– Helié -me decía mientras intercambiábamos un abrazo de despedida-, me has sustraído una vez más de mis deberes. Ojalá dispusiésemos de más tiempo para hablar de esas cosas. ¿A quién más puedo abrir mi corazón como no sea a mi familiar secreto? Pero el deber me llama. Ambos somos esclavos de él. Y por nada en el mundo pondría en peligro tu seguridad.
Después organizábamos con toda minuciosidad las circunstancias de mi siguiente misión, que me mantendría meses, si no años, ocupado. Sin embargo, en ocasión de nuestro encuentro final varió el procedimiento. Puesto que entonces supimos que había llegado el final de mi periodo útil, que los cataros que quedaban ya me conocían demasiado para que pudiera pasar inadvertido entre ellos. Finalmente, transcurridos diez años, ya no me quedaba nada que ofrecer.
No puedo fingir hasta el punto de decir que lo sentí. En mi espíritu habían ocurrido ciertos cambios. Ya no era el muchacho que fui en otro tiempo y Bernard Gui debió de advertirlo. Aunque me colmó de elogios, me gratificó con toda suerte de halagos y me besó como un padre, sus ojos no se apartaron un momento de mi rostro como si buscase en él algo que no podía encontrar. Hasta que observó por fin:
– Me parece bien que hayas abandonado tus antiguas tendencias, Helié. Tu expresión ya no es abierta ni libre de culpa. En otro tiempo, ésta era tu mejor baza, ahora tu expresión se ha cerrado y es como una casa llena de secretos. Has levantado un muro entre tú y el mundo y está empezando a notarse, me temo.
Debo subrayar que ésta fue la única vez que me hizo un reproche en todos los años que estuve a su servicio. Ni siquiera cuando fui condenado, en público, en uno de sus «sermones generales», hizo ningún comentario sobre mis delitos. Fue poco después de la primera conversación privada que sostuvimos, cuando me condenaron a llevar cruces amarillas y a contemplar a tres herejes mientras ardían en la hoguera. Pese a ello, después me soltaron con su bendición y un conjunto de instrucciones precisas que quedaron grabadas en mi memoria. Y una vez terminada aquella misión (consistente en la captura de Pierre Autier), no obtuve de mi maestro otra cosa que los más lisonjeros cumplidos. Me respetaba, creo. Aunque no me amaba -ahora lo sé-, no hay duda de que respetaba mis cualidades. No quería arriesgarse a ofenderme ni a asustarme, por lo menos no hasta el encuentro final, quizá cuando ya pensaba que yo me estaba escabullendo más rápidamente de lo que esperaba.
Pero ¿qué voy a saber de lo que pensaba y sentía? Si en los últimos veinte años había aprendido algo era que no se puede confiar en nadie. Si Bernard Gui no me había traicionado nunca, ¿qué prueba tengo de que no lo haría si la causa fuera suficiente? No hay hombre perfecto. Aquí es donde se equivocan muchos herejes, buscan la perfección en el hombre cuando sólo Dios es perfecto.
Cierta vez confundí a Dios con Bernard Gui. Ahora tengo más años y soy más sabio… y también más cauto. He vuelto a doblar la rodilla, pero no por devoción ciega. Lo he hecho porque no había otra opción. Porque sólo un loco desafía a un inquisidor. Y porque ya voy teniendo demasiados años para llevar una vida de fugitivo, por mucha eficiencia que haya desplegado llevando esa vida en una época pasada.
Y además de todo esto, cuando ha entrado mi maestro en aquella reducida cámara del priorato dominico, he sentido que me invadía una repentina debilidad que nada tenía que ver con el miedo ni la sorpresa.
Era una debilidad del corazón, que siempre traicionará a la cabeza por muy preparadas que uno tenga las defensas.
IV
Ayer no tuve fuerzas para terminar mi relato, así pues, debo continuarlo esta noche. Difícil dormir en todo caso. Y si tengo que encender una vela para mantener a raya a las sombras, ¿por qué no hacer algo útil con la luz?
