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Me palpé los faldones, pero no dije nada. Tenía razón. La túnica era una vergüenza en una ciudad como Narbona.

– Tendrás que perdonarme si te he molestado, Helié -prosiguió sin sombra de ironía-. Me parece que no quieres que nadie te perturbe. Lo entiendo. Incluso me hago cargo. No habría intervenido si las circunstancias no me hubieran obligado a ello.

– ¿Qué circunstancias son ésas? -dije, forzando a que hablara.

No estaba con el ánimo suficiente como para dedicarme a un intercambio de amenidades con Bernard Gui. Representaban una etiqueta ociosa que estaba más allá de nuestras intenciones; así había sido durante muchos años.

Hizo un gesto de asentimiento a manera de concesión.

– El hermano Jean me habló de ti -reveló-. Jean de Beaune.

– Me escribió cuando se fue de Narbona y me confirmó todo lo que ya había oído contar sobre ti. Sus métodos son muy concienzudos. Es muy suspicaz, lo que no es malo en una época tan falaz como la nuestra.

Me quedé en silencio. ¿Qué podía decir, después de todo? Si la época es falaz, mi maestro y yo hemos contribuido generosamente a aumentar la falsedad que la caracteriza.

– Jean de Beaune siente un gran respeto por mi manera de trabajar -prosiguió mi maestro-. En consecuencia, se ha procurado familiares secretos por su cuenta. -Me dirigió una mirada furtiva, cortante como una hoja acerada-. Uno de ellos ha desaparecido.

Por fin habíamos llegado al meollo del asunto. Lo comprendí de inmediato. Levanté los ojos y me quedé a la espera, mientras Bernard Gui iba eligiendo las palabras con gran precaución.

– Este familiar había pertenecido en otro tiempo a la Orden Tercera de San Francisco o a los Pobres Hermanos de la Penitencia…, como prefieras llamarlos -dijo-. En otras palabras, un beguino. Se llama Jacques Bonet, de Béziers, ¿Has oído hablar de él?

Volví a negar con la cabeza.

– No. Está bien. No era un heresiarca, sino un simple devoto, aunque podía ser muy persuasivo.

Bernard Gui calló de pronto al oír ruido de pasos que se acercaban. Para inmensa sorpresa mía, la puerta se abrió con un crujido y apareció el portero de expresión adusta con una bandeja en la que había dos copas y una botella de vino.

– ¡Oh, Henri! Gracias -exclamó mi maestro cuando el hermano Henri depositó ruidosamente la bandeja sobre el banco más próximo.

Después, con un esbozo de reverencia (en realidad, más bien una sacudida de la barbilla), el portero salió de la estancia evidenciando con su trabajoso andar qué terrible imposición suponían para él encargos extraordinarios de este tipo.

Bernard Gui lo estuvo mirando fijamente con rostro inexpresivo hasta que desapareció dando un portazo. Después se volvió hacia mí.

– ¿Un poco de vino? -sugirió.

– No, gracias.

– Había pensado que tendrías sed después de tan larga caminata. -Rozó con los dedos el cuello de la botella-. Antes solíamos beber vino cuando nos veíamos.

– Continuad, padre, os lo ruego -respondí, tajante.

Creo que le sorprendió. Pero ni se arredró ni se sintió ofendido. Por el contrario, tal vez se sentía complacido al ver que yo ya no exigía tantas amables observaciones ni pruebas de sumiso interés.

Sin ellas, nuestros tratos podrían cerrarse con mayor rapidez.

– Para eludir el castigo que había de reportarle su actitud herética, Jacques se avino a actuar por cuenta de Jean de Beaune -prosiguió mi maestro con viveza-. Se pensó que, como seguidor conocido que era, Jacques no tendría dificultad en buscar y descubrir a otros beguinos. Tal vez no sepas que ese rincón del mundo está infestado de esa clase de gente. Jean de Beaune los descubrió en Béziers y hasta en ciudades y poblaciones más pequeñas.

Refunfuñé.

– Es una herejía reciente, por supuesto -reconoció-. Así que es posible que no sepas mucho de ella. ¿Sabes algo?

