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– ¡Ahora!

– Antes de que… -interrumpí y fue tal la sorpresa provocada por mi atrevimiento que me dio tiempo a entregar la carta sin estorbo alguno-. Antes de que proceda a hacerlo, padre, quizá querréis leer esto.

– ¿Leer qué? -intervino Jean de Beaune, cogiéndola-. ¿Qué es eso?

Al entregar el documento, indiqué el sello. Al verlo, el dominico frunció el ceño y los párpados. Tenía los ojos pequeños, inyectados de sangre, implantados demasiado cerca, pero al volverlos hacia mí pude advertir que eran penetrantes.

Se quedó un momento estudiándome y, después de un atento examen, pasó a echar un vistazo a la carta, que le produjo una creciente sorpresa. Observé que el vivo color de su rostro palidecía y que su expresión hostil y aviesa cedía el paso a una disposición más abierta y comprensiva. De pronto se dirigió al nuncio.

– ¡Sal! -le dijo-.Aguarda fuera.

– Padre, ¿estáis seguro? -El catalán me miró de refilón con desconfianza-. A lo mejor lleva un cuchillo.

– ¿Estás sordo? ¡He dicho que te vayas! -ladró Jean de Beaune.

Con hosco silencio, el nuncio se retiró y cerró la puerta tras de sí.

Después de que se fuera, hubo un largo silencio. Jean de Beaune leyó la carta por encima una vez más, como quien se resiste a creer lo que ven sus ojos. Se centró muy de cerca en el nombre de mi maestro, saltó al pie del pergamino, volvió a estudiar el sello y, entre tanto, se mordía el labio inferior. Al final, dijo:

– Conozco a Bernard Gui. Conozco su letra.

Estimé mejor no hablar.

– ¿Sabes leer? -prosiguió-. ¿Lees latín?

– Latín no, padre -repliqué.

– Así que no sabes lo que dice el escrito.

– Me lo dijo el padre Bernard. Fui sirviente suyo muchos años. Él temía que mi pasado pudiera perjudicarme, pese a todas mis precauciones. Por eso me dio esa carta. -Indiqué con el gesto la hoja que Jean de Beaune tenía en la mano-. Ya veis que tenía razón. Mi pasado me ha perjudicado.

– Un hereje de nombre Armand Sanche dio tu nombre -dijo el dominico-. ¿Lo conoces?

– Sí.

– Lo apresaron el mes pasado cerca de Quié y lo trajeron a Carcasona. Dijo que tú fuiste un tiempo seguidor de Pierre Autier.

Incliné la cabeza y me quedé pensativo: Armand Sanche, el loco aquel.

Lo que había sospechado.

– Seguí a Pierre Autier -respondí-. Lo seguí hasta Belpech. Allí fue donde lo detuve.

– ¿No fuiste discípulo suyo?

– No, padre.

– Difícil de creer sin esta carta.

– Sí.

– ¿Eres un fiel hijo de la santa Iglesia romana? ¿Crees que el pan y el vino se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo debido a la virtud divina durante la misa celebrada por los sacerdotes?

– Sí, padre.

Volvió a morderse el labio y se quedó pensativo. Me di cuenta de que estaba indeciso. No hay nada que deteste más un inquisidor que abandonar un juicio cuando lo tiene entre manos. Por otro lado, no podía negar la carta. Conocía la letra de mi maestro. Conocía el sello de mi maestro.

No podía meterme en la cárcel sin ofender a mi maestro.

– ¿Ése es tu verdadero nombre? -dijo con brusquedad al tiempo que daba unos golpecitos con el dedo al pergamino-. ¿Helié Bernier de Verdun-en-Lauragais?

– Eso mismo.

– Pero te haces llamar Seguier.

– He traicionado a muchos herejes, padre. Y algunos lo saben, pese a todos mis esfuerzos. No podía quedarme en las montañas ni en la región de Tolosa. Tuve que venir aquí y fingir que era otra persona.

– Y si yo preguntara a Bernard Gui por Helié Bernier, ¿qué me diría?

Era una pregunta inteligente e interesante. Hizo que mirara a Jean de Beaune con más respeto que hasta aquel momento.

Era la clase de pregunta que habría formulado mi maestro.

– Si preguntaseis al padre Bernard por Helié Bernier -repliqué imaginando la cara y voz de mi maestro- tal vez os diría: «¿Por qué me hacéis esta pregunta?».

