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– ¿Qué?

– Escuchadme, esto es importante. -He arrastrado el taburete, me he sentado delante de Berengaria y le he puesto una mano en la rodilla-. El padre Sejan sabe hace tiempo que soy un agente de Bernard Gui. Sabe que me encargo de buscar a Jacques Bonet.

– ¿Cómo? ¿Cómo es posible?

– No importa. Se enteró de que yo hacía indagaciones en torno al cadáver de Jacques Bonet.

– ¿De su cadáver?

– Ssss. ¡Escuchad!

– ¿Queréis decir que ha muerto?

– No lo puedo asegurar. Pero no os equivoquéis, señora… Sejan sí puede asegurarlo. Y también Imbert, quizá.

Berengaria ha fijado en mí una mirada tan lastimosamente confundida, tan derrotada y tan triste que me ha llegado al alma. Por un momento, me he olvidado de mi situación de ventaja para buscar únicamente la manera de aclararle las cosas.

– Sejan descubrió que yo estaba haciendo indagaciones en torno a Jacques Bonet. Pero ¿os lo dijo acaso? No. En lugar de eso, puso sobre aviso a su amigo el dominico. Y como el dominico vive en el priorato, pudo informarle de que un tal Helié Seguier, un fabricante de pergaminos, se había visto con Bernard Gui. Sejan y su amigo debieron de llegar entonces a la conclusión de que yo era un agente del inquisidor. Y entonces falsificaron la citación… y siguieron sin deciros nada.

– No…, no lo entiendo.

– Tampoco yo. Pero puedo aventurar una suposición con respecto a lo que perseguían. -Al observar su expresión ausente, me he inclinado hacia ella obligándola a mirarme a los ojos-. No tenéis más que considerar esto -he dicho con firmeza-. El día antes de recibir aquella carta falsificada, Berengar Blanchi fue a veros. Lo vi cuando salía de vuestra casa. Después fue directamente a visitar a su primo Sejan en San Justo. ¿Por qué fue a veros Berengar aquel día? ¿Preguntó por mí? -Me ha mirado con ojos de sorpresa, sin comprender nada-. ¡Pensad un momento! -he insistido-. ¡Os lo ruego! Fue el miércoles pasado.

Pero ella ha seguido aferrándose a cosas que no eran importantes.

– ¿Cómo sabéis que Berengar Blanchi y el padre Sejan son primos? -ha preguntado con sorpresa infantil.

– Limitaos a responder a mi pregunta. ¿Fue ésta la primera vez que le hablasteis de mí?

– No. Esa vez no. -Finalmente, con un visible esfuerzo, ha dirigido su atención a Berengar Blanchi-. Él ya sabía de vos -ha admitido ella-. Yo ya le había hablado de vos a Imbert cuando fui a comprar seda…

– ¿Cuándo fue eso?

– Pues…

– ¿Antes del Domingo de Ramos?

– Sí -ha dicho, incapaz de apartar su mirada de la mía-. El día anterior. Y al cabo de unos días vino Berengar Blanchi; quería saber si yo os había hablado sobre… -Las palabras se le han quedado atragantadas y se las ha tenido que tragar, pero ha intentado pronunciarlas de nuevo-. Sobre los huesos -ha dicho por fin con un suspiro.

– ¡Ah!

– Yo no pensaba hablaros de los huesos. ¡Ni por asomo!

– ¿Dijo Berengar por qué?

– Pues porque constituyen un gran secreto. -Súbitamente sus ojos se han llenado de lágrimas; las he visto brillar-. ¡Y ahora ya lo sabéis! -ha murmurado, evidentemente aterrada ante su propia debilidad.

– Vuestro secreto está a salvo conmigo. Soy una tumba en lo que a secretos se refiere.

Con una profunda sensación de satisfacción, he empezado a juntar todos aquellos elementos dispares que por espacio de tanto tiempo habían permanecido desconectados. El jueves anterior a Semana Santa, Na Berengaria me había invitado a las oraciones del domingo. El sábado siguiente, le había mencionado el hecho a Imbert. Un día después, Sejan había encargado a aquel personaje llamado Loup que observara mis movimientos a partir del momento en que abandonara la tienda de los Donas.

Sejan, entre tanto, me había enviado el informe del arzobispo. Y el miércoles de Semana Santa, Berengar Blanchi insistía en que no me hablaran de los huesos de Olivi.

A menos que me equivoque, Sejan debió de consultar con su amigo, el dominico desconocido, el lunes o martes de Semana Santa y entonces se enteró de que yo me había visto con Bernard Gui. Después, tras reunir la información procedente de tres fuentes, habían visto lo que presuponía y había empezado a cundir el pánico entre ellos.

