¿Qué era aquella blancura? ¿Plumas? ¿Plumas de cisne? ¿Qué?
Alan se acercó y la tocó con la punta del zapato. Era pelo: puede que humano. Un montón de pelo canoso humano afeitado. Y la sangre estaba escabrosamente salpicada por la parte superior, como si se tratara de salsa de cereza sobre un sorbete de limón. Como el aborto de una oveja en mitad de la nieve.
– ¡Ooooorrr!
El gemido se percibía ahora muy cerca. Procedía de la habitación de al lado. Alan se volvió a enfrentar a sus temores una última vez y atravesó la puerta estrecha y bajita que conducía a la estancia contigua.
Dentro estaba muy oscuro, si no fuera por el estrecho haz de luz que arrojaba la bombilla que había detrás de él. El siniestro gemido reverberaba por toda la habitación. Tanteando a un lado de la puerta, Alan golpeó el interruptor y la habitación se iluminó.
En el centro, sobre el suelo, yacía un anciano desnudo. Tenía la cabeza completamente afeitada de una forma brutal, a juzgar por los arañazos y los cortes. Alan se dio cuenta de que el pelo debía proceder de ahí. Le habían afeitado la cabeza. Quienquiera que fuera.
Entonces, el anciano se movió. Había apartado la cara de la puerta, pero cuando se encendió la luz se giró y miró a Alan. Aquella visión fue desconcertante. Alan se estremeció. El terror en los grandes ojos enrojecidos del anciano era atroz. Lo miraban fijamente, llenos de dolor.
La embriaguez de antes había desaparecido. Alan sentía ahora una sobriedad incómoda. Pudo ver por qué el hombre sufría aquella agonía. Tenía en el pecho marcas de cortes hechos con un cuchillo. Le habían grabado un dibujo sobre la piel suave, vieja, arrugada y blanquecina.
¿Y por qué gemía de aquella forma tan extraña e incoherente? El hombre volvió a quejarse. Y Alan se tambaleó sintiendo un mareo.
La boca de aquel hombre estaba llena de sangre. Sangre que le brotaba de la boca, como si se hubiera atiborrado de fresas. La sangre roja fluía por sus viejos labios y goteaba en el suelo. Cuando se quejó, rebosó otro borboteo de sangre, salpicándole el mentón.
Y había un último horror.
El hombre sostenía algo en la mano. Despacio, la abrió y la extendió en silencio: como si le estuviera ofreciendo algo con amabilidad. Un regalo.
Alan bajó la mirada a los dedos extendidos.
Agarrada, sin vida, en la mano había una lengua humana amputada.
2
El mercado de Carmel estaba muy concurrido. Lleno de comerciantes de especias yemeníes que discutían con sionistas canadienses, amas de casa israelíes que observaban las costillas de cordero y judíos sirios que montaban puestos de CDs de cantantes de baladas libaneses. La multitud pasaba en tropel entre las mesas de especias picantes y rojas, las latas de aceite de oliva verde apiladas y el gran puesto de licores que vendía el buen vino de Golan Heights.
Entre aquel gentío estaba Rob Luttrell, que se abría camino hacia el extremo del mercado. Quería tomarse una cerveza en la tienda de cervezas y embutidos de Bik Bik, su lugar favorito de Tel Aviv. A Rob le gustaba ver a las celebridades israelíes equipadas con sus gafas de sol para esconderse de los paparazzi. Pocos días antes, una joven estrella especialmente atractiva le había sonreído. Quizá se había dado cuenta de que él era periodista.
A Rob le gustaba también la cerveza checa del puesto de embutidos. Servida en jarras de plástico, era todo un placer tomarla con aquellos trozos de salami casero y diminutas pitas de kebab picante.
– Shalom -dijo Samson, el tendero turco del puesto de embutidos de Bik Bik. Rob le pidió una cerveza con cierta brusquedad. Entonces, recordó sus modales y dijo «por favor» y «gracias». Se preguntó si el aburrimiento estaba acabando con él. Había regresado hacía seis semanas, y se encontraba sin hacer nada después de pasar seis meses en Iraq. ¿Había sido demasiado tiempo?
