Mi maestro hizo una mueca. No le ha gustado nunca que le recuerden los fallos de discernimiento que ha cometido.
– Es posible -admitió-. Jacques puede haber huido. También puede ser que los beguinos hayan descubierto su secreto y lo hayan matado -dijo con una mirada comedida-. Sabes perfectamente que son cosas posibles.
Ahora me tocaba a mí hacer la mueca. Volví el rostro y fijé la mirada en el suelo. Hubo un momento de silencio. Después, Bernard Gui siguió con su discurso.
– Hace alrededor de treinta años que en Narbona se juzgó por herejía a una mujer llamada Rixende -me explicó-. Era beguina, más o menos. Una de sus seguidoras, Jacquette Alegre, se casó con un hombre llamado Guillaume Hulart. Ese hombre murió, pero su hijo, Vincent, es comerciante del Bourg. Al principio, Jacques adoptó el nombre de Vincent Hulart.
Asentí.
– Pidieron a Jacques que se confesara en Navidad con un sacerdote de la iglesia de San Pablo. Se esperaba que informara de sus actividades en la confesión. Pero no se presentó ante el sacerdote, a quien Jean de Beaune había puesto ya sobre aviso. -Un suspiro más-. Tenemos que encontrar a este familiar desaparecido, Helié. Necesitamos que tú lo localices.
– Suponiendo que esté en la ciudad -completé yo la frase-. Si se ha ido, no puedo ayudaros. Ya no soy zapatero remendón ambulante.
– Lo sé muy bien, pero es posible que sus amigos herejes sepan dónde ha ido. Porque si se ha escapado, habrá sido en connivencia con ellos. -Mi maestro hurgó en la bolsita que llevaba colgada del cinto y sacó un par de libritos-. Ahí tienes algunas de las obras que circulan entre esa gente -me explicó-. Una es una parte de la postilla de Pierre Olivi sobre el Apocalipsis. La otra se titula El tránsito del
Padre Santo. Describe la muerte de Pierre Olivi y, como puedes ver, es muy breve. Los beguinos lo llaman: «El Padre Santo que no ha sido canonizado». Dicen que, en lo tocante a santidad y a enseñanzas, no ha habido otro como él.
– No leo el latín -le recordé, echando una mirada indecisa a los libros.
– Están traducidos en lengua vernácula. No puede ser de otro modo. Esa gente es inculta. -Por un instante fugaz asomó en el rostro de mi maestro una sonrisa despectiva-. No entregaría esos textos a cualquiera, hijo mío. Podrían decir que propago el error. Pero tu fe es sólida, lo sé. Tú no vas a extraviarte.
– ¿Queréis que los lea?
– Como simple medida de protección.
– ¿Y que después busque a Vincent Elulart?
– Lo que te dicte tu instinto. No te ha fallado nunca.
Cogí los libros, que me parecieron algo grasientos al tacto, como si hubieran pasado por muchas manos. Me pregunté para mí cuántos beguinos se habían visto forzados a rendirse a ellos.
– ¿Cómo es ese Jacques Bonet? -pregunté.
Los ojos de mi maestro centellearon como si revisasen mentalmente un registro.
– Más bien alto -replicó-. Cabellos negros. Ojos verdes. Nariz grande. Cara marcada de viruela. La uña del pulgar de la mano derecha gruesa y retorcida.
– ¿No se ha encontrado ningún cadáver en la región que responda a esta descripción? Algún cuerpo que nadie haya reclamado y que haya aparecido enterrado en algún campo o hayan sacado de un río.
Bernard Gui se encogió de hombros.
– Lo averiguaré -prometió-. Entre el personal del arzobispado hay un tal Germain d'Alanh que hizo una o dos veces de inquisidor arzobispal. Intentaré que nos ayude.
Puede preguntar en las iglesias y los hospitales. O en la milicia de la ciudad.
– En Narbona hay una hermandad llamada las Buenas Obras de los Difuntos Pobres de la Cité.
– Pues le diré que pregunte también en esa hermandad. Y que informe de lo que averigüe.
