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Como las manos de Berengaria se retorcían como una pareja de pequeñas criaturas cautivas de las mías, las he apretado con fuerza y no le he permitido que desviara la mirada hacia otro lado. Me he inclinado hacia ella hasta que nuestras cabezas se han situado a un mismo nivel. Y he fijado mis ojos en los suyos.

– Si Jacques Bonet vivía con Imbert, es muy probable que descubriera el secreto de los huesos de Olivi -he dicho-. En tal caso, tal vez identificara de dónde procedían dichos huesos. Y si nuestro amigo dominico lo sabía, quizá se sintió severamente amenazado. Quizá se comportó de forma precipitada. No hay que descartar la precipitación, creo. Ya fue precipitado que os vendiera a vos aquellos huesos. Sabe Dios para qué necesitaba el dinero. ¿Para una puta? ¿Para un pariente pobre? ¿Para alguien que lo extorsionaba?

– ¿Qué voy a hacer? -Lo ha dicho en una especie de suspiro sonoro, que ha acompañado de una mirada de profunda súplica-. ¿Qué haré?

– Tenéis que averiguar qué ocurre… y yo haré lo mismo. No hay que confiar en este dominico. Si ha matado a Jacques, es evidente que no se detendrá ante nada con tal de protegerse. Ante nada. ¿Me habéis comprendido?

Naturalmente, no me había comprendido. Ha escrutado mi rostro buscando que se lo aclarase; yo, frustrado, he golpeado en el suelo con el pie.

– Berengaria, reflexionad -le he dicho en tono quejumbroso-. Vos no sois necia. Suponed que yo desaparezco. ¿Qué va a creer él? Pues creerá que me he ido con Bernard Gui… y se asustará mucho. Aunque no esté enterado de lo que sé sobre las reliquias de Olivi, a esta hora ya sabe que me he provisto de gran cantidad de nombres beguinos. El vuestro. El de Imbert. Incluso el de Berengar Blanchi. El hilo conducirá a cualquier buen inquisidor hasta Sejan Alegre, y de Sejan a su amigo, el fraile.

– ¿Qué decís?

– Digo que el dominico Volverá a matar si se considera en peligro.

– ¡Oh, no! -ha dicho echándose para atrás.

– ¿Por qué no? Si ha matado una vez, ¿por qué no puede volver a hacerlo? Sejan es la peor amenaza que se cierne sobre él. Y también Imbert. Imbert tiene los huesos. Si los huesos llegan a descubrirse alguna vez, es evidente que aquel cuya misión era quemarlos o deshacerse de ellos será el culpable. -Viendo que sus manos ya estaban inmóviles, se las he soltado. Me he enderezado y he tenido la satisfacción de observar que se quedaba con la frente fruncida, como sumida en profundas cavilaciones-. En cuanto a vos, señora, sabéis de esas reliquias -he añadido-. Corréis tanto peligro como Imbert. -Ha levantado la cabeza de una sacudida, movida por la alarma-. Debéis reflexionar profundamente acerca de vuestras futuras relaciones con esos hombres. En este momento suponen para vos una amenaza mucho más importante que para Jean de Beaune.

– Aconsejadme, pues.

– ¿Qué?

– Aconsejadme. -En su voz se presentía la huella de la Berengaria de siempre: la Berengaria serena, imponente, autoritaria. Ha levantado la barbilla y ha cuadrado los hombros-. Maestro Helié, vos sois inteligente. Y hábil. Estáis muy por encima de aquellos contra quienes queréis ponerme en guardia. ¿Qué me aconsejáis que haga? -De pronto se le ha roto la voz-. ¿Cómo puedo proteger a mis amigos frente a tanta maldad?

Una vez más, aquella mujer depositaba su confianza en la persona equivocada. Porque yo no era otra cosa que un traidor, un embustero, un espía cuyos intereses estarían mejor resguardados si Berengaria hubiera estado muerta…, y todos sus amigos con ella. Después de todo, ¿cómo se habría podido condenar a Martin sin el testimonio de ellos? Si todos ellos hubieran estado muertos, yo habría podido hacer libremente mi informe con la certidumbre absoluta de no involucrar a Martin al hacerlo. Ya que ni el propio Bernard Gui era capaz de sacar nombres de un cadáver.

