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Christine y Rob observaron a un grupo compuesto por una gran familia: los hombres vestidos con pantalones holgados y las mujeres cubiertas con velos negros. Rob pensó en el calor sofocante que aquellas mujeres debían sufrir a lo largo del día y sintió un automático rencor en nombre de ellas. Sin embargo, Christine no parecía darse cuenta.

– La Biblia dice que Job nació aquí, y también Abraham.

– ¿Cómo?

– Urfa. -Christine señaló hacia la empinada colina que se alzaba más allá de los estanques de peces y los jardines, en lo alto de la cual había un castillo medio derruido en el que una bandera colgaba fláccida bajo el calor sin viento y entre dos columnas corintias.

– Algunos estudiosos piensan que esto es Ur, la primitiva ciudad que aparece en el Génesis. Los acadios, los sumerios, los hititas…, todos ellos vivieron aquí. La ciudad más antigua del mundo.

– Pensé que era Jericó.

– ¡Bah! -se rió Christine-. ¡Jericó! Un simple mozalbete. Este lugar es mucho más antiguo. En la ciudad vieja, detrás del bazar, hay gente que todavía vive en cuevas excavadas en las rocas. -Christine miró hacia atrás a los estanques de peces. Unas mujeres envueltas en sus velos daban pan a los bancos de excitadas carpas-. Las carpas son negras porque han nacido para ser las cenizas de Abraham. Dicen que si ves un pez blanco en el estanque irás al cielo.

– ¡Eso es fantástico! ¿Podemos ir ya a cenar?

Christine se rió de nuevo. A Rob le gustaba su risa afable. De hecho, le gustaba mucho Christine: su académico entusiasmo, su inteligencia y su buen humor. Sintió un inesperado deseo de compartir sus pensamientos más íntimos con ella; mostrarle una fotografía de la pequeña Lizzie. Reprimió el instinto.

La joven francesa gesticulaba mucho, con entusiasmo.

– La casa de Breitner está justo después del bazar, subiendo esta cuesta. Podemos echar un vistazo al bazar si quieres. Tiene un caravasar auténtico del siglo XVI construido por los abasidas con algunos elementos más antiguos y… -lo miró y después se rió-. O también podemos ir directamente a tomar una cerveza.

El camino era corto pero empinado, por detrás del zoco. Unos hombres que llevaban bandejas de plata con té y aceitunas venían en dirección contraria y todos ellos se quedaron mirando a Christine. En la acera de enfrente se encontraba inexplicablemente un sofá de color naranja. El olor del pan caliente sin levadura invadía los estrechos callejones. En mitad de aquello había una casa muy antigua y hermosa, con balcones y cierres de estilo mediterráneo.

– La casa de Breitner. Te gustará su mujer.

Christine tenía razón. A Rob le gustó la esposa de Franz, Derya, una mujer vivaz, laica y elegante de unos treinta y tantos años que no llevaba pañuelo en la cabeza ni velo y que hablaba un inglés excelente. Cuando no se mofaba de la cabeza calva de Franz o de su obsesión por los «menhires», atendía a Rob y a Christine y al resto de los arqueólogos que se habían reunido para aquella cena. Y la comida era buena: un espléndido bufé de embutido de cordero, arroz en hojas de parra, exquisitas pastas de nueces, grandes y empalagosos trozos de baclava y rodajas de sandía fresca de color rosa verdoso. Y lo que era aún mejor, tal y como Christine le había prometido, había abundante cerveza turca fría y un buen vino tinto de Capadocia. Un par de horas después, Rob se sentía relajado, cordial y feliz, contento de escuchar a los arqueólogos discutir sobre Gobekli.

Para su fortuna, pensó Rob, mantenían la conversación principalmente en inglés, aunque tres de los cuatro hombres eran alemanes y el otro ruso. Y la medio francesa Christine.

Mientras mordisqueaba su tercer trozo de baclava seguido de su cerveza Efes, Rob trató de seguir la conversación. Uno de los arqueólogos, Hans, preguntaba a Franz sobre la ausencia de restos humanos.

– Si se trata de un complejo funerario, ¿dónde están los huesos?

Franz sonrió.

– ¡Los encontraremos! Ya te lo dije.

– Pero eso lo comentaste la campaña pasada.

– Y la anterior -apuntó un segundo hombre que estaba al lado con un plato de aceitunas y queso de oveja.

