– Decid, pues -ha respondido Na Berengaria con mirada alentadora.
He visto que su marido, en cambio, torcía el gesto y su boca se quedaba sin labios.
– He conocido a alguien que creo que… simpatiza con las enseñanzas de nuestro bienaventurado maestro. -Aunque la he vigilado como un halcón, no he descubierto en ella muestras de sorpresa ni ha dado respingo alguno-. Me pregunto si me autorizáis a traerlo el domingo.
– ¡Por supuesto que sí!
– ¿Con sus tres hijos crecidos?
– Serán igualmente bienvenidos.
He pensado, al escrutar la expresión de la mujer, que mi persona no podía ser materia de debate en esta casa. Si Na Berengaria hubiese sido informada de que busco en secreto a Jacques Bonet, ¿cómo iba a permitir que viniera con unos amigos míos a la próxima reunión? ¿Cómo iba a admitir a cuatro personas desconocidas? Y menos si pensase tenderme una emboscada el domingo.
He mirado a su marido y he visto que estaba contrariado. Su expresión era taciturna mientras iba recorriendo con persistencia una columna de números. Tampoco sé muy bien si conoce la verdad. Si la conociera, habría interpuesto alguna objeción en lugar de adoptar la actitud de un hombre a quien, gracias a Dios, no le importan en absoluto las desatinadas maquinaciones de su mujer.
No entiendo este matrimonio. Tal vez Berengaria aportó a él una importante dote. No puede haber otra explicación para esa actitud silenciosa con que su marido soporta lo que evidentemente deplora. Otro la habría hecho papilla hace muchísimo tiempo.
– Mañana también nos reunimos -ha dicho Berengaria-. ¿No querrán vuestros amigos honrar con nosotros la crucifixión del Señor?
– ¿Mañana? -Me he preguntado si podía tratarse de una estratagema para atraerme hasta allí sin mis custodios-. ¿Queréis decir después de la misa?
– Pues sí, en efecto. -Por vez primera he visto que Berengaria reprimía la sonrisa y, en lugar de ella, su semblante se ha nublado-. ¿Oís misa en San Sebastián, maestro Helié?
– Sería absurdo ir a otro sitio, Na Berengaria. Los sacerdotes se preguntarían por qué.
Ha asentido, con expresión sumisa.
– Tenéis razón -ha dicho-. ¡Cómo anhelaría que recibiésemos el Santo Sacramento en el priorato franciscano, como en otros tiempos! Pero ahora la mayoría de los frailes que hay allí condenan a los mártires de Marsella y los tildan de herejes, y ellos son, por tanto, herejes.
Ha suspirado y he suspirado con ella. Parecía algo esperado. Con todo, no he perdido de vista mi objetivo. Si la invitación era un pretexto, quería ver cómo reaccionaría cuando la desenmascarase.
– Mañana vendré con mis amigos -he declarado-. No pondrán objeción, de eso estoy seguro.
– Bien -ha dicho Berengaria; yo habría jurado que su aprobación era sincera-. ¿Quién es vuestro amigo, maestro Helié? -ha querido saber-. ¿A qué se dedica?
– Es herrero -he replicado-. Al igual que sus hijos.
Un herrero, como todo el mundo sabe, tiene buena musculatura y está familiarizado con herramientas de hierro de todo tipo. Es, además, muy inferior en rango a un rico pañero. Así pues, no estoy seguro del todo con respecto a si el leve cambio en la sonrisa de Na Berengaria ha sido indicación de su desánimo al ver lo bien defendido que yo estaría o simplemente si se acomodaba al hecho de que tendría que habérselas pronto con un corpulento herrero y sus hijos tiznados y enormes.
Lo último, creo. De otro modo, habría hecho más preguntas. De haber estado yo en su sitio, habría expresado preocupación sobre lo atinado de admitir a cuatro herreros desconocidos en mi casa. O en todo caso, habría querido saber más sobre ellos.
Pero parecía dispuesta a correr enormes riesgos por el simple hecho de que yo salía fiador de aquellas personas. ¿Habría sido tan temeraria de haber pensado que yo era un agente del inquisidor arzobispal?
