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Me habría apresurado a intervenir si Berengar Blanchi no me hubiera solicitado una explicación. Me ha agarrado por el brazo como si esperase que yo tuviera intención de echar a volar. Al verlo de cerca, me ha extrañado más que de costumbre su curioso comportamiento. Aunque tanto él como Blaise son altos y morenos, existe muy escaso parecido entre los dos. Mientras Blaise es un hombre fuerte y corpulento, Berengar, con sus greñas, sus movimientos nerviosos y desordenados, su mirada ausente, más bien parece un hombre que, en parte, está fuera del mundo. Por eso me ha sorprendido tanto que me dijera bruscamente:

– ¿Vos sois el fabricante de pergaminos?

– Sí -le he replicado, fingiendo que no lo conocía-. Y vos, ¿quién sois?

– Es Berengar Blanchi, un fiel creyente -me ha informado Blaise.

Detrás de él, he tenido un atisbo de mi aprendiz respondiendo, muy serio, al maternal interrogatorio de Na Berengaria. No podía ayudar a Martin.

No podía mientras me retuviera Berengar Blanchi.

– La señora ha hablado de una citación -ha dicho, acercando tanto su cara a la mía que he notado su húmedo aliento-. ¿De qué citación se trata? ¿Por qué ha hablado de Bernard Gui?

– Mostrádsela -ha dicho Blaise.

He sostenido a su altura la carta falsa para que pudiera echar un vistazo y he conseguido desasirme de él cuando ha desplazado la atención al pergamino. Ha cogido la carta y la ha leído.

Martin, entre tanto, había pasado a someterse también a las preguntas de Guillelma.

– El arzobispo es un hereje, igual que el inquisidor de Marsella -decía la chica en aquel momento-. Te das cuenta, ¿verdad?

– Yo…, yo no sé nada de inquisidores…

– Todos los inquisidores son herejes porque persiguen a la Iglesia evangélica.

– ¡Ah!

– Los que niegan la regla de san Francisco están en el error -ha explicado Na Berengaria en un tono mucho más afable, menos intimida torio que el de su joven amiga-. No se puede obligar a un hombre a que rompa el voto de absoluta pobreza que ha hecho. Ni siquiera el Papa puede obligar a ello.

– El Papa es el anticristo espiritual -ha intervenido Guillelma-. No lo olvides.

Al ver a Martin asentir con la cabeza, he considerado que era aconsejable actuar. He aparecido, pues, detrás de él y le he puesto una mano firme en el hombro.

– ¡Ven! -le he dicho-. Ahora tienes que irte. Nadie te ha invitado a esta casa.

Martin ha fijado en mí su mirada y ha abierto la boca dispuesto a replicar. Pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo, nuestra anfitriona se le ha adelantado.

– Aunque no lo haya invitado nadie, maestro Helié -ha dicho-, es bien recibido. Todo aquel que da testimonio de la verdad de Dios es bien recibido en esta casa.

– Nadie es tan joven que no pueda salvarse -ha añadido Guillelma, lo que ha contribuido aún más a mi intenso desasosiego.

Entonces Blaise nos ha interrumpido.

– Estábamos hablando de esta carta -ha dicho levantando la voz desde el otro lado de la habitación-. ¿Qué significa? ¿Qué consejo podemos ofrecer? Hay que hacer algo, señora, vos lo sabéis.

Na Berengaria ha admitido que lo sabía, mientras Berengar Blanchi levantaba la vista de la convocatoria.

– ¡Bernard Gui! -ha exclamado golpeando el nombre falsificado con un dedo largo y huesudo-. ¿Por qué querrá Bernard Gui ver a este hombre? ¡Bernard Gui es el inquisidor de Tolosa! Aquí no tiene autoridad ninguna, ¿verdad?

Al parecer, nadie lo sabía. Habría podido decirles que un inquisidor papal tiene una jurisdicción casi ilimitada, pero por supuesto no lo he dicho. Quien ha hablado ha sido Guillelma.

– El maestro Helié viene de Carcasona -ha indicado, tal vez con autoridad excesiva (después de todo, es una muchacha y, encima, de humilde condición)-. Quizá Jean de Beaune ha pedido a Bernard Gui que lo ayude.

