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Al mirar a la izquierda vio una gran zona con aspecto de parque, con estanques y canales que relumbraban y preciosas casas de té, un encantador oasis en mitad de la suciedad y la barahúnda de la gran ciudad turca.

– Los jardines Golbasi -explicó Christine-. Y aquellos son los estanques de peces de Abraham. Los nativos creen que fue el mismo profeta Abraham quien trajo las carpas. La ciudad es increíble, si es que te gusta la historia. Me encanta esto…

El coche pasó por las calles más estrechas de la ciudad antigua. Dando un giro brusco a la izquierda, Christine tomó una ancha cuesta hacia arriba y luego una curva entre las puertas de un edificio a la sombra de los árboles. El letrero decía «Museo de Sanliurfa».

Nada más entrar en el museo se encontraron con tres hombres sin afeitar que daban sorbos a su té negro. Se pusieron de pie y saludaron a Christine afectuosamente. A cambio, ella les dijo algo en broma de un modo familiar, en turco, o en kurdo. Se trataba de un idioma que Rob no entendió.

Tras la jocosa conversación, atravesaron las puertas y entraron en el pequeño museo. Christine condujo a Rob hasta una estatua. Tenía dos metros de altura: una efigie de piedra de color crema de un hombre con ojos de piedra negra.

– Fue desenterrada en Sanliurfa hace diez años, cuando levantaban los cimientos de un banco cerca de los estanques de peces. La encontraron entre los restos de un templo neolítico de hace unos once mil años. Así que probablemente se trate de la estatua más antigua de un hombre que jamás se haya encontrado. En ningún sitio. Es el autorretrato en piedra más antiguo de toda la historia del mundo. Y está aquí, junto a los extintores de incendios.

Rob la miró. La expresión de la estatua era de una tristeza infinita o de un pesar espantoso.

Christine hizo un gesto ante aquel rostro.

– Los ojos son de obsidiana.

– Tenías razón. Es increíble.

– ¿Ves? -contestó ella-. ¡Te lo dije!

– Pero ¿qué demonios hace aquí? Quiero decir, si es tan famosa, ¿por qué no está en Estambul y en todos los periódicos? ¡Ni siquiera he oído hablar de ella!

Christine se encogió de hombros y aquel movimiento hizo que su crucifijo de plata brillara sobre su piel bronceada.

– Quizá los kurdos tengan razón. A lo mejor los turcos no quieren que se sientan muy orgullosos de su legado. ¿Quién sabe?

Mientras salían pausadamente al frondoso jardín del museo, él le habló de la mirada del hombre, de su aparente odio y del ambiente enrarecido en el yacimiento.

Christine frunció el ceño. Durante unos minutos enseñó a Rob los distintos restos esparcidos por el jardín, las lápidas romanas y las tallas otomanas. Cuando se estaban acercando al coche, le señaló otra estatua: la representación de un hombre con forma de pájaro y las alas extendidas. Tenía un rostro estrecho y mirada sesgada, cruel y amenazante.

– Éste lo encontraron cerca de Gobekli. Es un demonio del desierto de los asirios, creo. Puede que el demonio del viento Pazuzu. Los asirios y los mesopotámicos tenían cientos de demonios. Era una teología bastante espeluznante. Lilita, la dama de la desolación. Adramelech, el demonio del sacrificio. Muchos de ellos están relacionados con el viento y los pájaros del desierto…

Rob estaba seguro de que ella se andaba con rodeos. Esperó a que respondiera a su pregunta.

De repente, lo miró.

– De acuerdo. Tienes razón. Hay… mal ambiente en la excavación. Es curioso. Nunca antes había experimentado nada igual, y he trabajado en yacimientos de todo el mundo. Los obreros parecen resentidos con nosotros. Les pagamos bien y, aun así…

– ¿Es por el problema entre turcos y kurdos?

– No. La verdad es que no creo que sea por eso. O al menos, no es sólo eso. -Christine lo llevó de vuelta al coche, que estaba aparcado bajo una higuera-. Ahí pasa algo más. Y están ocurriendo extraños accidentes. Escaleras que se caen. Cosas que se derrumban. Coches que se averían. Es algo más que una coincidencia. Lo cierto es que, a veces, creo que quieren que lo dejemos y nos vayamos. Como si estuvieran…

– ¿Ocultando algo?

