Exigía total obediencia y la imponía con mano de hierro.
En cuanto a mí, mi vida mejoró de forma indecible. Ahora podía moverme de un lado para otro, hablar y hasta realizar algunas tareas con la esperanza de ganarme algunos mendrugos adicionales. Y lo más importante de todo era que ya no me sentía desesperado porque tenía la impresión de que mi vida ahora tenía un propósito. Me parecía que había encontrado en Bernard Gui a mi ángel guardián. Lo buscaba siempre y, cuando lo veía aparecer, procuraba agradarle. Como mi padre había muerto hacía mucho tiempo, tal vez buscase en él otro padre. Cualquiera que fuese la razón, mis pensamientos siempre giraban en torno al fraile vestido de blanco y negro. Rondaba a su alrededor. Solicitaba su bendición. Nada me complacía más que el sonido de su voz meliflua, quizás únicamente fuera la contemplación de su rostro bien modelado, solemne, vuelto hacia mí para mirarme.
Impelido por tan apasionada devoción, habría hecho cualquier cosa para ganarme su aprobación. Por eso, cuando sorprendí a una de las prisioneras hablando de forma descuidada, no dudé en traicionarla a pesar de que ella no me había hecho daño alguno. Quiso la suerte que Bernard Gui me llamara ante su presencia sólo dos días más tarde. Me presenté ante él con la boca seca, portándole mi obsequio, lleno de vagas esperanzas y de una desesperada resolución.
Me recibió en una estancia despejada en la que había un notario que escribía sentado ante un pupitre. El propósito del encuentro era simple: me interrogarían para juzgar el alcance de mi culpa a fin de que el castigo fuera proporcionado. El dominico me habló en lengua vernácula. Me preguntó mi nombre y dónde había nacido. Consultó un registro y me explicó que cierto sacerdote cátaro me había identificado como el guía que lo había conducido de un lugar a otro unos cinco años antes.
– Ese hombre te bendijo a petición de tu tío -dijo Bernard Gui-. ¿Es así?
Dije que así era. Confesé también que en otra ocasión había dado algo de pan y fruta a aquel mismo sacerdote cátaro. Y le describí mi remordimiento por haberlo hecho, si bien entonces yo no era más que un niño y obedecía los deseos de mi tío.
– Me llevaron por mal camino, padre. -Ése fue mi triste lamento-. Sé que los «hombres buenos» están equivocados. La Tierra no es el reino de Satanás y nuestros espíritus no transmigran de un cuerpo a otro cuando nos morimos. No es malo matar animales ni comer carne, huevos o queso. Todo eso son mentiras. Lo sé ahora. Vos me habéis mostrado el buen camino.
Seguidamente le hice el regalo de mi traición y lo puse al corriente de las palabras exactas que había oído no hacía más que tres noches de boca de una creyente catara que compartía conmigo un rincón de la cárcel. Bernard Gui me escuchó en silencio. Su mirada penetrante no se apartó un momento de mi rostro mientras yo hablaba y, en cuanto terminé, siguió mirándome con aire pensativo y expresión insondable. Dijo por fin:
– ¿Cuántos años tienes?
Arriesgué una suposición, puesto que ni siquiera ahora estoy seguro de la edad que tengo, y él enarcó una ceja.
– Pareces más joven -observó-. Tu estancia en la prisión ha demorado tu desarrollo.
– ¡Oh no, padre! Siempre he sido bajo y débil -le aseguré-. Un inútil, como solía decir mi tío.
– ¿De veras? -Frunció sus ojos grises-. No estoy tan seguro de eso.
Y pasó a preguntarme cosas sobre mi padre, mi madre y mi vida en casa -que no fue nunca muy grata-. Con ese procedimiento debió de deducir que no me unían unos lazos fuertes de fidelidad con aquellos que me habían criado y que, puesto que mis padres habían muerto, éstos no podían ejercer influencia alguna, ya fuera buena o mala, sobre mí.
