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Antes de la cena, Forrester salió al patio y se lió un porro diminuto. No se sintió culpable al hacerlo. Se fumó la hierba, de pie en el patio, exhalando el humo azul hacia el cielo estrellado, y notó cómo los músculos de su cuello se relajaban. Después volvió a entrar en la casa, se tumbó en el suelo de la sala de estar y ayudó a su hijo con un puzle. Y de pronto, sonó aquella llamada de teléfono.

En la cocina, su mujer estaba colando los macarrones. Vapor caliente. El olor del pesto.

– ¿Sí?

– ¿Inspector jefe?

Forrester reconoció de inmediato el acento finlandés de su subalterno.

– Boijer, estaba a punto de cenar.

– Lo siento, señor, pero he recibido una llamada extraña…

– ¿Y bien?

– Ese amigo mío… Skelding, ya sabe, Niall.

Forrester pensó un momento y después lo recordó: el tipo alto que trabajaba en la base de datos de asesinatos del Ministerio del Interior británico. Habían estado tomando juntos una copa en una ocasión.

– Sí, lo recuerdo. Skelding. Trabaja en el HOLMES.

– Eso es. Pues bien, me acaba de llamar y me ha dicho que tienen un nuevo homicidio, en la isla de Man.

– ¿Y?

– Han matado a un hombre. Muy desagradable. En una casa grande.

– La isla de Man queda muy lejos.

Boijer estaba de acuerdo. Forrester vio cómo su mujer echaba sobre los macarrones el pesto de un intenso color verde. Se parecía un poco a la bilis; pero olía bien. Forrester tosió con impaciencia.

– Como he dicho, mi mujer acaba de preparar una deliciosa cena y…

– Sí, señor. Lo siento, pero la cuestión es que, antes de que este hombre fuera asesinado, los asaltantes le grabaron un símbolo en el pecho.

– Te refieres a…

– Sí, señor. Eso es. Una estrella de David.

11

Al día siguiente a la cena de Franz, Rob llamó a casa de su ex mujer. Su hija Lizzie contestó. Todavía no sabía bien cómo utilizar el teléfono. Rob trató de ayudarla.

– Cariño, utiliza el otro extremo.

– Hola, papi. Hola.

– Cariño…

El simple hecho de escuchar a Lizzie hablar le produjo a Rob un punzante sentimiento de culpa. Y también el placer puro y básico de tener una hija. Y el rabioso deseo de protegerla. Y después un sentimiento de culpa añadido por no estar allí, en Inglaterra, protegiéndola.

Pero ¿protegerla de qué? Estaba a salvo a las afueras de Londres. Estaba bien.

Cuando Lizzie consiguió usar el extremo correcto del teléfono, hablaron durante una hora, y Rob le prometió enviarle fotografías del lugar donde estaba. Después, muy a su pesar, colgó el teléfono y decidió que ya era hora de ponerse a trabajar. Oír a su hija tenía a menudo ese efecto; era como un instinto, algo genético. El recuerdo de sus deberes familiares estimulaba su instinto laboral, ir a ganar algo de dinero para alimentar a su prole. Era el momento de escribir el artículo.

Pero Rob se encontraba ante un dilema. Moviendo el teléfono de la cama al suelo, se reclinó y pensó. La historia era mucho más compleja de lo que se había imaginado. Compleja e interesante. Primero estaba la cuestión política: la rivalidad entre kurdos y turcos. Después el mal ambiente en la excavación y entre la gente de allí, su resentimiento y aquella oración de la muerte… ¿Y qué decir de las excavaciones clandestinas de Franz a altas horas de la noche? ¿Qué era aquello?

Se levantó y se acercó a la ventana. Estaba en la planta superior del hotel. Abrió la ventana y escuchó el sonido de la llamada de un almuecín desde una mezquita de los alrededores. El canto era discordante, incluso feroz. Sin embargo, seguía teniendo algo de hipnótico. El sonido inimitable de Oriente Medio. Se unieron más voces al cántico. La llamada a la oración resonaba por toda la ciudad.

