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Era su editor de Londres.

Rob sintió una repentina subida de adrenalina. ¡Allí estaba! Era el momento que más le gustaba de su trabajo: la llamada inesperada de su editor. Vete a Bagdad. Vete a El Cairo. Vete a Gaza. Vete a arriesgar tu vida. Rob adoraba ese momento. El no saber nunca dónde iba a estar. La temerosa sensación de un drama improvisado: como si viviera en un programa de televisión en directo. No tenía duda alguna de que no podía comprometerse en una relación. Pulsó el botón del teléfono.

– ¡Robbie!

– ¿Steve?

– ¿Qué tal?

El fuerte acento cockney de suburbio londinense del editor desconcertó a Rob por un momento, como siempre. Seguía conservando en su interior todavía buena parte de americano medio como para suponer que los editores de The Times siempre hablaban con elegante acento inglés de Oxford. Pero su editor extranjero hablaba como un estibador de Tilbury, e incluso soltaba más palabrotas. A veces, Rob se preguntaba si Steve exageraba un poco el acento cockney para diferenciarse de sus engolados colegas que estudiaron en Oxford o Cambridge. En el mundo del periodismo eran todos muy competitivos.

– Robbie, amigo. ¿Qué haces ahora?

– Estoy en una playa, hablando contigo.

– Joder. Ojalá tuviera yo tu trabajo.

– Lo tenías. Pero te ascendieron.

– Es cierto -contestó Steve, riendo-. De todos modos, a lo que me refería es a qué vas a hacer después. ¿Te hemos encomendado alguna tarea?

– No.

– Es verdad. Te estás recuperando de esa jodida… mierda de la bomba.

– Ya estoy bien.

Steve silbó.

– Fue turbulento aquello de Bagdad.

Rob no quería pensar en el atentado.

– Y bien… Steve… ¿Adónde…?

– A Kurdistán.

– ¿Qué? ¡Vaya!

Inmediatamente sintió la excitación y un poco de miedo. El Kurdistán iraquí. ¡Mosul! Nunca había estado allí y seguramente estaba plagado de historias. ¡El Kurdistán iraquí!

– Para el carro… -le interrumpió Steve.

Rob sintió cómo su excitación decaía. Había algo en la voz de Steve. No se trataba de una historia de guerra.

– ¿Steve?

– Rob, amigo. ¿Qué sabes de arqueología?

Rob dirigió la mirada al mar. Un parapente se elevaba sobre las olas.

– ¿Arqueología? Nada. ¿Por qué?

– Bueno, hay una… excavación… en el sureste de Turquía. En el Kurdistán turco.

– ¿Una excavación?

– Sí. Bastante interesante. Unos arqueólogos alemanes tienen…

– ¿Cuevas con pinturas? ¿Huesos de la Antigüedad? Mierda. -Rob sintió una decepción desgarradora.

Steve soltó una risita nerviosa.

– Bueno, bueno. Venga.

– ¿Qué?

– No puedes dedicarte siempre a Gaza. Y no quiero que vayas a ningún sitio peligroso. Al menos por ahora. -Parecía hablar de forma solícita, casi fraternal. Y dijo algo que esperaba aún menos-: Eres uno do mis mejores reporteros. Lo de Bagdad fue un asunto desagradable. Ya has comido bastante mierda durante un tiempo. ¿No crees? -Rob esperó. Sabía que Steve no había terminado. Efectivamente, el editor se explicó-: Te pido, con la mayor cortesía, que vayas a echar un vistazo a esa jodida excavación de Turquía. Si te parece bien.

Rob detectó el sarcasmo. No fue duro. Se rió.

– De acuerdo, Steve. ¡Eres el jefe! Iré a ver algunas piedras. ¿Cuándo quieres que vaya?

– Mañana. Te envío el informe por correo electrónico.

¿Mañana? No tenía mucho tiempo. Rob comenzó a pensar en planes y en hacer la maleta.

– Me pongo a ello, Steve. Gracias.

El editor hizo una pausa y después volvió a la carga.

– Pero Rob…

– ¿Qué?

– Este trabajo es serio. No se trata sólo… de piedras antiguas.

– ¿Cómo?

– Aquí ya ha salido en las noticias. No las habrás visto.

– No leo la prensa arqueológica.

– Yo sí. Está muy de moda.

– ¿Y?

La brisa del mar era cálida. Steve continuó hablando:

– A lo que me refiero es… a que este lugar de Turquía… Lo que estos alemanes han encontrado… -Rob esperó a que Steve se explicara. Hubo una pausa larga. Al final, el editor dijo-: Bueno… no se trata sólo de huesos y esa mierda, Robbie. Es algo bastante extraño.

3

En el avión hacia Estambul Rob le dio un sorbo a su gin-tonic aguado servido en un vaso de plástico transparente con una diminuta varilla para agitar. Leyó el correo impreso que Steve le había enviado y algunas otras cosas que había encontrado en internet sobre la excavación turca.

El yacimiento que se estaba desenterrando se llamaba Gobekli Tepe. