar a un amigo -he replicado
– ¡No! ¡No vayáis! No si… -Se ha reprimido.
– ¿No si qué?
– Pues… que debéis andaros con cuidado.
– ¿Que debo andarme con cuidado? -La mirada brusca que le he dirigido lo ha hecho vacilar-. ¿Por qué lo dices?
– ¿Por qué parecéis preocupado?
Me lo ha formulado como una pregunta, aunque no lo era en modo alguno. Sólo era una observación.
Me ha cogido por sorpresa.
– ¿Qué te hace pensar que lo estoy? -he dicho.
Aunque ha abierto la boca, no ha salido de ella ningún sonido.
– Ven. -He insistido, ansioso de saber más-. ¿Qué te hace pensar que estoy preocupado?
– Vuestra cara -ha murmurado.
– ¿Mi cara?
– No dice nada.
Tenía razón, por supuesto. Mi expresión era impávida; mi cara estaba tan en blanco como uno de mis pergaminos.
Y sin embargo, él había sabido leer en ella como si estuviera cubierta de escritura.
– Mis preocupaciones no son de tu incumbencia -le he dicho por fin, casi vencido por su agudeza-. Tú ya tienes tus preocupaciones, Martin, no debes cargarte con las mías.
Ha bajado los ojos, con los labios fruncidos y la mandíbula inmóvil, suspendida en la respuesta que habría querido dar. Lo más importante que de mí ha aprendido es que uno nunca lamenta tanto haber callado como haber hablado.
– Vigila -le he ordenado-. Ya me dirás si viene alguien mientras estoy fuera.
– Sí, maestro.
– Vuelvo enseguida, hijo. No temas.
Ni que decir tiene que yo aparentaba más seguridad que la que en realidad sentía. Si Martin me hubiera visto poco después en la bodega, lo habría podido comprobar. Además de llevar un cuchillo escondido en la bota, llevaba prendida en la túnica una aguja larga y punzante. Después me he puesto la capa con capucha que confeccioné hace muchos años, cuando todavía era zapatero y tenía habilidad en el manejo de la aguja. Era fácil volver la capa del revés gracias a un pequeño agujero que tenía. En el tiempo que se tarda en rezar el Gloria in excelsis, podía transformar la capa de color verde pálido en otra de color marrón oscuro y, gracias a ello, pasar inadvertido.
La capa era verde cuando me la he puesto para ir a casa de Na Berengaria. He tenido que llamar a la puerta cerrada. Cuando me han franqueado el paso, me he cruzado con su hijastro, que tenía todo el aire de quien acaba de levantarse de la cama. Antes de que pudiera detenerme, he entrado en la cocina.
Allí he encontrado al amo de la casa. Estaba sentado a la mesa, inclinado sobre sus libros de cuentas. Tenía la barbilla cubierta de cerdas grises. Sus manos, de dedos romos, estaban manchadas de tinta fresca. Tenía a. su esposa sentada cerca de él, acicalada con tanto primor como desgreñado y descuidado iba su marido. Pese a todo, Na Berengaria tenía el ceño fruncido, tensos los labios carnosos. He comprendido al momento que debía de haber alguna discrepancia en los números.
A ella se le ha iluminado el rostro así que me ha visto. Era indudable que experimentaba un verdadero placer a juzgar por sus rasgos, así como una natural sorpresa. Después se me ha ocurrido pensar que seguramente he supuesto para ella un verdadero alivio en la tarea de repasar sumas y restas que los dos tenían entre manos. Pese a todo, he sentido que el corazón se me aligeraba.
Si Berengar Blanchi le hubiera dicho la verdad sobre mí, no me habría recibido con tanta cordialidad.
– ¡Maestro Helié! -ha exclamado al tiempo que se ponía de pie-. ¡Sed bienvenido!
– Una visita rápida, os lo prometo -me he apresurado a decir, al ver que su marido fruncía el entrecejo por haber interrumpido sus cálculos-. Sólo quiero haceros una pregunta.