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Supongamos que fuera a verlo ahora. Supongamos que le dijera: «Tenía miedo de venir a veros porque, accidentalmente, he llevado a mi aprendiz por el mal camino. Ha asimilado un grave error y ha dado testimonio del hecho delante de muchos testigos. Pero creo que, con mi ayuda, renunciará a su herejía y abrazará la fe una vez más». ¿Acaso Bernard Gui me concedería la custodia del alma de Martin y me diría: «Te confío la salvación eterna de ese niño»?

Quizá, pero lo dudo mucho. Después de todo, yo también fui hereje. Y cuando me esfumé de la vista de mi maestro, éste se quedó desconcertado. Se disgustó. La fe que tenía puesta en mí -si la tenía- quedó socavada.

Y además, yo no soy sacerdote. ¿Tengo algún derecho a reclamar la autoridad pastoral? No hay monje en la Tierra que considerase justificado abandonar a mi cuidado una oveja extraviada, y menos un monje que hubiera pasado quince años como inquisidor de la depravación herética. Si Bernard Gui puede simpatizar con mi situación, tampoco va a permitir que su simpatía se interfiera con la misión que Dios le ha encomendado. Casi me parece oírlo indicando que, aunque poseo gran discernimiento, no tengo la capacidad necesaria para penetrar en las profundidades de un corazón humano.

Pese a todos mis esfuerzos, yo no podía escudar a Martin. Ésta es la verdad con la que me debatí ayer por la tarde. Como intentara alguna forma de trueque, como ofreciera información a cambio de la libertad del muchacho, no hay duda dé queme vería en la cárcel, ¿Por qué pagar por algo que, después de todo, se puede conseguir a cambio de nada?

Me quedó claro que Martin sería convocado si yo traicionaba a los beguinos y que sólo si desaparecía podía evitar su detención. Sólo si me convertía en fugitivo. Estuve dando vueltas y más vueltas a aquella posibilidad, la estudié desde todos los ángulos. Existían varias consideraciones, ninguna de ellas de peso. Podían venderse mis bienes mucho antes de que nadie pensara en confiscarlos; cuando se ordenara una inspección, el agente a quien se confiara la venta de mis posesiones ya habría entregado la suma que se había obtenido… y no se le podría echar la culpa por haberlo hecho. Dicho en otras palabras, con tal de que lo planease todo con cuidado, no quedaría desamparado.

Aun así, perdería mi negocio. Jamás podría volver a trabajar como fabricante de pergaminos, ni siquiera como zapatero remendón, ya que Bernard Gui me había conocido en las dos modalidades de oficio. Pero poseo habilidades para trabajar de curtidor o de encuadernador. En caso necesario, también podría ganarme el sustento remendando ropa. No temía morir de hambre.

Mis miedos se centran en Martin. Mientras sopesaba la situación difícil en que se encontraba, comprendí que mi desaparición no haría sino posponer su destino inevitable. Si yo me desvanecía siguiendo las huellas de Jacques Bonet, Jean de Beaune haría una de las dos cosas siguientes. O bien delegaría las funciones a otro familiar o perdería la paciencia y detendría a los Hulart y a quienquiera que tuviera alguna relación con ellos, incluido Berengar Blanchi. Y llegado este punto, saltarían nombres. Y entre ellos estaría indudablemente el de Martin.

Se me ha ocurrido que Martin tenía razón. Sólo si me lo llevaba conmigo, lo protegería de los inquisidores.

Me he enfrentado a este hecho desagradable con gran desánimo. Evitar ser descubierto es de por sí difícil cuando uno está solo, pero lo es doblemente si se va acompañado. Y aunque Martin no carece de talento para el disimulo, no tiene ni de lejos la habilidad necesaria para transformarse en una persona distinta. Tardaría en conseguirlo mucho tiempo.