– Casi nada. -Barajé datos mentalmente e intenté recordar cosas que Pons me había contado en la cárcel y algunas que yo había averiguado por mi cuenta en Narbona-. Creen que Cristo y los apóstoles eran los pobres perfectos y que no poseían nada ni personalmente ni en común. Además, piensan que la regla de san Francisco corresponde a la vida misma de Jesús. Y que también el Papa, al permitir que los monjes franciscanos lleven hábitos largos y holgados y almacenen vino y grano para el futuro, ha caído en la herejía.

Bernard Gui me escuchó con evidente interés. Cuando hube terminado, observó con brillo en los ojos:

– Sigues teniendo atentos los oídos, Helié Bernier.

– No sé nada más de los beguinos, padre. Salvo que odian vuestra orden por venganza.

Mi maestro se encogió de hombros.

– Odian a toda la Iglesia, salvo a los frailes de sus mismas convicciones -replicó-. Has de entender que su error es de raíz. Han acabado por creer que el Papa, los cardenales y prelados constituyen la Iglesia carnal, mientras que la Iglesia espiritual comprende únicamente a los Pobres Hermanos de la Penitencia y a aquellos que sirven a los pobres. Dicen que el Papa ya no puede nombrar obispos ni otorgar poder alguno porque ha caído en la herejía. Dicen que dentro de cuatro años, o tal vez de nueve, la Iglesia carnal será destruida y se derrumbará frente a la predicación del anticristo y que lo único que quedará serán unos pocos elegidos, los espirituales, pobres y evangélicos… Serán ellos, naturalmente.

– Naturalmente -murmuré.

– Y entonces, después del colapso de la Iglesia carnal y de la muerte del anticristo, los pocos «espirituales» que quedarán convertirán al resto del mundo a su fe. -Bernard Gui exhaló un trabajoso suspiro-. Otra vez el orgullo. Se creen superiores a los demás hombres, salvo quizás a san Francisco.

– ¿Y dónde encaja Pierre Olivi en todo esto? -pregunté, pues me había acordado de otro hecho que me tenía confundido-. ¿No se retiraron sus huesos del lugar donde reposaban en el priorato franciscano de aquí? ¿Fue a causa de los beguinos?

– Sí -asintió Bernard Gui-. El fraile Pierre Olivi era su profeta. Su tratado sobre el Apocalipsis es su Sagrada Escritura. Se han servido de él para urdir muchas invenciones. Y lo reverencian de la misma manera que reverencian a san Francisco.

– Así pues, ¿fue un hereje?

Bernard Gui titubeó. Una vez más, parecía elegir con gran cuidado sus palabras.

– Debes entender -dijo- que esos beguinos se extraviaron por culpa de sus propias quimeras. Mucho de lo que atribuyen a Pierre Olivi tal vez no sean palabras suyas. De la misma manera, igual que declaran que recibió sus conocimientos por revelación directa de Dios, no existen pruebas de que él reivindicara nunca tal cosa. -Mi maestro se dio unos golpecitos en los labios con un dedo en actitud reflexiva antes de proseguir en tono más firme y seguro-. Pero tenía ciertas opiniones poco fidedignas que fueron condenadas hace tres años en Aviñón por ocho maestros de teología. Es decir, estaba en el error, aunque antes de su muerte se retractó como mínimo una vez.

– Pero después se exhumaron sus huesos.

– Sí, se desenterraron, sí. Se habían convertido en meta de peregrinaciones. No era prudente alentar esa devoción. -Bernard Gui agitó la mano-. No puedo decirte dónde están sus huesos. Pero eso a ti no te importa. Basta con que sepas que Narbona, por diversos motivos, ha sido fuente del error beguino desde que nació la herejía. Y por eso enviaron aquí a Jacques Bonet, para que se ganara la confianza de cuantos beguinos pudiera descubrir.

– Y entonces desapareció -concluí yo, que volvía a sentirme ansioso de descubrir qué papel, me correspondía en todo aquel asunto-. ¿Os referís a que huyó? ¿Rompió su promesa y renegó? Sé muy bien que ha ocurrido otras veces. Hay cataros arrepentidos que a veces no están tan arrepentidos como aparentan.