Porque lo que he puesto en sus manos es mi vida. No hay que equivocarse con respecto a esto. De todos modos, yo jamás habría hecho una cosa tan insensata si su alma no hubiera estado en peligro.
– Martin -le he dicho-, esos libros me los dio el inquisidor de Tolosa. Soy agente suyo. Estoy a su servicio desde que tenía más o menos tu edad.
Se ha quedado un momento sin aliento y yo he esperado. No es fácil aceptar que aquel a quien tienes por amigo es en realidad un desconocido. He visto que Martin engullía tan desabrida revelación como quien se traga un hueso; ha hecho una mueca, ha fruncido el ceño y por un instante he pensado que se retiraría de mi presencia. Si lo hubiera hecho, no se lo habría recriminado. Incluso entre los más altos dignatarios de la cristiandad, tiene muy pocos amigos un inquisidor papal. Y entre las órdenes inferiores, ninguno, salvo el puñado de los que son como yo.
Debo confesar que he sometido a Martin a atenta vigilancia, dispuesto a pasar a la acción si acaso salía escapado hacia la puerta. Aunque dudaba de que lo hiciera, siempre hay que estar preparado para lo peor. Y permítaseme añadir que si él hubiera decidido traicionar mi secreto, no habría sufrido ningún daño de mi parte.
Como mucho, lo habría encerrado en algún sitio mientras yo huía.
– Así pues, ¿vos los espiabais? -ha dicho por fin en voz muy baja-. ¿A los beguinos?
– Sí.
– ¿Y eso es porque os lo ha mandado el inquisidor de Tolosa?
– Sí.
– ¿Por qué?
Habría podido decirle lo que me había dicho a mí mi maestro. Le habría podido echar un sermón sobre la fatal arrogancia de los credos heréticos y decirle que, por muy ingratas que sean, hay ciertas tareas -como el exterminio de las sabandijas- que deben emprenderse para, asegurar una sana existencia.
Pero no lo he hecho. Mi respuesta se ha limitado a lo siguiente:
– Porque creí que no tenía otra opción.
Se ha quedado en silencio. De pronto me ha sido imposible soportar por más tiempo su mirada solemne y he vuelto la cara hacia la ventana.
– Los beguinos están en el mal camino, es lo único que debe quedarte claro -he continuado-. De todos modos, no puedo traicionarlos. Ahora no puedo. Si lo hiciera, ellos darían tu nombre a Jean de Beaune y entonces te detendrían a ti.
– A lo mejor… no lo darían… -ha dicho Martin tartamudeando, lo que ha hecho que me percatara de que entendía plenamente las consecuencias de lo que había hecho.
– Lo darán -he declarado de plano-. Créeme.
– Entonces…
– Si yo huyo, estarás a salvo durante un tiempo…, sólo hasta que descubran a los beguinos. Porque los descubrirán. Son demasiado temerarios para que puedan pasar inadvertidos indefinidamente.
He visto que estaba haciéndose rápidamente de noche y he pensado que quizá debía encender una lámpara antes de que la oscuridad impenetrable nos tragase a los dos.
– Si vienes conmigo -he añadido, volviéndome hacia él-, no te descubrirán nunca. Te lo prometo. Poseo una habilidad en la que no me supera nadie: sé desaparecer. Gracias a ella he conservado la vida todos estos años.
Ha habido otra pausa. Cuando Martin se ha inclinado para rascarse la pierna, su cara ha quedado en sombra y ha desaparecido por completo de mi vista.
Pasado un momento, ha dicho con acento ahogado:
– ¿Podré volver?
– No.
– ¿Nunca? ¿Ni siquiera cuando sea viejo?
– Martin, compréndelo. -Le he hablado, quizá, con cierta frialdad, pero había que dejar claro ese punto-. Si te vas de aquí conmigo, será para tu familia como si te hubieras muerto. Tiene que ser así. Porque si regresases alguna vez, procurarían asegurarse su salvación traicionándote a los inquisidores. ¿Quieres obligarlos a que tomen esa decisión?
– Yo…
– Debes hacer lo que te parezca conveniente. Yo no puedo decidir por ti. Lo único que hago es brindarte mi protección porque soy quien ha destruido tu vida.
Ha enderezado de golpe la espalda, que tenía encorvada.
– ¡Oh, no! Eso no, maestro.
– Sí.
– No, no, vos… Yo… jamás había encontrado a nadie tan bueno conmigo como vos.