Entonces, ¿qué iba a escribir para el periódico? Una parte de él deseaba ardientemente quedarse a investigar más. Llegar al fondo de la historia. Pero, en realidad, ¿de qué servía aquello? ¿No se trataba en verdad de un capricho? No tenía toda la eternidad. Y si incluía todo ese asunto extraño y desconcertante, alteraría e incluso estropearía el artículo. O, al menos, complicaría la narración y, por tanto, la pondría en peligro. El lector terminaría confuso y podría decirse que hasta insatisfecho.

Así pues, ¿qué debía escribir? La respuesta estaba clara. Si simplemente se ceñía a la simple y casi asombrosa cuestión histórica, se sentiría bien. Un hombre descubre el templo más antiguo del mundo. «Misteriosamente enterrado dos mil años después…».

Eso era suficiente. Se trataba de una historia de lo más amena. Y con algunas fotografías impactantes de las piedras, las excavaciones y de un kurdo enfadado, Franz con sus gafas y Christine con su elegante pantalón color caqui también quedarían bien.

Christine. Rob se preguntó si su deseo apenas reprimido de quedarse e investigar más a fondo aquella historia era, en realidad, por ella. Un deseo apenas reprimido por Christine. ¿Sabría la arqueóloga lo que él sentía? Probablemente. Las mujeres siempre lo sabían. Pero él no tenía la menor idea. ¿Le gustaba a ella? Se dieron aquel abrazo… Y la forma en que se cogió de su brazo anoche…

Basta. Agarró su mochila y, metiendo los bolígrafos, libretas y gafas de sol, salió de su habitación. Quería visitar la excavación una última vez, hacer unas cuantas preguntas más y así tendría suficiente material. Ya llevaba allí cinco días. Era hora de irse.

En el exterior del hotel, Radevan estaba apoyado en su taxi mientras discutía de fútbol o política con los demás taxistas, como siempre. Levantó la mirada cuando Rob salió a la luz del sol y sonrió. El periodista asintió.

– Quiero ir al sitio malo.

Radevan se rió.

– ¿Al sitio malo? Sí, señor Rob.

Radevan hizo sus ademanes de chófer con la puerta del coche y Rob entró en él sintiéndose enérgico y decidido. Había hecho la elección correcta. Redactar el artículo, enviar la factura por el trabajo y después volver a Inglaterra e insistir en pasar un tiempo prudencial con su hija.

El camino hasta Gobekli transcurrió sin incidentes. Radevan se hurgó la nariz y se quejó en voz alta de los turcos. Rob observaba el inmenso desierto, hacia el Éufrates y las azules montañas del Taurus que se levantaban más allá. Había llegado a gustarle este desierto, aunque le turbaba. Tan antiguo, tan cansado, tan malévolo, tan agreste. El desierto de los demonios del viento. ¿Qué más se escondía en sus bajas colinas? Un pensamiento extraño. Rob miró el paisaje.

Llegaron rápidamente. Con un chirrido de neumáticos gastados, Radevan aparcó. Se asomó por la ventanilla mientras Rob se dirigía a la excavación.

– ¿Tres horas, señor Rob?

Rob se rió.

– Sí.

La excavación era aquel día frenética, más ajetreada de lo que Rob había visto antes. Se estaban abriendo nuevas zanjas. Nuevos agujeros profundos en las colinas que dejaban ver aún más piedras. Rob comprendió que la campaña de excavaciones estaba llegando a su fin y Franz quería seguir descubriendo. El periodo de excavaciones era extremadamente corto. Hacía demasiado calor en el yacimiento en pleno verano y estaba demasiado expuesto en invierno. Y, de todos modos, los científicos necesitaban al parecer nueve meses de interpretación y trabajo de laboratorio para procesar lo que habían encontrado en los tres meses de verdadera excavación. En eso consistía el año arqueológico: tres meses de trabajo preliminar y nueve de pensar. Bastante relajado, a decir verdad.

Franz, Christine y el paleobotánico Iván mantenían una discusión en la zona cubierta con el toldo. Saludaron a Rob con un movimiento de mano, él se sentó y se sirvieron más té. A Rob le gustaba la infinita cadena de producción del té turco, el ritual del tintineo de las cucharillas, los vasos con forma de tulipán y el sabor del dulce cay negro. Y aquel té caliente era curiosamente refrescante bajo el sol del seco desierto.