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He salido de casa poco antes del mediodía y he encontrado a poca gente después de cruzar la puerta de Lamourguier, donde he girado hacia la izquierda en dirección al río. He visto a cuatro campesinos que se afanaban con el arado. Me he topado con dos dominicos -una pareja de predicadores- enzarzados en una conversación camino del Bourg. Y he visto a un tintorero con las manos teñidas de amarillo a causa de la gualda. A ese hombre lo he observado con cautela porque me ha parecido que estaba fuera de lugar. Pero entonces me he dado cuenta de que iba acompañado de un niño y he comprendido que el tintorero probablemente estaba en su propia viña e instruía a su retoño sobre su mantenimiento.

Mucho antes de completas he llegado al priorato, por lo que no había grupos de gente apiñada en la puerta de la iglesia, como habría sucedido de haberlo hecho al principio del servicio diario. Aunque tampoco me hubiera sido necesario abrirme paso entre la multitud, ya que mi destino no era la iglesia. En lugar de dirigirme a ella, he llamado a la puertecita que se abre al claustro, a los jardines y a los despachos. Y he esperado, porque estoy obligado siempre a esperar. A diferencia de su contrapartida franciscana, el priorato de los dominicos es remiso en lo que a franquear la entrada se refiere.

Los franciscanos no se rodean de muros altos ni tienen un portero con cara de pocos amigos que guarde su recogimiento. Tengo la costumbre de dejar la mercancía en manos del portero que custodia la puerta de entrada, morosa descortesía con la que no me he tropezado en ningún otro lugar. Debo admitir que los hermanos legos son propensos a frecuentes estados de profunda insatisfacción debido a su condición de inferioridad en la jerarquía de la Iglesia. Como son gente de baja alcurnia y su educación es precaria, a veces los clérigos a los que sirven les tratan con desdén y no tienen forma alguna de mejorar su condición. Aun así, sería difícil encontrar a un hombre tan manifiestamente descontento con la situación que le ha tocado en suerte como ese portero dominico, cuya agria expresión debió de ser decisiva a la hora de elegirlo para repeler todo tipo de preguntas ociosas. Por lo general, acoge con mala cara mi llegada, me arranca la carga y me cierra la puerta en las narices. Si por azar sale de sus labios alguna palabra, me puedo dar por satisfecho.

Podéis imaginar mi sorpresa al ver que hoy me ha acogido con gesto afable.

– ¿Eres el de los pergaminos? -ha dicho con su voz gruesa y áspera-. ¿Helié Seguier?

– El mismo. Sí.

– Entonces, entra.

Y me ha abierto paso. Me he quedado boquiabierto. Entonces ha agitado, impaciente, su mano rechoncha.

– ¡Ven! -ha insistido.

Aunque he cruzado el umbral, sentía que allí había algún error. Algo andaba mal. La voz de Jean de Beaune ha resonado en mi cabeza mientras yo lo buscaba, nervioso, tratando de mantener el paso del portero que, alto y con sus hombros derrumbados, se perdía delante de mí. En el más absoluto silencio hemos atravesado la huerta de la cocina, ahora rozagante con las siembras de primavera, y nos hemos introducido en una serie de pasadizos de piedra que comunican los dormitorios con la cocina y la biblioteca. La disposición del edificio es casi idéntica a la del priorato de Tolosa. Incluso el olor era parecido: un suave olor dulzón a hierbas, incienso y libros viejos. Los frailes, con sus hábitos de color blanco y negro, podrían haber sido sus hermanos de Tolosa trasplantados aquí. Se movían con la misma celeridad y el mismo silencio, volvían las caras exactamente de la misma manera.

Pero ninguno era Jean de Beaune. Y ninguno me ha prestado la más mínima atención hasta que me han conducido a una pequeña habitación encalada e iluminada por una ventana abierta. El portero me ha indicado que me sentara en uno de los bancos de madera arrimados a las paredes y seguidamente se ha retirado. He oído sus pasos arrastrándose y perdiéndose cada vez menos audibles a través del pasillo.

