Por supuesto que los gastos que supondría ese viaje serían muy cuantiosos. Lo que quiere decir que, aunque puedo esperar que contaré con el dinero que me reporte la casa -con tal de que lo reciba antes de Pentecostés-, en cuanto pueda tendré que vender todos mis muebles y herramientas. Todo esto me va a causar muchos contratiempos.
Precisamente, estaba discurriendo la manera de hacer la venta de tapadillo cuando noté que empezaban a pesarme los párpados y me di cuenta de que estaba haciéndose tarde.
Ya en la cama, no tardé en deslizarme en el sueño. Pero antes de que la inconsciencia se adueñara de mí, la niebla de mis pensamientos se aclaró un momento y éstos se centraron en dos hechos relacionados con mi última visita a la tienda de los Donas. En primer lugar, me detuve a pensar en la llamativa mentira de Berengar Blanchi. Cuando se la oí, yo me encontraba absorto en otros asuntos, pero ahora, cuanto más me entretenía en considerar el hecho, más me indicaba que había algo que no encajaba. Jacques Bonet, como yo sabía muy bien, no había estado en inminente peligro de que lo detuvieran. Todo lo contrario. Así pues, ¿de dónde salía esa mentira? Seguramente no del propio Jacques. Aunque era posible que se sintiese ávido de escapar de las garras de Jean de Beaune, sólo un loco habría alegado que era objeto de investigación inquisitorial. Una mentira de estas proporciones habría asustado a sus amigos herejes y podía inducirlos a matarlo.
El podía haber sido un loco, por supuesto. Nada de lo que sé me inclina a pensar lo contrario. Pero aun así me sentía confundido y advertía la inquietud creciente que me invadía. Si la fuente de la mentira era Berengar Blanchi o Imbert Rubei, convendría indagar acerca de sus motivaciones. Ésa era mi opinión.
El otro misterio guardaba relación con la casa de Imbert. La proposición de que yo me escondiera en ella había suscitado una reacción extraordinariamente adversa. Berengar se había mostrado irreductible con respecto a que no había que invadir la intimidad de Imbert. Y en cuanto a Berengaria Donas, apenas se lo hubieron recordado, se había deshecho en viles excusas.
Me daba la impresión de que Imbert debía de ocultar algo -o a alguien- en su casa. Aunque no a Jacques, de eso estaba convencido. No se había visto a Jacques en las proximidades de la casa de Imbert en los últimos seis meses si había que hacer caso del mesonero que vivía enfrente. ¿ Cómo iba Jacques a estar seis meses confinado en una casa? A menos que hubiera muerto. Pero de ser éste el caso, habrían sacado el cadáver. O lo habrían escondido. No lo tendrían a la vista para asustar a los visitantes de la casa, digo yo.
Sumido en tales especulaciones, acabé por dormirme. Pero un rato después me desperté y vi que todavía era de noche, lo que me defraudó profundamente, pues comprendí que ya no volvería a dormirme. (Después de tantos años de noches de inquietud, conozco bien los síntomas que acompañan al profundo insomnio.) Así pues, me he levantado y me he dedicado a poner al día este diario y a terminar la última entrada hasta que la luz del alba ha despertado a Narbona. Entonces me he vestido. Debo puntualizar, con todo, que era muy temprano. No esperaba encontrar a Martin a esa hora, ya no digamos a ninguno de mis vecinos.
Así pues, me han cogido por sorpresa los golpes que alguien daba en la puerta de mi casa. Había empezado a hacer un inventario de mis bienes pensando en su venta cuando me he visto obligado a abrir los batientes de la ventana del taller y a asomarme. Entonces, he visto la figura de una persona embozada que estaba de pie, apenas visible a la tenue luz.
El chirrido de las charnelas ha alertado al visitante. Antes de que me diera tiempo a requerirlo, se ha levantado a mirarme un rostro lívido que he identificado como el de Berengaria Donas. Se ha llevado un dedo a los labios.