Esperé en el priorato dominico en una habitación vacía. Al oír cómo los pasos de Bernard Gui se acercaban, me levanté para enfrentarme con mi destino. Pero así que lo vi, sentí que me Saqueaban las rodillas y caí sentado bruscamente. Y después me puse a temblar a causa de la emoción.
Mi maestro se dio cuenta de todo, por supuesto. Es un buen inquisidor.
– Helié, mi querido hijo -dijo con su voz suave, musical-. ¡Cuánto tiempo!
No ha cambiado mucho…, por lo menos en apariencia. Aunque ya ha entrado en la sesentena, se conserva bien. El hombre tonsurado no envejece como los demás, porque no es evidente en él la pérdida del cabello. El que autoriza su condición a Bernard Gui no se ha vuelto blanco, sino que permanece de color gris acero. Él todavía se mantiene erguido, aunque sus movimientos no sean tan rápidos y enérgicos como en otro tiempo. Si ha mermado algo la fuerza de sus miembros visibles, se le ha concentrado, en cambio, en los ojos.
Su mirada se ha hecho más incisiva con los años. No vi evidencia alguna de merma de visión. Me examinó desde el otro extremo de la habitación y juraría que no le pasó nada por alto: ni el estado de mis botas ni las manchas de yeso de la túnica o la pequeña cicatriz que tengo junto a los labios. En los últimos años han aparecido algunas hebras grises entre mis cabellos castaños; estoy seguro de que las detectó. Y también, no lo dudo, que ha notado que se me ha cargado la espalda desde que me dedico a fabricar pergaminos y que se me han puesto ásperas las yemas de los dedos.
No soy un ornamento terrenal. Es un contratiempo que acabé por aceptar hace muchísimos años. Pero jamás me había sentido tan pequeño, tan desvaído, tan insignificante como me sentí entonces, sometido a la apreciación escudriñadora de Bernard Gui.
– Estás muy delgado -observó-, El aire de la ciudad no hace buenas migas contigo.
– Estoy bien -gruñí cuando por fin encontré la voz para decirlo.
– ¿Lo estás? Eso espero. Te he tenido presente en mis oraciones, Helié.
Cerró la puerta tras él y se adentró unos pasos en la habitación. Abrumado por su presencia, temí que pudiera sentarse a mi lado, como solía hacer durante nuestras largas conversaciones. Pero me conocía demasiado para dar un paso así. O quizá se había dado cuenta de que yo me había sentido terriblemente apocado de pronto. Cualquiera que fuese la razón, se mantuvo a distancia y se instaló en un banco a mi derecha.
– ¿Qué traes aquí? -preguntó-. ¿El pergamino?
– Supongo que no lo necesitáis realmente -respondí.
– Lo necesito y mucho. El bibliotecario me ha mostrado tu pergamino. Tiene una calidad soberbia, deberías sentirte orgulloso de tu pericia. Dominar un arte tan refinado después de tantos años de zapatero remendón…, pero no me sorprende: siempre dije que eras hombre de cualidades secretas.
Enarcó las dos cejas como para dar mayor fuerza al chiste que acababa de hacer. La sonrisa que le dirigí como respuesta debió de ser forzada porque bajó la cabeza y volvió a estudiarme, como si pretendiera tomar nota de mis más leves rasgos.
– ¿Estás contento de tu nueva vida? -me preguntó-. ¿Te satisface tu existencia?
– Sí, en cierto modo -farfullé.
– ¿No tienes mujer? ¿Ni hijos?
Negué con el gesto. Aunque destelló un momento en mis pensamientos el rostro de Allemande, lo empujé con presteza hacia las sombras.
– No -dijo mi maestro-. Eso mismo había pensado yo. Una esposa no te dejaría llevar esa túnica. Y menos ahora que tienes un oficio respetable. Hace tiempo que esa túnica conoció sus mejores tiempos, hijo mío… Deberías desprenderte de ella, depararle una muerte compasiva.