Sin soltar las manos del pergamino, he aguardado presa del miedo. El silencio era absoluto. He pensado que no hacía tanto tiempo que también había esperado en una habitación pequeña como aquélla (aunque más oscura, más desordenada) y cada vez me he sentido más convencido de que esta segunda vez esperaba al mismo hombre. Jean de Beaune había vuelto. Y Jean de Beaune me había atraído hasta su telaraña.

Pasado un momento, se me han hecho audibles las tranquilas y a la vez vivas pisadas de unos pies calzados de cuero y el roce de una larga túnica de lana. He identificado por el rumor el andar apresurado de un monje. Pero nada me preparaba para la persona con quien me encontraría. Me esperaba a Jean de Beaune. Su cara se aparecía en mis pensamientos.

Pero en lugar de él, me he encontrado delante de Bernard Gui.

– Helié, mi querido hijo -ha dicho-. ¡Cuánto, cuánto tiempo!

Jamás olvidaré el momento en que puse por primera vez los ojos en mi maestro. Fue en el mur de Tolosa. Yo debía de tener entonces unos dieciséis años. Era bajo, delgado y estaba encadenado como un buey. La celda donde estaba era oscura y húmeda, viscosa debido a las excrecencias y vegetación que en ella crecían. Mi pariente más próximo me dejaba morir de hambre; me pegaba y me había abandonado cruelmente. Incluso el último inquisidor me había abandonado. Había ido a Roma para defender el caso de un rico hereje que gozaba de importantes amistades y había muerto en Perusa poco después, dejando mi destino sin resolver. No me habían juzgado. No me habían condenado. Me habían olvidado, o eso me parecía a mí. Hasta mi tío y mis primos me habían olvidado y les importaba muy poco que me tuvieran encerrado en tan terrible lugar. Tras inducirme al error, me habían abandonado y habían huido a las montañas Negras antes de que también a ellos los encarcelaran.

Durante dos años interminables, sufrí tormentos que no soportaría una bestia. El carcelero me despreciaba. Me cargaba con pesadas cadenas porque nadie lo había sobornado para que me las quitara. Me alimentaba de mendrugos y desperdicios porque a mi familia le tenía sin cuidado mi salud. Daba rienda suelta a sus frustraciones ensañándose en mis miembros desprotegidos. Y lo hacía todo sin miedo a represalias, puesto que no había ningún inquisidor que supervisase sus acciones.

Pero entonces Bernard Gui fue nombrado inquisidor de Tolosa. No supe de su nombramiento hasta que se presentó ante mí, refulgente como una estrella con su deslumbrante hábito blanco y negro. Tendría entonces alrededor de cuarenta y cinco años y estaba aún en la flor de la vida. Era alto, esbelto y lleno de vigor. Su cara pálida y alargada, un tanto inexpresiva cuando estaba en reposo, se animaba gracias a sus ojos grises, grandes y penetrantes. Cuando los fijó en mí, supe enseguida que sus conocimientos eran inmensos y su discernimiento grande.

– ¿Quién es ése? -preguntó al carcelero.

En cuanto supo mi nombre, el dominico frunció el ceño y sus ojos claros fulguraron de una manera muy curiosa, como si examinara un invisible documento. Cuando lo conocí mejor, supe que esto era precisamente lo que hacía, ya que poseía una memoria fuera de lo común y parecía guardar en la cabeza toda una biblioteca de textos y listas.

– Helié Bernier no ha sido condenado al murus strictus -declaró-. Quítale los grilletes y que salga de esa celda. En cuanto pueda, revisaré su caso.

Con tan pocas y simples palabras, Bernard Gui cambió mi vida. Aunque se retiró de inmediato para inspeccionar el resto de la prisión, su influencia seguía dejándose sentir. Como si toda ella se hubiera investido de propósito y dirección. Los reclusos no dependían ya del antojo del carcelero. Los guardias ya no blandían sus palos sin rebozo. Ahora sabían que Bernard Gui sólo toleraría el castigo corporal cuando él decretase que había que infligirlo.