Después, acompañándose de gestos más perentorios, me ha indicado que quería hablar conmigo en privado.
Puede imaginarse mi sorpresa. Antes de bajar para abrirle la puerta, me he armado con un cuchillo al salir del taller, ya que he pensado que vale la pena estar siempre preparado. Se me ha ocurrido pensar que si Ademar o cualquiera de mis vecinos veía por casualidad a Berengaria entrar en mi casa, no tardaría en correr la voz y en divulgar la noticia de que yo tenía una amante. ¿Qué otra razón que no fuera retozar llevaría a una mujer a buscar mi compañía a una hora tan temprana?
– No entiendo por qué habéis venido -le he murmurado cuando ha cruzado el umbral y ha pasado junto a mí rozándome-. Os pueden haber visto.
– No he visto a nadie por los alrededores -ha replicado-. Y además, llevaba puesta la capucha.
– No importa.
He atrancado la puerta con el cerrojo y la he observado con inquietud e interés.
Tenía las mejillas arreboladas y los ojos brillantes. Parecía muy excitada.
– ¿Qué queréis? -le he preguntado.
– Traigo noticias.
Con esa seguridad que la caracteriza, se ha entreabierto la capa y se ha sentado en el taburete más próximo. Ha recorrido el entorno con la mirada como si tomara nota de todo y al mismo tiempo desechara sumariamente todo cuanto de insignificante había en nuestra proximidad inmediata.
– Berengar Blanchi estuvo ayer de nuevo en mi casa -ha proseguido-. Había hablado con Imbert Rubei. Han ideado un plan para vuestra salvación.
– Entonces será mejor que me lo contéis arriba -no quería que mis inquilinos pudiesen oír la conversación-, si no os importa.
Me ha demostrado que no tenía objeción alguna y, de hecho, da la impresión de que no le importa en absoluto que se ponga en cuarentena su reputación de esposa virtuosa. Quizá considere que se trata de un detalle de muy poca monta comparado con ese principio mucho más importante que es la pobreza evangélica. O es que quizá la riqueza le da una confianza que no suelen experimentar aquellos que tienen que confiar en la buena voluntad de la familia o de los amigos y que, por tanto, se ven obligados a regular su conducta.
O quizás es una de esas raras almas que viven olvidadas de las cuestiones relacionadas con el sexo y la pureza. Yo lo entiendo. En cambio, algunos clérigos que conozco no dejan nunca de dar vueltas en torno a todos los aspectos del tema, cuyo interés es a mis propios ojos limitado.
En mi opinión, hay cosas mucho más peligrosas y complejas sobre las que habría que preocuparse.
– Un bello arcón para la ropa -ha dicho al entrar en mi taller-. Macizo, pero sencillo. ¿Es de roble?
– Sí.
– Muy hermoso. No es pecado guardar la propia ropa para impedir que se estropee, siempre que la ropa sea sencilla.
– ¿Queríais decirme algo, Na Berengaria?
– Sólo esto. -Ha desviado la atención del arcón-. Si queréis recoger algunas de vuestras cosas y venir a mi casa lo antes posible, os esconderé en mi viña. Por la noche podéis saltar la muralla. Imbert os esperará al otro lado y os acompañará hasta un bote que está amarrado río abajo. De ese modo no tendréis que cruzar las puertas y no os detendrán.
Ahora bien, resulta que la noche pasada, además de todas mis cavilaciones, también me había preguntado qué haría con respecto a los beguinos. Y llegué a la conclusión de que no convenía dejarlos en la ignorancia de la situación. Por un lado, me sentía reacio a compartir mi secreto con un grupo de gente que daba tan lamentables muestras de imprudencia. Por otro, mi primer objetivo era retrasar todo lo posible la detención de los beguinos, ya que el hecho supondría inevitablemente que Jean de Beaune conocería el nombre de Martin y someterían a interrogatorio a Moresi.