– Un herrero -ha comentado en tono reflexivo-. Será el primero entre nosotros. ¿Vive en la Cité?
– En el Bourg -he replicado, dirigiéndome a la puerta.
– Por cierto, no sé si Imbert Rubei lo conocerá.
– Tal vez -he dicho-. Buenos días, Na Berengaria. Tengo que marcharme. Loado sea el nombre de Jesucristo.
He salido antes de que pudiera acuciarme tratando de indagar el nombre. Tendré que pensar uno. Y también tendré que pensar una excusa plausible cuando en la próxima reunión no aparezcan ni el macizo herrero ni sus hijos. ¿Y si Berengaria decide buscarlos por su cuenta? Bien sabe Dios que es mujer de naturaleza apasionada. Si admito que he sido incapaz de convertir a mis «amigos», a lo mejor emprende ella la labor en mi lugar.
Me he cavado un pozo y he caído en él. Me será difícil trepar al exterior. Pero era inevitable; ahora, por lo menos, he quedado tranquilo. A menos que no haya aprendido nada de la naturaleza humana en los últimos diez años, sé que Berengar Blanchi no mencionó el informe del arzobispo a Berengaria Donas.
¿Por qué la visitó, pues?
Me encontraba sopesando este misterio cuando he ido a parar al camino del Muñón y he visto algo que me ha dejado atónito: un hombre con la oreja pegada a la puerta de mi casa. Era Loup, el del hospital de San Justo. Tras observarlo un momento, he visto que estaba hablando con alguien de la casa. ¿Con Martin, quizá?
De pronto, me ha visto. Lentamente, como titubeando, se ha apartado de la puerta y se ha acercado a mí con creciente confianza, mientras yo, a mi vez, avanzaba hacia él. No ha habido intento de disimulo. Ni tampoco ha mostrado el aire culpable de quien se ve sorprendido en una acción clandestina.
Por el contrario, me ha saludado en tono jovial con leves entonaciones francesas.
– ¿Sois el maestro Helié Seguier? -ha inquirido.
– El mismo.
– Entonces tengo algo que deciros. -Me ha puesto en la mano una hoja de pergamino arrugado, doblado tres veces, pero no sellado-. El chico no lo ha querido.
– Le he encargado que mantuviera la puerta cerrada. Tengo material muy valioso en casa. ¿De quién es la carta?
– No sé -ha replicado Loup, que a continuación se ha alejado a grandes zancadas sin volver la vista atrás, aunque sin dar tampoco la impresión de llevar una prisa particular.
He advertido entonces que estábamos sometidos al escrutinio de los vecinos desde diferentes ventanas altas. Me he encaminado rápidamente a mi tienda. Sólo llegar, he dado los tres golpes dobles de rigor con los que aviso a Martin de mi presencia, llamada a la que ha respondido desatrancando casi inmediatamente la puerta y rompiendo a hablar sin darme tiempo a cruzar el umbral.
– Maestro, ¿lo habéis visto? ¿Al hombre? Traía una carta para vos…
– He hablado con él. Tengo la carta.
– Me habíais dicho que no abriera la puerta a nadie.
– Lo sé. Has hecho bien.
– ¡Menos mal que habéis vuelto!
– Eso mismo digo -he admitido; a continuación, le he ordenado que fuera a la cocina y me trajera la comida.
Después me he apresurado a ir al taller, donde he descubierto que el pergamino tan cuidadosamente doblado no era más que una envoltura para proteger y ocultar la carta que contenía. Estaba escrita en vitela de la mejor calidad, doblada dos veces y debidamente lacrada.
El sello de lacre llevaba la marca de un perro con una antorcha en la boca. Mi maestro me había explicado una vez el significado de aquel dibujo, basado en una especie de retruécano latino.
Domini canis. Perro del Señor.
Era el signo de los dominicos.
XVII
Debo terminar ahora la entrada que he empezado esta mañana y que he dejado interrumpida por razones que pasaré a explicar enseguida.