Me he puesto de pie al momento. No podía soportar que se expresara de aquella manera. Sus palabras eran brasas candentes que se iban amontonando sobre mi cabeza.
– Tu madre te quiere -he insistido-. Tienes que pensarlo muy bien antes de decidirte a abandonarla porque, así que des ese paso, ya no podrás volver atrás.
– Maestro…
– Piensa, piensa mientras enciendo una lámpara.
He cogido una lámpara y he bajado al piso de abajo para encenderla. Mientras me ocupaba en esta labor, me he dado cuenta de que estaba sudando y me he quedado unos breves momentos en la tienda para intentar recuperar la serenidad. No quería que Martin me viera con el aliento entrecortado y los labios temblorosos. Esto lo habría hecho dudar de mi entereza.
Pero es un hecho que yo había corrido un riesgo muy grave. Y no hay nadie que, después de ponerse en peligro de esa manera, no quede afectado. Por muy fuerte y resuelto que sea.
Por mi parte, me atribuyo una muy modesta dosis de valor y, por consiguiente, la reacción era inevitable.
Por fin (gracias a varios procedimientos que he ido perfeccionando con los años), he logrado dominar la agitación. Volvía a estar tranquilo. He cogido, pues, la lámpara y he subido escaleras arriba sin parar un momento de decirme que era una y cien veces estúpido. Nadie en mi lugar asumiría la carga de huir con un muchacho. Aunque estorbado por su conciencia, un familiar sensato -tras haberse ofrecido como protector- habría rezado para sus adentros a fin de que su ofrecimiento no fuese aceptado.
Pero a pesar de mis dudas y temores, alimentaba en lo más profundo de mi ser una especie de renuente esperanza. Había comprendido que, contra las expectativas de toda una vida, tal vez ahora la mía no sería una muerte solitaria.
– Maestro -ha dicho antes de que yo llegara a lo alto de la escalera-. Maestro, ya lo tengo decidido.
– ¿Ya?
– Maestro, quiero ir con vos.
XXI
He estado muy ocupado desde que escribí mi última entrada en este diario. Los acontecimientos se adelantan a mi capacidad de registrarlos.
Anoche, después de que Martin hubiera tomado su decisión, lo envié de nuevo con su familia. Le dije que había que planear muy cuidadosamente la huida y que necesitaba tiempo para los preparativos. Después, decidida mi suerte, me senté a contemplar el futuro con la cabeza mucho más serena de lo que había fingido tenerla hasta ahora. Como he dicho antes, barrida la incertidumbre y con un propósito o destino más preciso, ya puedo sentirme más tranquilo.
Tomé varias decisiones en relación con mis bienes. Sé de un notario cuyos servicios utilicé cuando compré esta casa; es un anciano inteligente, distinguido y especialmente discreto, incapaz de engañar ni de defraudar a sus clientes. Me parece que podría utilizar sus servicios para vender mi casa y transmitir las ganancias sin poner en peligro para nada su reputación. Por supuesto, no me será posible ponerme en contacto con él a lo sumo hasta el lunes. A ningún hombre sensato se le ocurriría hacer ningún tipo de transacción el Domingo de Pascua.
En cuanto al punto de destino, después de mucho reflexionar he decidido que me subiría a una barcaza para trasladarme desde La Barque a la costa y que allí me procuraría un pasaje hacia el este, tal vez desde Leucate. El ardid consistiría en evitar embarcarme en un puerto donde hubiese desembarcado, ya que en este caso mis movimientos habrían podido quedar registrados en sitios tales como las listas de peregrinos de los cartularios comunales. (Sé que Marsella lleva un excelente registro de embarque y de pasajeros.) Una vez desembarcado, tal vez podría seguir a pie hasta otro puerto -cuanto más activo, mejor- y a partir de allí servirme de una galera rumbo a Genova o a Sicilia. Italia sería un lugar más seguro que Provenza, creo, ahora que el Papa está en Aviñón. Y por conversaciones qué he tenido con Bernard Gui y Pierre Autier, e incluso con algunos de los curtidores que hay río abajo, sé que es posible encontrar a muchos exiliados de mi país en las marcas del norte y en el extremo sur de la península italiana. Ni en Mesina ni en Lombardía yo sería tan visible como en otros lugares en calidad de extranjero solitario. Y dispondría, además, de la comodidad de compartir una lengua.