– Lo sé. -Franz se encogió de hombros alegremente-. ¡Lo sé!

El director de la excavación estaba sentado en el sillón de piel más grande de la sala de estar. Detrás de él, el antiguo ventanal se abría sobre las calles de Sanliurfa. Rob podía oír la vida nocturna de la ciudad a lo lejos. Un hombre le gritaba a sus hijos en la casa de enfrente. Una televisión retumbaba en la cafetería que había al fondo de la calle; probablemente emitían fútbol turco, a juzgar por los vítores y abucheos de los clientes. Quizá se tratara del Galatasaray contra el equipo local, Dyarbakir. Turcos contra kurdos. Como la rivalidad entre el Real Madrid y el Barcelona, pero mucho más insano.

Derya les servía más baclava directamente de la caja de cartón plateado de la pastelería. Rob se preguntó si podría morir de empacho. Franz gesticulaba ante sus subalternos.

– Pero si no es un santuario o un complejo funerario, ¿entonces qué es? ¿Ja? No hay asentamiento, ni signos de domesticación, nada. Tiene que ser un templo, todos estamos de acuerdo en eso. Pero ¿un templo de qué, si no es para sus ancestros? Seguramente homenajea a los cazadores muertos, ¿no?

Los otros dos expertos se encogieron de hombros.

Franz siguió hablando.

– ¿Y qué son los nichos, si no para los huesos?

– Estoy de acuerdo con Franz -intervino Christine, acercándose-. Creo que los cadáveres de los cazadores eran llevados allí para ser descarnados…

Rob eructó con mucha educación.

– Perdón. ¿Descarnados?

– Prácticamente todas las religiones proceden de esta zona -dijo Christine-. La descarnadura es un proceso funerario a través del cual se lleva el cuerpo a un lugar especial y después se abandona para que los animales salvajes, los buitres o las aves de rapiña se lo coman. Como dice Franz, todavía se puede ver esto en las religiones zoroástricas de la India. Lo llaman enterramientos al cielo. Los cadáveres son abandonados a los dioses del cielo. De hecho, muchas de las primitivas religiones mesopotámicas adoraban a dioses con formas de águilas y halcones. Como el demonio asirio que vimos en el museo.

– Es muy higiénico. Como forma de enterramiento. La descarnadura. -Fue Iván el que interrumpió, el experto más joven, el paleo-botánico.

Franz asintió enérgico y dijo:

– De todos modos, ¿quién sabe? Puede que quitaran los huesos más tarde. O puede que los desplazaran cuando Gobekli quedó sepultado. Eso puede explicar la ausencia de esqueletos en el yacimiento.

Rob estaba confuso.

– ¿A qué te refieres con que «Gobekli quedó sepultado»?

Franz dejó su plato vacío sobre el parqué pulido. Cuando levantó la vista tenía la sonrisa de satisfacción de alguien que está a punto de revelar un cotilleo suculento.

– ¡Ése, amigo mío, es el mayor misterio de todos! Y no lo mencionaban en el artículo que leíste.

Christine se rió.

– ¡Ya tienes tu exclusiva, Rob!

– Alrededor del año 8000 antes de Cristo… -Franz hizo una pausa para darle emoción- todo Gobekli Tepe fue enterrado. Sepultado. Completamente cubierto de tierra.

– Pero… ¿cómo lo sabéis?

– Las colinas son artificiales. El suelo no ha sufrido un incremento aleatorio. Todo el complejo del templo fue ocultado deliberadamente con toneladas de tierra y barro alrededor del año 8000 antes de Cristo. Lo escondieron.

– ¡Vaya! Menudo disparate.

– Lo que hace que sea aún más sorprendente todo el trabajo que debió de costar. Y, por tanto, lo inútil que fue.

– ¿Por qué?

– Para empezar, piensa en el esfuerzo de construirlo. Levantar los círculos de piedra de Gobekli y cubrirlos con relieves, frisos y esculturas debió de ser un proceso de décadas, incluso puede que de siglos. Y todo ello en un tiempo en el que la esperanza de vida era de veinte años. -Franz se limpió la boca con una servilleta-. Imaginamos que este pueblo de cazadores-recolectores pudo vivir en una zona en tiendas de campaña hechas de piel mientras construyeron el emplazamiento y que se servían de la caza del lugar para alimentarse. Así una generación tras otra. Y todo ello sin artesanía de cerámica, agricultura, ni más herramientas que los pedernales.