Y a continuación me dispensó de su presencia. A partir de entonces, sin embargo, me vi convertido en objeto de su constante atención, ya que en todo cuanto hacía contaba conmigo de manera harto evidente. Recuerdo que me pedía que le trajese cosas, se paraba a preguntarme sobre incidencias ocurridas en la prisión y a veces me daba libros para que los llevara a determinados sitios. Una o dos veces me llamó para hablar conmigo. Pero las conversaciones no fueron registradas y rara vez trató en ellas el asunto de mis desvíos heréticos. Bernard Gui, por el contrario, me hacía describir con gran lujo de detalles todas las poblaciones que había visto, la gente que había tratado en ellas y las penalidades que había soportado. Elogiaba mi memoria y me explicó cómo había que ejercitarla: tenía que tratarla como un miembro débil. Me hablaba con persuasivo acento de la fe religiosa y me explicaba que la verdadera piedad tiene que ir de la mano con la humildad.
– El orgullo es la raíz de todo error -enunciaba-. El orgullo y la vanidad son los instrumentos del demonio. Allí donde veas herejía encontrarás hombres orgullosos que creen ser superiores a sus semejantes. ¿Acaso Cristo no lavó los pies de sus discípulos? ¿Cómo vamos a considerarnos, en lo profundo de nuestro corazón, por encima de los demás hombres? Aunque todo el mundo considerara que un hombre es grande, si él también lo pensara, jamás se salvaría. -Entonces, pareció escrutarme hasta el fondo de los ojos, y añadió-: Sé siempre muy cauto con el orgullo y el empecinamiento, Helié Bernier, porque llevan derecho al Infierno.
Nadie, en mi opinión, había dicho nunca mayor verdad. Todos los malvados de la historia habían padecido el reconcomio de la vanidad, mientras que no hay santo que no sea verdaderamente humilde y que se rebaje cuando se estima. El propio Bernard Gui no tenía nada de orgulloso. Hacía siempre lo que le pedían, ya fuera el Papa o el Gran Maestre de su orden quien se lo ordenase. Trabajaba sin cesar y con devoción sin quejarse nunca. En caso de falsas acusaciones y cuando a consecuencia de ellas alguien había ido a la cárcel, no era tan orgulloso que no admitiera abiertamente que se había equivocado. Muchos inquisidores habrían preferido no hacerlo y dejar que un inocente sufriera las consecuencias antes que admitir que habían cometido un error de juicio. Pero mi maestro no se contaba entre éstos. Aunque inspiraba gran temor, no era agresivo ni inconsecuente. Su fama se fundamentaba en su formidable memoria, sus cualidades de administrador y su indefectible compromiso con la Iglesia de Roma. Perseguía la herejía con decisión fervorosa y unilateral; si pecaba en algo, era en las proporciones de la ira que le inspiraban los que habían sucumbido esporádicamente a la herejía. Ese aspecto no era tan visible en los primeros tiempos, pero fue haciéndose más evidente a medida que pasaba el tiempo.
– Han buscado el perdón de Dios y lo han obtenido -me dijo una vez con acento de profunda contrariedad-. ¿Por qué vamos a rechazarlos si les han abierto el redil como a las ovejas descarriadas? Desafía cualquier razonamiento.
Pero sólo con los años sintió la confianza necesaria para expresarse con tanta libertad en mi presencia. No fue hasta después de haberle probado mi valía y de haberlo servido con la misma lealtad con que él había servido a sus propios maestros. Para entonces ya compartíamos un vínculo único, desconocido por todos salvo por nosotros mismos. Pese a que sólo nos vimos dos veces en los últimos cinco años de mi servicio, nos entendíamos a la perfección. Y de todas las recompensas que recibí cuando me detuvieron e informaron sobre mí, ninguna valoré tanto como mis entrevistas secretas con Bernard Gui, siempre de noche, en total reclusión, acompañadas de un modesto condumio de pan y vino. Después hablábamos como yo no he hablado nunca con nadie ni antes ni después, no de los herejes que yo había perseguido, sino de cómo funcionaban sus mentes y de cómo funcionaban todas las mentes; del trabajo que hacían los perfecti cataros para ganarse el pan y de su influencia sobre la cuestión más amplia del comercio y la agricultura; de política, de piedad y del último rumor que corría en Roma y en Tolosa. Hablábamos hasta que las campanas llamaban a maitines, entonces mi maestro se sobresaltaba, parpadeaba y sonreía de aquella manera despaciosa y discreta, tan rara (y por tanto tan preciosa para mí) como el azúcar o el cinamomo.