Sí, necesitaba aquel descanso. Sí, le gustaba estar de vuelta en Tel Aviv. Le encantaba la vivacidad y el dramatismo de aquella ciudad. Y su editor de Londres había sido muy generoso al concederle esas vacaciones, para «recuperarse». Pero ahora volvía a estar listo para la acción. Quizá otro destino en Bagdad. O en Gaza -las cosas estaban empezando a moverse allí. Aunque las cosas siempre se estaban empezando a mover en Gaza.
Rob bebió de la jarra de plástico y después se acercó a la parte delantera de aquel bar al aire libre para mirar a través del paseo marítimo hacia el Mediterráneo azul grisáceo que se extendía más allá. La cerveza estaba fría, dorada y buena. Rob observó a un surfista que se enfrentaba a las olas mar adentro.
¿Le llamaría su editor? Miró el teléfono móvil. La imagen digital de su hija le devolvía la mirada. Se sintió culpable. No la había visto desde… ¿Cuándo? ¿Enero o febrero? La última vez que estuvo en Londres. Pero ¿qué podía hacer? Su ex mujer estaba siempre cambiando de planes, como si le quisiera impedir el acceso a ella. El ansia de Rob de ver a Lizzie era como el hambre, o la sed. Tenía una constante sensación de que echaba en falta algo -a alguien- en su vida. A veces, se sorprendía girándose para dedicarle una sonrisa a su hija y, por supuesto, ella no estaba allí.
Devolvió a la barra la jarra de cerveza vacía.
– Nos vemos mañana, Sam. ¡No te comas todos los kebabs!
Samson se rió. Rob le pagó los siclos que le debía y se dirigió al paseo marítimo. Atravesó corriendo las calles ajetreadas por el tráfico del jueves tratando de esquivar los enérgicos conductores judíos que parecían intentar lanzarse unos a otros al mar.
La playa de Tel Aviv era su lugar favorito donde ir a pensar, con los rascacielos detrás de él, las olas y el cálido y fresco viento por delante. Y ahora quería pensar en su mujer y en su hija. Su ex mujer y su hija de cinco años.
Deseó volver a Londres inmediatamente después de que en el periódico le ordenaran que saliera de Bagdad. Pero Sally se había echado de repente un novio nuevo y le dijo que necesitaba «espacio», así que Rob decidió quedarse en Tel Aviv. No quería estar en Inglaterra si no podía ver a Lizzie. Resultaba demasiado doloroso.
Pero ¿quién era en realidad el culpable? Rob se preguntó qué parte de culpa le correspondía a él en su divorcio. Sí, ella había tenido aquellas aventuras… aunque él no estuvo a su lado todo ese tiempo. ¡ Pero se trataba de su trabajo! Era corresponsal en el extranjero. Y había luchado durante diez años en Londres por un puesto como ése. Así es como se ganaba la vida. Y, por fin, lo había conseguido en la mitad de su treintena y se ocupaba de cubrir todo Oriente Medio.
Rob se preguntó si debía volver al Bik Bik a pedir otra cerveza. Miró a su izquierda. El hotel Dan Panorama se elevaba contra el cielo azul -un gran bloque de hormigón con un ostentoso atrio de cristal. Detrás estaba la zona de aparcamiento, cientos de metros llenos de montones de coches, extrañamente situado en mitad de la ciudad. Recordó la historia que había detrás de esos aparcamientos: cuando estalló la guerra árabe-israelí en 1948, éste había sido el principal frente en el conflicto urbano entre el Tel Aviv judío y la Jaffa árabe. Después ganaron los israelíes y arrasaron las barriadas que quedaban afectadas por la guerra. Y ahora se habían convertido en un enorme aparcamiento.
Tomó una decisión. Si no podía ver a Lizzie, podría, al menos, ganar algo de dinero, proporcionarle sustento y seguridad. Así que decidió ir directo a su pequeño apartamento de Jaffa y hacer un poco de investigación. Buscar otras perspectivas de aquella historia libanesa. O seguir la pista de esos niños de Hamas que se habían escondido en aquella iglesia.
En la cabeza de Rob burbujeaban las ideas a medida que se dirigía a la curva de la playa y a las casas del puerto que había más allá: el puerto de la antigua Jaffa.
Sonó el móvil. Rob miró la pantalla esperanzado. Era un número británico, pero no se trataba de Sally, de Lizzie ni de sus amigos.