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He pensado que, si se podía convencer a los beguinos de que abandonaran Narbona (o cuando menos evitaran acoger con los brazos abiertos en su seno a otro agente inquisitorial), yo estaría mejor protegido. Así pues, cuando Na Berengaria me ha revelado su plan, no me la he sacado de delante con vagas protestas. Tampoco le he hecho promesas que no tuviera intención de cumplir.

En lugar de eso, he estudiado su rostro y me he fijado en sus nobles proporciones y en la finura de su cutis, en su absoluta falta de artificio y al mismo tiempo en su imperiosa expresión. Debo decir que no encuentro en mi corazón ni rastro de desprecio hacia esta mujer. Exasperación sí, eso quizá. Impaciencia, sin duda. Pero su generosidad es muy especial y su disposición es la más recta y afable que he tenido ocasión de encontrar nunca entre los herejes de este mundo. Como soy versado en el arte de la duplicidad, debo reconocer que no veo en ella ni rastro de la misma. Si no fuera tan orgullosa, podría ser digna de admiración.

He visto que sería incapaz de traicionarme a sabiendas si se conociera la verdad. Por eso, sin más preámbulo, he observado bruscamente:

– Os preocupáis por mí inútilmente. Actualmente no corro ningún peligro por parte de Bernard Gui. Como tampoco por parte de ningún otro inquisidor de la depravación herética.

Ha parpadeado, pero no ha dicho nada.

– Bernard Gui no escribió ni envió la citación -he continuado-. Es una falsificación urdida por algún conocido del padre Sejan Alegre, con respecto a cuyos propósitos no tengo seguridad alguna. Quizá se quiere con ello poner a prueba mi verdadera lealtad.

– Pero…

– Esperad. -He levantado una mano-. Oíd mis palabras y después juzgad por vos misma. Conozco perfectamente la caligrafía de Bernard Gui, pues yo soy uno de sus agentes, de la misma manera que Jacques Bonet era un agente de Jean de Beaune.

Ha sido como si no me hubiese entendido. Su evidente perplejidad no ha dado paso a una expresión de creciente horror.

– Jacques Bonet tenía instrucciones de localizar a todos los beguinos de Narbona que no estuvieran identificados -he explicado-. Pero se desvaneció. Me han encargado que descubra su paradero. Yo no soy beguino, señora. No lo he sido nunca.

– ¡No! -Ha negado con la cabeza, mientras una media sonrisa de estupefacción vagaba por su rostro apenado-. No es… verdad.

– Os he mentido. Pero ya no os volveré a mentir. Creedme si os digo que mi corazón ha sufrido un vuelco.

Se le ha acelerado la respiración. De pronto su cara ha adquirido un color ceniciento. Se ha tambaleado y se le ha vencido el cuerpo hacia atrás como empujado por el impacto de una ballesta.

La he agarrado por un brazo para sostenerla.

– Oíd -le he dicho-, no os sobrevendrá ningún daño por mi culpa. Tengo intención de marcharme de aquí en cuanto pueda. Quiero desaparecer. Pero si vos os quedáis, señora, sufriréis la misma suerte que los hombres y mujeres cuyas reliquias veneráis. -Mientras ella se agachaba, vencida por la flaqueza, apoyándose en mi arcón de la ropa, y jadeaba como un pez recién sacado del agua, he porfiado por convencerla de la extrema vulnerabilidad de su situación-. ¿Lo entendéis? -he preguntado-. Los vuestros están en grave peligro. Habéis sido demasiado confiados. Habéis acogido a dos impostores; como acojáis a uno más, tendréis que lamentarlo.

– Jacques Bonet… -ha dicho mirándome fijamente con los ojos muy abiertos al tiempo que se llevaba una mano a la boca-¡Jacques no! ¡No! ¡Jacques no!

– Se aseguró la libertad a cambio de sus servicios…

– ¡Pero él estaba en casa de Imbert! ¡Vivía allí! -Se le ha roto la voz en una nota estridente, al tiempo que se llevaba ambas manos a las sienes en actitud de la más profunda angustia-. ¡Que Dios nos ayude si acaso vio algo! ¡Si sabe algo! -Ha retenido el aliento y se ha puesto en pie de un salto-. ¡Si lo ha contado! -ha murmurado agarrándome la muñeca.

