Выбрать главу

Christine se acercó un poco más.

– Creo que igual ya he aburrido bastante a Rob con esto.

El periodista levantó la mano.

– No, de verdad. No es aburrido. ¡En serio! -Lo decía de verdad; su artículo iba aumentando a lo largo del día-. Sigue, Franz, por favor.

– Jawohl. Pues bien, ya ves que tenemos este misterio, este profundo misterio. Si estos seres casi humanos tardaron cientos de años en construir un templo, un santuario para los muertos, un complejo funerario, ¿por qué demonios lo ocultaron bajo toneladas de tierra dos mil años más tarde? Empezando con que remover el suelo debió de ser casi tan abrumador como construir Gobekli, ¿no es así?

– Sí. ¿Y por qué lo hicieron?

Franz golpeó ambas manos contra sus muslos.

– ¡De eso se trata! ¡No lo sabemos! Nadie lo sabe. Lo acabamos de confirmar este mismo mes, así que no hemos tenido oportunidad de pensarlo. -Sonrió-. Fantástico, ¿ja?

Derya le ofreció a Rob otra botella de cerveza Efes. Él la aceptó y se lo agradeció. Se estaba divirtiendo. Nunca imaginó que la arqueología fuera entretenida ni tampoco desconcertante. Pensó en el misterio del templo enterrado. Después observó a Christine mientras ésta hablaba con sus colegas y sintió un diminuto y ridículo atisbo de celos que de inmediato sofocó.

Estaba allí para escribir una historia, no para enamorarse patética e infructuosamente. Y la historia se estaba volviendo más emocionante de lo que había esperado. El templo más antiguo del mundo descubierto junto a la ciudad más antigua del mundo, construido por los hombres antes de la rueda, cavernícolas de la Edad de Piedra con una curiosa maestría.

Y después, esa enorme catedral neolítica, ese Carnac kurdo, ese Stonehenge turco -Rob se imaginaba ahora su reportaje mientras en su cabeza iba escribiendo los párrafos-, todo ese maldito templo fue deliberadamente enterrado bajo toneladas de polvo antiquísimo, oculto durante toda la vida, como el más terrible de los secretos. Y nadie sabía por qué.

Levantó la mirada. Había estado inmerso en un ensueño periodístico durante unos diez minutos. Se había dejado llevar por su trabajo. Le gustaba su profesión. Era un hombre afortunado.

La pequeña fiesta estaba llegando a su apogeo. Alguien sacó una vieja guitarra y todos cantaron unas cuantas canciones. Luego pasaron el raki para una última ronda de bebidas y, después, una vez más. Rob sabía que se estaba emborrachando demasiado. Antes de hacer el ridículo y quedarse dormido sobre el suelo de madera decidió que tenía que irse a casa, así que se dirigió hacia la ventana para respirar algo de aire fresco y prepararse para presentar sus excusas.

En el exterior, las calles estaban mucho menos ruidosas. Sanliurfa era una ciudad que se iba a la cama a una hora avanzada porque dormía durante toda la tarde, pero ya eran casi las dos de la madrugada. El único sonido real procedía directamente de abajo. Había tres hombres en la calle, justo bajo las elegantes ventanas de Franz Breitner. Entonaban una extraña canción en un tono grave, casi como un cántico religioso. Llamaba la atención que tuvieran delante de ellos una pequeña mesa de caballetes llena de velas casi apagadas.

Rob observó a los hombres y a las llamas de las velas alrededor de medio minuto. Después se giró y vio que Christine se encontraba en el otro extremo del salón de Franz hablando con Derya. Rob le hizo señas para que se acercara.

Christine se asomó a la ventana, vio a los hombres que seguían cantando y no dijo nada.

– Es bonito, ¿verdad? -dijo Rob en voz baja-. ¿Es una especie de himno o canto religioso?

Pero cuando se giró para mirarla pudo ver que ella tenía la cara pálida y muy tensa.

Parecía asustada.

