Se ha hecho un gran silencio. Todas las miradas han buscado mi rostro.
– La reunión es un problema que me atañe a mí. La huida, a vosotros -he dicho-. Contentaos con que os busque mañana, de manera subrepticia. No se correrán riesgos con vuestra seguridad ni con la mía.
– Pero…
– Hacedme este favor, Na Berengaria. -De pronto me he sentido terriblemente agotado, exhausto hasta los huesos, incapaz de soportar un momento más la permanencia entre aquellas cuatro paredes-. Confiad en mi discreción. No es la primera vez que huyo de un inquisidor. Tengo alguna idea de lo que supone esa empresa.
No habría sido más persuasivo si en aquel momento hubiera desenvainado una espada. Tal vez el cansancio que dejaba traslucir mi voz haya tenido cierto efecto. Cualquiera que sea la causa, el hecho es que Na Berengaria ha cedido. Han cedido todos. Ni siquiera Blaise ha tenido ya nada que objetar sobre el asunto. He visto que Perrin cerraba los ojos y oraba, que Guillaume asentía lentamente con el gesto.
– ¡Oh, maestro Helié! -ha exclamado Berengaria en tono realmente compasivo-. No dejéis que flaquee vuestro ánimo. Acabaréis por encontrar un sitio donde descansar. Cuando llegue la séptima era de la Iglesia, el Espíritu Santo será derramado en abundancia sobre los verdaderos discípulos de Cristo y Dios protegerá a su elegido de todo mal y después de la muerte del anticristo ya no había maldad ni pecado y todas las cosas serán propiedad de todos y el amor gobernará por espacio de cien años en toda la humanidad. Cuando esto ocurra, vuestros sufrimientos se verán recompensados y vuestro largo exilio tocará a su fin.
– Que Dios nos conceda su socorro -he replicado.
En otras circunstancias, me habría consolado profundamente aquella muestra de compasión, pero como sabía lo que sabía, todavía me ha hecho sentir peor. Y me he preguntado por qué ha sacrificado Dios a esta mujer. ¿Tan expansivo es el orgullo que la embarga que llega a eclipsar la generosidad de su corazón?
Me he despedido con prisas, incapaz de defender más reivindicaciones. De regreso a nuestra casa, Martin se ha abstenido prudentemente de hablar; quizás observaba mi expresión y lo que veía en ella le bastaba para anticiparse a mis deseos. Hasta que hemos llegado a la puerta, no ha dicho nada. Por fin con voz comedida se ha disculpado:
– Lo siento mucho, maestro.
– Entra -le he replicado indicándole el umbral con el gesto.
Una ojeada final a la calle me ha convencido de que no nos habían seguido. Aun así, he tenido buen cuidado de cerrar la puerta antes de pasar a hacer preguntas.
– ¿Cómo me has encontrado? -Es lo primero que quería saber-. No me seguías… Te habría visto.
– Maestro, yo… -ha vacilado.
Con todas las ventanas cerradas, la tienda estaba tan oscura que apenas distinguía los rasgos de la cara de mi aprendiz. Pero me he dado cuenta de que trataba de superar un pánico creciente.
– Maestro, lo he adivinado -me ha revelado.
– ¿Que lo has adivinado?
– Mi padre os vio una vez cuando salíais de aquella tienda. El venía de la taberna. Lo comentó haciendo una broma… a costa de la señora, ya me entendéis… -Martin se ha ruborizado-. Pero yo no lo creí… porque mi padre es muy…
– Te he entendido.
– Es la tienda de un pañero, maestro. Y ayer, cuando parecía que teníais tanto miedo de salir, volvisteis con muchas hebras prendidas a la ropa. Hebras de muchos colores diferentes, de largos y gruesos distintos. Las llevabais por todas partes. -De pronto el tono de Martin me ha parecido investido de inequívoca autoridad-. He pensado que habíais vuelto a la tienda del pañero y que ese sitio debía de ser peligroso. Por eso he ido directamente a esa tienda así que habéis salido. Tenía… -ha titubeado y ha tragado saliva- miedo de que no volvieseis. -Ha terminado casi en un murmullo-: Temía que os detuviesen…
– ¿Eso era porque tú sabías mi secreto?
– Sí, maestro.