– No directamente. -Me alarmé ante la perspectiva-. Que no se acerque por mi casa ningún inquisidor del arzobispado.
– No, por supuesto que no.
– Debe hacer un pedido de pergamino, esconder el informe debajo del tercer folio y devolver la mercancía. Puede alegar una reclamación cualquiera.
Bernard Gui inclinó la cabeza. Siempre había sido así; pese a su rango elevado y a su extraordinario talento, jamás había puesto en entredicho mis deseos en materia de comunicación. Porque la conservación de mi nombre falso siempre había sido para mí asunto del máximo interés. Y sólo yo sabía qué debía hacer para conservarlo.
– ¿A quién debo presentar el informe? -pregunté a continuación-. ¿A vos? ¿A Jean de Beaune?
– Supongo que a un sacerdote -replicó-. Cuando te confieses en Pascua.
– No -respondí-. Pascua está demasiado cerca.
– Pentecostés, entonces. ¿Dónde te confiesas normalmente? ¿En San Sebastián?
– Sí.
– Ya lo arreglaré, pues.
– ¿Y qué ocurrirá después? ¿Una detención en masa?
Me miró con sus ojos grises, fríos.
– Dependerá de ti -dijo.
Bajé los ojos ante los suyos. Me había quedado sin aliento, me sentía acosado. Se me ocurrió pensar que durante la larga conversación que habíamos sostenido ni siquiera una vez se había dado la posibilidad de que yo me negase a cooperar. Y sin embargo, si me doblegaba a la petición de mi maestro, las consecuencias serían inevitables. En otros tiempos, cuando había actuado como informante suyo, siempre me habían detenido junto con otros compañeros herejes. Después se ponía una excusa cualquiera para proceder a mi posterior liberación: que me había escapado o que había sobornado a alguien para poder huir, o incluso que había salido bien librado con una sentencia clemente: puede que persignarme unas cuantas veces o llevar a cabo una peregrinación. Constantemente me había visto forzado a cambiar de nombre y de identidad.
Había llegado a la conclusión de que si las cosas iban a peor, quizá tendría que abandonar Narbona. No entraba en mis deseos destacar entre mis vecinos como un traidor. Los herejes convictos casi siempre tienen parientes y esos parientes se vengan invariablemente de personas como yo.
Aunque en Narbona tal vez las cosas ocurrían de otra manera. No parece que los narboneses conserven recuerdos tan antiguos como los que encuentro en mi tierra. En el país al que pertenezco se castiga a los hijos de los herejes por los delitos que cometieron sus padres y se les impide el acceso a cargos públicos o al disfrute de la herencia. No suele ocurrir así en Narbona, aquí no hay leyes de ese tipo. Los ciudadanos disponen de innumerables derechos antiguos en virtud de razones que no llego a entender. ¿Tendrá que ver con el arzobispo? Después de todo, Narbona es sede arzobispal de estas tierras. Si el vizconde de Narbona gobierna una parte de la ciudad, el arzobispo gobierna en la otra, es decir, ninguno de los dos puede hacer lo que se le antoje en la ciudad entera. Por eso los dos andan siempre a la greña. Y cuando los ciudadanos quieren algo, lo consiguen fácilmente de uno de los dos si el otro no está dispuesto a concedérselo.
En una ciudad como Narbona, cuyos ciudadanos son tan orgullosos e insolentes, cuyo arzobispo siente tal avidez de ganarse a la población que a veces hace la vista gorda delante de la herejía, quizá sea más fácil pretender que se ha desafiado a los inquisidores con el dinero y el poder. Quizá sea más fácil mantenerse.
– ¿Adonde iré si me veo obligado a dejar Narbona? -murmuré de pronto, abrumado por una inmensa preocupación-. Si me tienen por traidor…
– En Montpellier serías bien acogido, estoy seguro -observó Bernard Gui, que me miraba con gran atención-. Tiene universidad y en ella siempre habrá sitio para un fabricante de pergaminos. También podrías ir más lejos. A Marsella. A Aviñón. -Soltó una tosecita-. En caso necesario, te proporcionaré fondos suficientes para trasladarte. No te preocupes por eso, Helié.