9

Rob se despidió de todos y Christine lo acompañó. En el exterior, los tres hombres que cantaban habían apagado las velas, recogido la mesa y ahora comenzaban a caminar calle abajo. Uno de ellos se volvió para mirar a Christine. Su expresión resultaba inescrutable.

O quizá, pensó Rob, no era más que la falta de iluminación en las calles lo que hacía difícil saber lo que aquel hombre estaba pensando. En la lejanía un perro ladraba según su propio ritual solitario. La luna se elevaba por encima del minarete más cercano. Rob pudo oler el agua de las cloacas.

Cogida de su brazo, Christine lo guió por la pequeña y oscura calle hasta otra más ancha y algo mejor iluminada. El periodista esperaba que ella le diera alguna explicación, pero siguieron en silencio. Detrás del bloque de apartamentos más lejano se podía vislumbrar el desierto. Oscuro e infinito, antiguo y muerto.

Pensó en los pilares de Gobekli, desnudos a la luz de la luna, en algún lugar más allá, expuestos por primera vez en diez mil años; sintió frío por primera vez desde su llegada a Sanliurfa.

El silencio había durado demasiado tiempo.

– De acuerdo -dijo soltando el brazo de Christine-. ¿De qué iba todo eso? ¿Ese cántico? -Rob sabía que estaba siendo duro, pero se sentía cansado, irritable y con una ligera resaca-. Christine, dímelo. Parecía… como si hubieras visto al demonio asirio del viento.

Aquello pretendía ser una broma para mejorar el humor. No funcionó. Christine frunció el ceño.

– Pulsa Dinura.

__¿Qué?

– Es lo que estaban cantando esos hombres. Una oración.

– Pulsa… di…

– Nura. Látigos de fuego. Arameo.

Rob estaba impresionado, otra vez.

– ¿Cómo lo sabes?

– Hablo un poco de arameo.

Habían bajado a la altura de los estanques de peces. La antigua mezquita estaba en sombras, sin iluminar. Ninguna pareja caminaba por los paseos. Rob y Christine giraron a la izquierda, dirigiéndose al hotel de él y al piso de ella, que estaba justo después.

– Así que cantaban un himno arameo. Qué bonito. ¡Músicos callejeros!

– No es un himno. Y no eran jodidos músicos callejeros.

La repentina violencia de ella le sorprendió.

– Lo siento, Christine…

– Pulsa Dinura es una maldición antigua. Un hechizo del desierto. De las áridas inmensidades de Mesopotamia. Se encuentra en algunas versiones del Talmud, el libro sagrado de los judíos, escrito en tiempos del cautiverio babilonio, cuando los judíos fueron apresados en Iraq. Rob, es muy malvado y muy antiguo.

– De acuerdo… -No sabía cómo reaccionar. Se estaban acercando al hotel-. ¿Y qué es lo que provoca el Pulsa Dinura?

– Está hecho para invocar al ángel de la destrucción. El azote de fuego. Deben haber estado dedicándoselo a Franz. ¿Por qué otro motivo iban a hacerlo debajo de sus ventanas?

Rob volvió a percibir el enfado.

– Entonces, están lanzándole un conjuro. ¿Y qué? Muy bien. Probablemente no les pague suficientes siclos. ¿A quién le importa? No son más que supercherías, ¿no? -Entonces recordó la cruz que colgaba del cuello de Christine. ¿La estaba insultando de alguna forma? Rob era un completo ateo. Le costaba trabajo aceptar las creencias religiosas y la irracionalidad de las supersticiones y, a veces, las encontraba tremendamente molestas. Sin embargo, le encantaba el Oriente Medio, la cuna de todas aquellas creencias irracionales y credos del desierto. Y le gustaban bastante las pasiones y debates que provocaban esas creencias. Una extraña paradoja. -Christine guardaba silencio. Rob lo volvió a intentar-: ¿Qué importa?

Ella se giró para mirarlo a la cara.