A los siete meses ya había reunido información suficiente para tener a mi maestro ocupado el doble de tiempo. No sentía remordimiento alguno por facilitar información sobre Raymond, quien estando borracho me confesó que había violado a una sobrina suya y que había estafado a un amigo de quien había vendido la mitad de un rebaño de corderos de su propiedad sin satisfacerle la suma que le habían pagado por ellos.
Estaba convencido de que el mundo habría sido un lugar mejor sin Raymond Boret.
Sin embargo, en esos casos hay siempre más gente involucrada. Debido a la influencia invasora de Raymond, toda su casa estaba contaminada de ideas cataras. Su mujer no estaba en condiciones de decir esta boca es mía cuando se veía obligada a dar alojamiento y comida a los perfecti. Su hija había sido expulsada de casa por su propio marido a causa de sus doctrinas heréticas. Su madre era la catara más devota de la familia.
En cuanto a Allemande, había dejado que la convirtieran. Los perfecti le habían inculcado la doctrina con sus ayunos y sermones. Pero al mismo tiempo, la muchacha no había renunciado totalmente a los santos ni a la santa Virgen. Así pues, en este sentido, tenía más bien una gran confusión mental.
De hecho, era una joven ignorante, dócil y de carácter afable, que me veía como una persona agraciada y en posesión de unos conocimientos ilimitados y una predisposición a la santidad, aunque era tan sólo porque yo sabía leer textos sencillos y, cuando estábamos solos, no puse nunca especial empeño en forzarla. (Me temo que los zapateros remendones tienen fama de rijosos.) Sé que me admiraba profundamente, porque me seguía a todas partes como un perrito y perfumaba siempre mis ropas con hierbas o me obsequiaba con pasteles. Acabé por sucumbir a la tentación, ya que ella se prestó de muy buena gana y, además, era hermosa como una cordera. Pero mi flaqueza me dejó en mal lugar. Como es natural, yo no le deseaba ningún mal porque, si bien era una hereje, sólo pequé por excesiva obediencia y porque su simplicidad era muy grande. Si había caído en el error, no era por orgullo.
Debo confesar que quise avisarla. Pese a correr un gran riesgo al obrar de ese modo, un día me la llevé aparte y le aconsejé que se fuera. Le dije que la casa de Raymond Boret estaba sentenciada y que debía buscarse trabajo en otro sitio lo más pronto posible. Le dije que yo tampoco me quedaría. Y hasta le di dinero y una de mis capas de invierno. Pero todo eso no supuso nada para ella, porque lo que quería era irse conmigo.
Si la abandoné, fue por mi propia seguridad. Que le hubiera hecho una advertencia velada no me habría ganado la condena de mi maestro, pero una ayuda activa era harina de otro costal. Así pues, la abandoné a su suerte, aunque sabiendo en el fondo que mi intención de protegerla no era del todo sincera. De haber querido protegerla realmente, jamás habría pasado información sobre Raymond Boret, puesto que era inevitable que lo detuviesen y que tratase de ganarse el favor dando algunos nombres. A menos, claro, que huyera. Tal vez yo esperase en parte que ella pasara a los demás mi consejo, así el clan Boret podría huir a las montañas antes de que yo tuviera oportunidad de hacer mi informe. Tal vez yo tenía excesiva confianza en el refugio que brindaban los Pirineos en aquel entonces; después de todo, de Tolosa a Cataluña hay un largo trecho y hacía seis años que el obispo de Pamiers no era muy celoso en la persecución de los herejes. No como el obispo actual, que incluso supera a mi maestro en su ferviente labor de arrancar de raíz el error del rebaño.
Hablando con sinceridad, sigo inseguro en cuanto al razonamiento que se esconde detrás de mi decisión. Osaría decir que aquí la razón tiene muy poco que ver con el asunto. Actué sin comprender del todo mis motivos y me vi después afectado por una especie de embotamiento cuando fui al encuentro de Bernard Gui y lo puse al corriente de la mayoría de los hechos (no de todos). El sabía que algo malo había ocurrido. Ningún hombre tan dotado como él en el arte de desvelar secretos podía haber ignorado que yo había sufrido un misterioso golpe cuyos efectos no entendía ni yo mismo, ni siquiera entonces. Le dije que había terminado. Que me había convertido en demasiado sospechoso para poder ser de alguna utilidad. Y ésta era la verdad, aunque no toda.