– ¿Si se lo ha contarlo a quién? -le he preguntado-. ¿Si ha contado qué?

Pero ya me había soltado. Ahora miraba la escalera como a punto de escapar. Pero la he detenido. Aunque es alta y corpulenta, no me iguala en fuerza. No ha podido desasirse de mí.

– Esperad -le he dicho

– ¡Hay que avisarlo!

– ¿A quién?

– ¡A Imbert! -Había lágrimas en sus ojos, todo aquel vestigio de benévola seguridad la había abandonado-. ¡Tengo que decírselo! Ya no están seguros…, tendrán que mudarse. ¡Soltadme ya, estáis loco!

– Esperad -he repetido, mientras ella volvía su rostro frenético hacia mí.

Su piel, en contacto con mis dedos, era suave como la seda.

– Decidme, ¿quién debe mudarse?

Ha vacilado y se ha quedado con la boca abierta. Me ha dado la impresión de que se percataba lentamente de toda la importancia de lo que acababa de revelarme. Con enorme esfuerzo ha conseguido recuperar una pequeña parte de su compostura habitual.

– No… puedo hablar -ha replicado-. Pecaría si os lo dijera.

– ¿Pecaríais?

– Sí.

– ¿Sería un pecado? -Le he soltado la barbilla, pero no el brazo-. Esto significa que Imbert oculta algo muy precioso. Incluso algo santo. -La he observado con interés-. ¿Más restos, quizá?

Se ha estremecido de pronto, lo que ha confirmado mis palabras.

– ¿De quién son los restos?

– Por favor…

– Son restos que exigen mucha más protección que las reliquias que guardáis en vuestra propia casa, que han sido expuestas a las miradas de un posible desconocido. -Yo pensaba en voz alta, revisando mentalmente cierta conversación-. Restos que han permanecido ocultos incluso a vuestro amigo Blaise…

De pronto, en virtud de alguna intervención divina, se me ha presentado la respuesta. Era muy obvia, pese a ser increíble.

He aspirado profundamente y le he apretado el brazo con más fuerza.

– Son los huesos -he dicho-, los huesos de Pierre Jean Olivi.

Sentía una confianza absoluta; una confianza más que bien fundada. Berengaria no ha intentado negar que estaba en lo cierto.

En lugar de esto, se ha echado a llorar.

– ¡Oh, os lo ruego! -me ha dicho entre sollozos-. Os lo ruego…

– Sssss…

– ¡No me traicionéis! No lo hagáis… Os lo ruego… He roto mi promesa…

La oleada de especulaciones que han seguido a mi descubrimiento ha impedido que le ofreciera consuelo. Me he quedado en silencio mientras media docena de ideas diferentes se debatían en mi cabeza buscando supremacía.

Pero, gradualmente, la desesperación que la invadía ha ido penetrando en la nube de abstracción en la que yo me había perdido. Se había derrumbado sobre el arcón de la ropa, convertida en mera sombra de la mujer decidida que había entrado en mi taller. Me entristecía ver que había caído tan bajo.

Con todo, no quería apartarme del asunto que tenía entre manos.

– Yo creía que los huesos de Olivi se habían dispersado. -Por lo menos ésos habían sido los rumores-. Creía que los dominicos se habían hecho con ellos.

– Sí, así fue -ha dicho gimoteando Berengaria-, pero el padre Sejan fue encargado de su custodia y los entregó a Imbert Rubei.

– ¿Cómo fue eso?

– Tuvo que pagar dinero. Dinero nuestro. Mío y de Imbert.

– ¿Quién lo recibió?

– No lo sé.

– ¿Un dominico?

– No lo sé.

– Debieron de pagárselo a un dominico. Un dominico que se encargó de su destino. -Debo confesar que todo aquello me ha excitado-. ¡El mismo dominico que urdió lo de la convocatoria, lo garantizo!