Hice esta última observación exactamente como la habría hecho mi maestro, con voz muy suave, rostro inexpresivo, pero mirada penetrante. Bastó para convencer a Jean de Beaune. Parpadeó tres veces y suspendió un instante el aliento.

– ¡Ah, sí! -dijo-. ¡Claro! Sí.

Volvimos a mirarnos un momento más. Después, lentamente y a contrapelo, me devolvió la carta. Volví a guardármela entre las ropas y él frunció los labios.

– No quiero que te muevas de esta ciudad hasta que yo haya hecho mis averiguaciones con Bernard Gui -declaró-. Haré que te vigilen, te lo advierto. No te vas a escapar.

– No, padre.

– Puedes haber engañado a los herejes, pero no engañarás a la santa Iglesia romana ni a sus leales y devotos siervos.

Asentí con el gesto y Jean de Beaune pareció satisfecho. Llamó al nuncio y le ordenó que me pusiera en libertad. Y seguidamente me han echado a la calle, donde me he quedado un momento aturdido a causa del ruido y del sol.

De regreso a casa, he tenido que inventar una historia convincente. No me ha costado. De haber estado en las montañas, me habría sido difícil explicar una estancia tan breve bajo la custodia de un inquisidor porque, después de muchas generaciones de traición, la gente de los Pirineos es muy desconfiada. Sabe que si te liberan al poco tiempo, por lo general tienes que pagar un precio.

Pero los habitantes de Narbona no están tan acostumbrados a los inquisidores ni a sus costumbres. Mis inquilinos y vecinos se han contentado, al parecer, con la explicación de que todo se había reducido a una cuestión de error de identidad. Buscaban a un tal Helié Seguet y encontraron a un Helié Seguier. Eso, por lo menos, es lo que les he contado. Y parece que lo han aceptado, aunque no se mostrarán tan complacientes si ven que me vigilan con asiduidad y de una manera obvia.

Quiera Dios que Jean de Beaune reciba pronto la confirmación de mis alegaciones. Quiera Dios también que Bernard Gui me deje en paz. Porque yo prefiero no volver a verlo.

Es mi maestro y un gran hombre, pero prefiero que no me tenga en cuenta.

«Escóndete», me dijo, y yo le obedecí… tal vez demasiado al pie de la letra.

A ningún inquisidor le gusta que le engañen.

Lo único que quiero es que me dejen tranquilo ¿Es mucho pedir después de tantos años de haberlos servido con tanta fidelidad?

III

Martes de Carnaval

Habría debido sospechar cuando llegó el pedido. Normalmente lo hacen cada dos meses: una entrega regular al priorato de los dominicos de unas manos de pieles partidas (una veintena). Esta vez apenas habían transcurrido tres semanas desde el último pedido. Y no querían más que diez manos.

Esto habría debido ponerme sobre aviso.

Mi desconfianza iba mal dirigida. Había estado observando la calle, como de costumbre. Me había mantenido vigilante en mis rondas, buscando indicios, poniendo nombres a las caras, no bajando a la calle. Camino de La Moyale cargado con el pergamino, me he vuelto dos veces antes de llegar al puente Viejo y he repetido la maniobra en el Bourg, entre la plaza del Grano y la puerta de Lamourguier. Pero me he equivocado al buscar una amenaza oculta. Después de cinco años de espera del ataque inesperado, un ataque por la espalda, no me había preparado para el asalto frontal.

He querido llevar el pedido personalmente, por supuesto. Martin es demasiado joven para transportar cargas valiosas fuera de las murallas de la Cité; habría temido por él y por la carga de haberme arriesgado a enviarlo. Sabía que esta vez no me pararían en ninguna de las puertas de la ciudad, que la amenaza de Jean de Beaune no era más que un conjunto de palabras huecas. De haberme estado vigilando de veras, no me habrían dejado poner los pies fuera de las murallas de Narbona. Los había puesto por lo menos en tres ocasiones desde nuestro encuentro; tal vez por esta razón no me he mostrado tan cauto como habría debido al acercarme al priorato de los dominicos. Había sido tan estúpido que había prescindido de Jean de Beaune. Me parecía menos peligroso que los atacantes desconocidos e invisibles que merodeaban en mis sueños desde hacía años.