El hecho es que necesitaba un tiempo para recuperarme.
Tras someter mi decisión a una detenida reflexión, opté por Narbona como refugio. Narbona está lejos de Tolosa, aunque no tanto que requiera el uso de una lengua diferente. Sabía que, en Narbona, habría sido deplorable toparme con alguien con quien yo hubiera podido estar asociado en época pasada. Mi mayor temor (y paradójicamente, mi mayor deseo) era descubrir accidentalmente qué había sido de Allemande. Todas mis esperanzas se centraban en que hubiera encontrado un puerto de acogida en Cataluña. En momentos de debilidad, me la imaginaba allí aposentada. Pero la ansiedad de conocer su paradero no me impedía afrontar la posibilidad mucho más probable de que hubiera sido detenida y sufriera prisión en el mur de Tolosa. Me era insoportable tan perturbadora idea. Por eso procuraba borrarla de mis pensamientos y, así que afloraba, la reprimía con fuerza. Gracias a eso he podido vivir día tras día, en silencio, igual que vive el soldado mientras se va recuperando de sus heridas.
Y de pronto reapareció Bernard Gui. De no haber sido por Bernard Gui, tal vez no me habría vuelto a enfrentar a las opciones que ahora se me abren. Pero su reaparición ha abierto viejas heridas y me ha deslumbrado con su luz cegadora. Es como si en estos seis años no hubiera avanzado un solo paso. Aquí estoy, en el mismo sitio del que partí. Desgarrado entre el corazón y la cabeza.
Hay dos posibilidades, pero ninguna de ellas me atrae. Ayer las estuve sopesando largamente. Sé que la prudencia aconseja al hombre que emprenda el camino que mayor protección le ofrezca. Esto presupondría la presentación inmediata de un informe completo a Germain d'Alanh, Jean de Beaune o Bernard Gui. No al sacerdote de mi parroquia ni al priorato dominico, según me aconsejó Bernard Gui, ya que estoy convencido de que en ese priorato hay algún amigo de los beguinos. Y en cuanto a los sacerdotes de la parroquia, es sabido que tampoco son de fiar.
Aquel que en otro tiempo fue Helié ya se habría marchado. Se habría escabullido esta misma mañana camino del priorato dominico de Carcasona. Pero yo abandoné en las montañas a aquel que en otro tiempo fue Helié, hace de eso muchos años. Lo abandoné cuando abandoné a Allemande.
En otro tiempo sólo habría tenido una forma posible de actuar. No se me habría ocurrido ninguna otra alternativa. Ayer, sin embargo, advertí que tengo una opción. Podría hacer un informe o bien retener la información.
Recuerdo que contemplé los muebles familiares de mi habitación de trabajo y me fui percatando lentamente de que, independientemente de lo que pudiese decidir, no tardaría en perder todos aquellos objetos. Es evidente que iba a perder Narbona. Si presentaba el informe a Jean de Beaune y a consecuencia del mismo detenían a los beguinos, no sería aconsejable que volviese a dejarme ver por la ciudad. Es evidente que podía vivir sin que me molestase nadie, tal vez no aflorase la verdad y, aun así, tal vez no sería accesible a la mayoría de los narboneses; sin embargo, no se puede vivir a gusto si uno es un agente desenmascarado de los inquisidores. Subsiste siempre el temor de que alguien, en alguna parte, busque venganza por todo lo perdido.
Si, por otra parte, no presentaba ningún informe, ¿qué ocurriría? El castigo era inevitable. Los inquisidores me buscarían. No al principio, quizá, no durante un tiempo. Quizás esperarían a Pentecostés o más tarde. Pero al final Bernard Gui comenzaría a inquietarse. Pediría explicaciones. ¿Y qué explicaciones daría a mi maestro para contentarlo?