Me he puesto de pie y he comenzado a recorrer la habitación de un lado a otro.

– Hace una semana que Sejan y su amigo, el dominico, tienen noticia de mi secreto. Sobre esto no existe la menor duda -he dicho pensando en voz alta-. Falsificaron la citación porque estaban convencidos de mi traición.

– Pero ¿cómo podéis saberlo?

– Lo sé. Conozco a Bernard Gui. Conozco su caligrafía. Conozco sus costumbres. Jamás me habría enviado una carta como aquélla. Debió de enviarla Sejan; el dominico fue quien la escribió. La pregunta que os hago es la siguiente: ¿por qué? -Me he parado y he girado en redondo para enfrentarme a Berengaria-. ¿Para ver mi reacción? Es evidente que si yo obedecía sin rechistar, demostraría que era un espía. Pero en tal caso, ¿por qué no os informaron a vos? ¿Por qué?

Berengaria se ha quedado a la espera. De hecho, yo no aguardaba una respuesta de su parte. Aunque puede estar condenada, en muchos aspectos es honrada y candorosa. Y aunque se condena a sí misma á una muerte inevitable con cada palabra que pronuncia y con cada desconocido en quien confía, jamás condenaría a otra persona a la misma suerte.

– Creo que lo que planean el cura y el monje es matarme -he dicho-. ¿Qué otro objetivo los llevaría a querer atraerme hasta el terreno del priorato a tales horas?

– ¡Oh, no! -Era evidente que se negaba a aceptar aquella posibilidad y, en lugar de ello, se ha limitado a negar con la cabeza con creciente energía-. ¡No, no, eso es imposible!

– Entonces, ¿por qué he tenido que ser yo quien os confiase mi secreto? ¿Por qué no os informaron ellos?

– Porque…, porque…

– Pues porque deben de saber que vos pondríais objeciones a sus planes. -Era algo tan claro a mis ojos que el empecinamiento de la mujer me impacientaba-. Podéis ser hereje, señora, pero vos no sois una asesina. Vos no querríais llevar ese pecado en vuestra conciencia.

Ha sido como si el cumplido la halagase. Se ha cubierto la cara con las manos, deseosa de evitar aquella visión intolerable.

– Os equivocáis -ha respondido con un titubeo-. No puedo… Vuestra mente es… Vuestros pensamientos son terribles…

– El mundo está poblado de pensamientos terribles. Si no lo entendéis así, pereceréis. -Verdad es que se precisaba fuerza para continuar; de pronto me he sentido mortalmente cansado, ya que forzar a Na Berengaria a aceptar la verdad era mucho más difícil de lo que había supuesto-. Berengar Blanchi os mintió cuando os dijo que estaban a punto de detener a Jacques Bonet. -Era otro hecho que merecía comentarse-. Me gustaría saber de dónde salió esa mentira. Tal vez del propio Jacques Bonet, aunque tengo mis dudas. Porque aunque quizás esperaba escapar fácilmente diciendo esta mentira, debía de haber sabido también que podía tener el efecto contrario y asustar a sus amigos hasta el punto de inducirlos a matarlo. Por otro lado, si la mentira venía de Sejan, de Imbert o del propio Berengar, ¿qué motivos tenían? ¿Por qué imaginar esa excusa para la repentina desaparición de Jacques? La única razón que encuentro es el remordimiento y el miedo. Porque Jacques está muerto.

– ¡No! -Na Berengaria se ha tapado los oídos con las manos-. ¡Me niego a seguir escuchando! ¡Jacques se ha escapado!

– ¿Cómo lo sabéis?

– ¡Se escapó! ¡Se escapó!

– ¿Cómo lo sabéis? -Había hablado levantando demasiado la voz y me he apresurado a bajarla-. ¿Lo visteis vos? -he dicho en un siseo-. ¿Hablasteis con él? -Exasperado ante su actitud de resistencia, le he apartado a la fuerza las manos de los oídos-. ¿Entendéis realmente lo que significa esto? -le he preguntado-. Un monje de Santo Domingo recibió dinero a cambio de desobedecer a su superior. Cometió un acto herético entregando aquellos huesos al primo de Berengar Blanchi. Tal vez os sintáis feliz convirtiéndoos en mártir en nombre de Pierre Jean Olivi, pero ningún dominico venal querrá seguir vuestro ejemplo. Hará cuanto esté en su mano para impedirlo. Un hombre que se enfrente a la ruina y quizás incluso a la muerte podría ver el asesinato como una medida para protegerse, sobre todo un hombre que ha arriesgado su vida, por dinero.