Pero una especie de terrible certidumbre me avisaba de que no podía abandonarlo. En cuanto la posibilidad de llevármelo conmigo se ha abierto camino en mis pensamientos, ya se ha quedado instalada en ellos. Por mucho que me pasease de un lado para otro, por mucho que intentase desviar mis pensamientos hacia otros terrenos (como, por ejemplo, el de la curiosa mentira de Berengar Blanchi sobre la inminente detención de Jacques Bonet), me sentía incapaz de ignorar aquella compulsión que ya estaba germinando dentro de mí. Sí, abandoné a Allemande, pero ya no poseo la fuerza de carácter para abandonar a mi aprendiz.

Como me echara sin él por los caminos, jamás llegaría a recuperarme. Eso me destrozaría. Lo de Allemande me hizo daño, pero abandonar a Martin me destrozaría. Perdería parte de lo que me mantiene alerta, entero, capaz de sobrevivir en el aislamiento. Cuando intentaba imaginarme recorriendo el largo camino que se extendía delante de mí y me veía en él solo, me era imposible vislumbrar como destino del viaje otra cosa que el vacío, la ausencia total de algo más. Quizá me veía a mí mismo.

En cualquier caso, he tomado la decisión. Después de recorrer de un lado para otro la habitación un buen rato, he vuelto a sentarme y he estado mirándome las manos mientras la luz iba palideciendo. Pese a que me son tan familiares, me han parecido extrañas, como si perteneciesen a otra persona. ¿Sería verdad que habían maltratado a un hombre hasta matarlo? Algo inconcebible. Un acto así parecía situarse más allá de las capacidades de alguien que es tan poca cosa, tan débil, alguien que está tan cansado como yo.

Después me he levantado y he ido a ver a Martin. Ha resultado que estaba esperando en el patio, junto a la puerta de mi tienda; seguramente se había quedado allí después de nuestra última conversación. No se lo he preguntado. Me he limitado a invitarlo a que subiera y, una vez arriba, le he dicho que se sentara en mi taburete. Vistos en la penumbra, sus ojos parecían enormes. Me ha observado sin decir nada, con miedo a hablar.

Me he sentado enfrente de él, sobre el baúl donde guardo la ropa. Y esto es lo que le he dicho:

– Yo no soy beguino, Martin. Yo no soy hereje. Y tú tampoco deberías serlo.

La sorpresa lo ha dejado boquiabierto.

– Los beguinos yerran -he proseguido-. Debes entenderlo. Si sigues sus creencias, no puedo ayudarte.

– Pero…

– Oye. -He bajado mucho la voz y me he inclinado hacia él tanto que nuestras frentes casi se tocaban. Aunque no tenía verdaderos motivos para creer que pudieran oírme, me era imposible abandonar esta actitud-. Los libros que encontraste están atiborrados de mentiras. Me apena que los hayas leído. Martin, sólo hay una Iglesia verdadera: la Iglesia de Roma. Yo soy un hijo fiel de esa Iglesia. Y me gustaría que tú también lo fueras.

Movía a lástima ver su expresión. Jamás había visto tanta confusión en un rostro.

– Parece como si hubieras caído en el error por lealtad a mi persona -he añadido-. Pero te has equivocado. Por eso confío en que te apartes del pecado ahora que sabes la verdad. Ojalá la hubieras sabido antes.

Ahora la confusión de Martin había cedido paso a una emoción más compleja. Ha fruncido los párpados y me ha mirado fijamente. Pero yo he continuado insistiendo sin hacerle ningún caso.

– ¿No vas a retractarte de tus heréticas creencias? Hazlo por mí y también por ti. ¿Querrás? -le he preguntado-. Por favor. Me duele haberte hecho tanto daño.

– Pero los libros…

– Se equivocan.

– ¿Por qué los guardáis, entonces?

Me esperaba la pregunta; después de todo, Martin no tiene un pelo de tonto. Y sin embargo, me he sentido casi incapaz de forzar una respuesta. Hacía tanto tiempo que aquel secreto era un secreto que he tenido la impresión de que su revelación debía de acarrearnos por fuerza una espantosa calamidad.

Finalmente, después de un largo titubeo, le he dicho la verdad. Y al hacerlo, he asumido un riesgo que no habría corrido si hubiera abrigado alguna duda con respecto a la hondura de la mirada que me dirigía.