Y sin embargo, pese a mi demostrada perfidia, Na Berengaria persistía en creer que la ayudaría; quizá pensaba que como ya la había ayudado… Junto a la ventana, mientras contemplaba el cielo desolado y desapacible que la mañana estaba desplegando sobre los tejados de las casas, me he maravillado de mi propia imprudencia. De haber sido prudente, habría abandonado a aquella mujer a su suerte inevitable. De haber sido prudente, le habría contado alguna mentira con el solo objeto de impedirle que alertara con excesiva prontitud a Sejan y a sus amigos antes de disponerme a una apresurada y secreta retirada.

Sin embargo, ¿qué es la verdadera prudencia? «Dios ha escogido las cosas más descabelladas del mundo para confundir a los prudentes.» He recordado esta lección mientras observaba aquellos signos insignificantes mediante los cuales mis vecinos daban testimonio de sus desvelos. He observado a la hija de Ademar, que se afanaba camino de la fuente. He detectado el contenido de un orinal arrojado a la calle a través de una puerta abierta. He notado olor a humo y he oído a la madre de Martin llamando a las aves de corral. En todos estos hechos, por pequeños que fueran, he entrevisto muchas cosas, entre ellas la mano de Dios.

Y se me ha ocurrido pensar: ¿por qué tengo que correr como una rata huidiza y asustada de ese monje impío? ¿Por qué escapar de ese cura malvado?

– Podemos preparar una trampa -he dicho volviéndome hacia Berengaria-. Esta noche, si queréis, podemos tender una trampa a ese dominico.

XXII

Sábado Santo (por la tarde)

Blaise Bouer acababa de llegar y traía noticias frescas. La trampa estaba preparada: Na Berengaria había ultimado las disposiciones finales con Imbert Rubei.

Esta mañana ha salido de aquí poco antes de que entrara Martin con mi comida. Su intención declarada era ir inmediatamente a buscar a Imbert, pero primero tenía que poner en antecedentes a Blaise. Ésta era la razón de que yo tuviera que esperar tanto tiempo. En las largas horas que median entre la tercia y la sexta, he terminado la segunda entrada de mi diario y entre tanto Martin ha ido vaciando las tinas del piso de abajo a golpe de cubo.

Le había explicado que era preciso hacer aquel trabajo con calma, porque yo no quería que armara alboroto y despertara la atención de mis vecinos. Lo ideal sería estar lejos de Narbona antes de que nadie advirtiera que me había ido, aunque tampoco quería impedir a Martin que avisara a su familia. No iba a pretender que se fuera sin despedirse siquiera. Aun así, le había dejado muy claro que, llegado el momento, no habría lamentaciones ni profusas fiestas de despedida. El anuncio repentino precedería a un apresurado intercambio de consejos paternales y cordiales augurios. Después, sin más fanfarrias, abandonaríamos Narbona.

– Pero no será esta noche -le he asegurado-. Esta noche sólo fingiremos que abandonamos Narbona.

Y entonces lo he puesto al corriente de mis planes, que sólo tienen sentido a la luz de la situación apurada en la que nos encontrábamos. Debo decir que no ha sido tarea fácil. Ni tampoco realizada con presteza. El pobre Martin ha permanecido sentado con la frente enfurruñada y mirándome con la boca abierta mientras yo le hacía un resumen de todas mis complejas especulaciones en torno a Sejan, Berengar, Loup, Imbert, Jacques y el ignoto dominico. Como es lógico, en algunos casos yo no había llegado a unas conclusiones finales. Mientras que es evidente que Sejan y el dominico están involucrados en la desaparición de Jacques Bonet, no estoy tan seguro de lo mismo con respecto a Berengar Blanchi. Al igual que Na Berengaria, es muy posible que lo embaucaran y le hicieran creer que Jacques Bonet se había escapado. Tal vez no formulara él mismo la mentira que dijo, sino que fue utilizado por su primo Sejan o Imbert Rubei como instrumento o mensajero de la misma. Tampoco está claro el papel de Imbert, aunque me siento más inclinado a desconfiar de él. Si se suponía que Jacques Bonet había salido de tapadillo de Narbona con la ayuda de uno de los amigos de Imbert -y después ha resultado que no es así-, a buen seguro que Imbert Rubei debe conocer su verdadera suerte.