– ¿Por qué?
– Por el barril -ha explicado farfullando un poco debido a la confusión-. Una vez, al moverlo, derramasteis un poco de agua. Después descubrí las huellas antes de que se secaran. Entonces lo moví para ver por qué lo habíais movido.
Lo he mirado largo rato sin decir palabra. ¿Qué habría podido decirle? ¿Que el discípulo había aventajado al maestro? Aunque supongo que habría debido sentirme orgulloso, en realidad me he sentido descorazonado. Habría llorado.
Eso es lo que ocurre cuando se ignoran las lecciones del pasado. Eso es lo que ocurre cuando se observa la vida desde demasiado cerca.
No habría debido ponerlo a trabajar conmigo.
– Así pues, ¿revolviste mis libros?
– Sí, maestro. Lo siento. Siento haberos mentido.
– Vete -le he dicho-. Anda, ve con tu familia.
– Pero…
– Después hablaremos. Ahora tengo que pensar.
– ¡Maestro, dejad que os ayude! -Su voz se ha quebrado en un sollozo mientras me agarraba la manga-. ¡Por favor, os lo ruego…, no podéis marcharos! ¡No os vayáis solo! ¡No podéis dejarme!
– Sssss…
– Maestro, yo también estoy en peligro. ¡Soy beguino! ¡Dejadme ir con vos!
– ¿Quieres callarte de una vez? -Le he tapado la boca con la mano y le he hablado con tal dureza que se ha encogido al oírme-. ¿Me crees necio? ¡Válgame Dios, entiendo nuestra situación mucho mejor que tú! ¡Tú no tienes ni idea de lo que está pasando! Y ahora, déjame en paz de una vez. Déjame tiempo.
Tras hacer una pausa para recuperar el aliento, de pronto me he percatado de su angustia. Su postura tensa y su respiración entrecortada me han hecho lamentar mi explosión de genio. Lo he dejado un momento y le he hablado con más serenidad.
– Tengo que pensar, Martin. ¿Me has oído? Debo considerar las posibilidades que tenemos. Como no tome la decisión adecuada, estamos perdidos. ¿Me has entendido?
Ha asentido.
– Vete, pues. Te lo ruego. No me olvidaré de ti. Te lo juro.
Me sorprende que me haya obedecido. Lo único que él sabía era que yo me disponía a huir sin más pérdida de tiempo y que lo dejaría para que capeara el temporal. Pero por alguna razón, me tiene confianza. Pese a que no he hecho más que mentir, fingir y llevarlo por el camino del error, sigue confiando en mí.
¿Será éste el castigo de Dios para mis pecados?
XX
Cierta vez conocí a una chica que se llamaba Allemande. Era hija ilegítima de un pobre pastor y trabajaba de sirvienta en casa de un tal Raymond Boret. Se ocupaba de hacer pan y de lavar la ropa. A veces también de acarrear el producto de las cosechas hasta la casa. De no haber sido una muchacha tan simple, tal vez se habría resentido de su situación…, porque el trato que le daban era malo. Raymond Boret le pegaba a menudo y la hacía dormir en el granero. También era violento con su mujer y con su madre. El hombre era insensible, deslenguado y autoritario y se tuvo muy merecido el destino que le cayó en suerte.
Quiso el azar que yo fuera el agente de su caída. Aunque no era un creyente particularmente devoto, su casa era un santuario seguro para los varios cataros que estaban entroncados con él a través de lazos de sangre y matrimonio. Lo sé porque me alojé en ella. Hace seis años, cuando yo aún era zapatero remendón, Raymond Boret me aceptó en su casa y me dio una cama. Le pagaba por ella, naturalmente; no era un hombre generoso. También me ocupaba de partir leña y de hacerle algún servicio ocasional. Pero por encima de todo, me gané el sustento prestando oído a sus historias. Le gustaba tener la casa llena, porque así tenía siempre público a su disposición, pero cuando no tenía a otros huéspedes en casa y las mujeres estaban ocupadas en sus quehaceres, el hombre buscaba mi oído, siempre bien dispuesto. Gracias a esto me entere de todo lo que quería saber sobre los habitantes de su pueblo y de otras muchas cosas sobre familias emparentadas que vivían en lo alto de las montañas.