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– Jamás me han dicho adonde fue -ha confesado-. Imbert se encargó de todo… Ninguno de los de la Cité participamos en nada. ¿Vos sabéis algo, maestro Berengar?

– No.

Berengar me ha devuelto bruscamente la carta falsa con tan inesperada energía que casi he pegado un salto debido al susto.

La he cogido con la máxima cortesía.

– Imbert prefiere que nosotros no sepamos nada -ha dicho en tono de salmodia, como quien predica un sermón-. Si no sabemos nada, no podemos revelar nada. -Me ha puesto la mano en el hombro y me ha escrutado con aquella mirada suya, brillante y turbadora-. Un amigo que comparte nuestra fe y que trabaja para el arzobispo descubrió que el inquisidor arzobispal iba a detener a Jacques Bonet… y nos avisó a tiempo -ha explicado-. Jacques pudo escapar de tapadillo. Gracias a los esfuerzos de Imbert Rubei, pudo salvarse de las garras de nuestros perseguidores.

Por supuesto, era una mentira. Y pese a encontrarme tan turbado, he pensado para mis adentros: «¿Quién miente aquí? ¿Berengar Blanchi? ¿Imbert Rubei? ¿O el padre Sejan Alegre?». He comprendido al momento que ese amigo que compartía la misma fé de Berengar debía de ser Sejan.

Lástima que no he podido dedicar al asunto toda la atención que merecía. Por lo menos de momento, puesto que tengo otros problemas que me absorben.

– Hablaré con Imbert -ha prometido Na Berengaria antes de que pudiera solicitarle más información-. Hablaré con él en cuanto pueda y os aconsejaré con respecto a lo que podéis hacer, maestro Helié.

– Yo os voy a decir lo que no debe hacer -ha intervenido Blaise, lo que ha provocado que todos se volvieran a mirarlo-: no puede volver aquí nunca más.

Se ha oído un murmullo de aprobación. Guillaume ha mirado, inquieto, hacia la puerta, Y Guillelma ha dicho con voz enérgica.

– Hoy no debería haber venido. ¿Y si lo han seguido?

– Lo han seguido -le ha recordado Blaise fijando una mirada seria en Martin.

Esto ha hecho que mi aprendiz volviera a ser objeto de escrutinio.

He puesto la mano que me quedaba libre en su otro hombro.

– Martin es un fiel amigo nuestro -he insistido.

Seguramente he dejado que asomara a mi expresión un matiz de dureza. Como no podía ser menos, todas las miradas han caído sobre mí. Y hasta Blaise se ha atrevido a desafiarme, ya que por algo soy apenas más alto que Guillelma y peso menos que Perrin.

– En ese caso, deberíamos hacer jurar al niño -ha dicho el sastre-. Con tal de que jure por el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo que no nos desea ningún mal, quedaré satisfecho.

Aquella sugerencia me ha complacido. Sabía que Martin estaría encantado de cumplir con el requisito. Y he dado gracias a Dios de no tener que habérmelas con cataros, valdenses o seudoapóstoles, puesto que ninguna de estas herejías tolera los juramentos por desesperadas que sean las circunstancias.

Entre mis compañeros beguinos, en cambio, existía el acuerdo general de que bastaría un juramento como prueba de la buena voluntad de Martin. Así pues, Martin ha jurado con todo fervor, con la mano levantada, mientras yo porfiaba por concebir un nuevo plan.

Sin embargo, me costaba pensar. Tal vez era porque aún me estaba recuperando del susto que me había provocado la aparición de Martin. Bien sabe Dios que me sentía ávido de abandonar aquella casa tan ruidosa y encontrar un lugar tranquilo donde poder reflexionar sobre los últimos acontecimientos. Además, quería apartar a Martin lo más pronto posible de los beguinos. Pero no era tan fácil escapar. Tenía que quedarme para rezar todos juntos, entre otras cosas por el bien del alma de Martin y por mi propia seguridad. Después ha seguido una lectura y a continuación la veneración habitual de aquellas reliquias socarradas que obran en poder de Na Berengaria. La visión de mi aprendiz besando uno de aquellos objetos me ha provocado náuseas.