Ha habido varias miradas de censura dirigidas hacia ella mientras Martin se retorcía como un cachorrillo. Al mirarlo, he visto miedo en sus ojos. El emparejamiento de mi nombre con el de Bernard Gui lo ha inquietado.

Le he presionado el hombro con fuerza, como infundiéndole tranquilidad.

– Tal vez me haya visto alguien. -He hablado con estudiado apocamiento-. Alguien de Tolosa o de Carcasona que haya pasado por Narbona. En Carcasona sabían que yo era partidario de los franciscanos espirituales. Alguien, bajo coacción, ha podido dar mi nombre a Bernard Gui.

– Entonces tendréis que marcharos. -El tono de Na Berengaria era contundente-. No podéis seguir aquí. Debéis esconderos antes de que os detengan.

Por fin habíamos llegado al meollo de la cuestión. Aunque no era del todo inesperada, la decisión de Berengaria ha provocado una reacción mixta. Martin ha suspirado. Guillaume ha soltado un silbido entre dientes. Guillelma ha asentido con entusiasmo y, en cuanto a Perrin, ha dirigido una mirada a su alrededor con actitud confusa, pero confiada.

– ¿Os referís a que debo irme de Narbona? -he preguntado en tono prudente, consciente de que los músculos de Martin se tensaban bajo mis dedos.

Na Berengaria ha inclinado la cabeza en actitud de asentimiento.

– Pero no a través de las puertas de la ciudad -ha gruñido Blaise.

– No -le ha dado la razón nuestra anfitriona-, no a través de las puertas de la ciudad.

Y ha continuado explicando que era muy posible que las puertas estuvieran vigiladas. Ya había ocurrido en otras ocasiones. Cierta vez se había visto obligada a esconder a unos cuantos «amados hermanos» en su viña, que lindaba con la muralla de la ciudad. Al caer la noche, se habían encaramado a la muralla y, ya al otro lado, habían huido a campo traviesa.

– Pero ¿adonde iré? -Me correspondía reaccionar con desaliento, como habría respondido un ciudadano cualquiera, y he procurado hacerlo de la mejor manera que me han permitido mis habilidades-. ¿Qué será de mi casa, de mi negocio…?

En lugar de responder, nuestra anfitriona ha apelado a Berengar Blanchi.

– Seguro que Imbert os ayudará -ha dicho-. Ya lo ha hecho otras veces, ¿verdad?

Berengar debía de tener la cabeza en otra parte, porque he notado que tenía la mirada perdida en el aire y he oído que musitaba unas palabras por lo bajo. Blaise le ha dado un ligero codazo.

Pese a ello, aquel visionario estaba tan disperso que ha tardado un momento en darse cuenta de dónde estaba.

– ¿Sí? -ha dicho al tiempo que parpadeaba.

– Imbert le ayudará, ¿verdad? -ha reiterado Na Berengaria-. Sé que lo ha hecho otras veces. Consiguió un pasaje en aquella barcaza a La Franqui, ¿no os acordáis?

– ¡Ah, sí! -Esa ha sido su vaga respuesta.

En ese momento, he corrido la clase de riesgo que evito normalmente y he formulado una pregunta muy precisa.

– ¿Ayudasteis a que alguien escapara río abajo? ¿Escondido en una barcaza?

– Fue Imbert Rubei quien lo consiguió -ha dicho Berengaria-. Tiene muchos amigos entre los barqueros y los mercaderes.

– ¿Fue uno de los que treparon por la muralla? -le he preguntado.

Ella ha movido negativamente la cabeza.

– Aquéllos fueron a Béziers -ha dicho con un suspiro-, pero Béziers ha dejado de ser un lugar seguro para los que están bajo sospecha. Como también todo sitio próximo a Carcasona o a Tolosa. Por eso Imbert ayudó a Jacques Bonet a huir en la barcaza.

Me sería difícil describir los sentimientos que he experimentado en aquel momento. ¡Por fin! Seguramente una parte de la tensión que sentía se ha transmitido a Martin a través de mi mano porque ha levantado los ojos hacia mí y me ha mirado sobresaltado.

– ¿Y dónde se encuentra ahora vuestro amigo Jacques? -he preguntado y para explicar mi interés, he añadido-. ¿No podría ir yo al mismo sitio?

Ha parecido que Na Berengaria se veía incapaz de responder. Tras vacilar un momento, ha vuelto a apelar a Berengar Blanchi.