La joven francesa se ruborizó.

– Parece una tontería. Pero sí. Es como si trataran de ocultar algo. Y hay otra cosa. También podría contártela.

Rob tenía la puerta del coche a medio abrir.

– ¿Qué?

Dentro del coche, Christine le respondió:

– Franz. Excava. Por la noche. Él solo, con un par de obreros. -Puso el coche en marcha y movió la cabeza-. Y no tengo la menor idea de por qué lo hace.

7

El inspector Forrester estaba sentado en su desordenado escritorio de New Scotland Yard. Tenía delante de él más fotografías del hombre herido, David Lorimer. Las imágenes eran espantosas. Dos estrellas grabadas con fuerza sobre su pecho e hilillos de sangre que corrían por su piel.

La estrella de David.

Lorimer. Estaba claro que era escocés, no judío. ¿Creyeron los asaltantes que era judío? ¿Lo eran ellos? ¿O nazis? ¿Era eso sobre lo que le preguntaba la periodista? ¿El asunto de los neonazis? Forrester se giró y volvió a mirar las fotografías oficiales de la escena del crimen en el sótano: el suelo con el líquido viscoso negro y los picos y palas. El agujero que los asaltantes habían excavado era profundo. Obviamente buscaban algo. Y a conciencia. ¿Lo habían encontrado? Pero si buscaban algo, ¿por qué se habían molestado en mutilar al viejo cuando los sorprendió? ¿Por qué no se limitaron a dejarlo sin sentido o a matarlo sin más? ¿Por qué esa crueldad tan esmerada y ritualista?

Forrester deseó de pronto una buena copa. En lugar de eso, le dio un sorbo al té de una taza desconchada con la imagen de una bandera inglesa; después se puso de pie y se dirigió hacia la ventana de su décimo piso. Desde aquel lugar estratégico tenía una buena perspectiva de Westminster y el centro de Londres, la enorme rueda de acero del Ojo de Londres con sus extrañas vainas de cristal y los pináculos del Parlamento. Miró al nuevo edificio que se elevaba en Victoria y trató de adivinar de qué estilo era. Siempre anheló ser arquitecto; incluso solicitó el acceso a una escuela de arquitectura cuando era joven. Luego se retiró cuando le dijeron que la formación era de siete años. ¿Siete años sin un sueldo decente? A sus padres no les gustó cómo sonaba aquello, y tampoco a él. Así que entró en la policía. Pero aún le gustaba pensar que tenía amplios conocimientos sobre la materia. Podía diferenciar entre el estilo de Wren2 y el del Renacimiento, entre el postmoderno y el neoclásico. Ésa era una de las razones por las que le gustaba trabajar y vivir en Londres a pesar de todas las molestias: la riqueza del tapiz urbano.

Se bebió el resto del té, volvió a su mesa y examinó los informes que el agente del servicio de inteligencia había distribuido durante la «oración» de la mañana -la reunión de las nueve en Craven Street. Las imágenes del circuito cerrado de televisión no habían captado a ningún sospechoso por las calles de los alrededores. No había más testigos, a pesar de haber pasado un día desde que se hizo el llamamiento. Las primeras veinticuatro horas eran cruciales en cualquier investigación: si no se encontraba ninguna pista significativa para entonces, se sabía que el caso iba a ser difícil. Y así era. Los forenses iban de fracaso en fracaso. Los intrusos habían borrado cuidadosamente incluso las huellas de las botas. El delito se había llevado a cabo con astucia y destreza. Sin embargo, se habían tomado su tiempo para mutilar y torturar al conserje con suma precisión. ¿Por qué?

Sin saber qué pensar, Forrester abrió la página de Google, escribió «Casa Benjamín Franklin» y descubrió que fue construida en la década de 1730, lo cual la convertía en una de las casas privadas más antiguas de la zona y contaba con artesonado auténtico, cornisas cerradas, un salón en la primera planta con «dentículos». Había una escalera de ida y vuelta con los extremos tallados y «pilares de columnas dóricas». Abrió otra ventana para buscar qué eran los pilares de columna y, ya que estaba, los dentículos.