Por fortuna, no me ha parecido que turbase a nadie mi repentina palidez ni la humedad de mi frente. Tal vez sean síntomas que no sorprenden en un hombre sobre el cual pesa la inminente amenaza de la cárcel.

– No tengáis ningún miedo, maestro Helié -ha observado en tono amable Na Berengaria-. Hablaré con Imbert Rubei y decidiré qué actitud es preciso adoptar. No os detendrán. Ninguno de entre nosotros lo desea.

– Nuestra propia seguridad depende de vuestra libertad -ha observado Blaise.

Es, sin duda alguna, el más pragmático de cuantos forman el círculo de la matrona y lo ha demostrado con el comentario siguiente:

– Será mejor que no volváis por aquí. Es por si tienen vuestra casa bajo vigilancia.

– ¿Cómo vamos a comunicarnos, entonces? -Ha sido una pregunta natural, que ha precedido a un largo silencio durante el cual todos los que estaban a mi alrededor buscaban una respuesta.

Cuando Na Berengaria ha avanzado la posibilidad de que tal vez yo podría buscar refugio en casa de Imbert, donde podríamos conversar fácilmente sin temor a despertar la curiosidad de nadie, Berengar Blanchi se ha alterado de forma inmediata e inesperada.

– ¡No! -ha gritado-. ¡Allí no!

Nos ha dejado boquiabiertos a todos. Hasta Blaise ha parecido sorprendido. Pese a que Berengar es hombre de temperamento excitable, incluso en él la reacción ha parecido exagerada.

Na Berengaria ha sido la única que ha dado muestras de haber comprendido. Tras ruborizarse, se ha apresurado a retirar la proposición.

– No, por supuesto -ha corregido-. Allí no, por supuesto.

– ¿Por qué no? -he preguntado.

Nuestra anfitriona ha fruncido el ceño. Berengar Blanchi la ha mirado con ojos airados como amonestándola. Pero sigo preguntándome con respecto a qué la amonestaba. ¿Qué esconde la casa de Imbert que haya que protegerla frente a toda incursión?

– Si va al Bourg, tiene que cruzar las puertas de la ciudad -ha observado la irrefrenable Guillelma-. Y podrían detenerlo.

– Sí -Na Berengaria ha pescado al vuelo esta oportuna excusa-, el maestro Helié no debe acercarse a las puertas. El Bourg está vedado para él.

– Así pues, ¿cómo nos pondremos en contacto? -ha preguntado Guillaume.

Y a continuación ha seguido una discusión larga y un tanto displicente con respecto al método que me permitiría recibir instrucciones en un futuro. Blaise ha estado a favor de las misivas escritas escondidas en una cesta de fruta y llevadas a la puerta de mi casa por un «niño del vecindario» de impecable reputación. Na Berengaria ha objetado que dicho plan no permitiría el intercambio de noticias. Berengar Blanchi se ha opuesto taxativamente a poner por escrito cualquier detalle por mínimo que sea. (Debo decir que yo comparto su opinión.) Guillaume ha aventurado la idea de que quizá podríamos reunimos en alguna iglesia ajena a la parroquia donde no nos conociera nadie, pero esa posibilidad ha sido descartada al instante. Sus amigos han señalado que todas las iglesias de Narbona están actualmente atestadas de gente debido a las fiestas de Pascua.

– ¿Queréis que un cura lo oiga todo? -ha dicho Guillelma en tono de mofa antes de apuntar como lugar idóneo la viña de los Donas.

Pero Blaise ha rechazado la idea.

– Si Helié tiene que permanecer allí escondido hasta el momento de huir, entonces no hay nada que objetar -ha dicho el sastre-. Pero si hay muchas idas y venidas, alguien podría sospechar algo. No hay que involucrar a Na Berengaria.

La discusión ha continuado. Al principio, yo no he aportado nada. Martin me estaba tirando de la manga con una expresión tan perentoria que era imposible ignorarla. Hasta que lo he silenciado con un gesto, no he podido centrar la atención en el tema del debate.

La cosa estaba calentándose. Tras llegar a la conclusión de que no se conseguiría un acuerdo, he decidido poner fin a la discusión.

– Dejadlo en mis manos -he dicho.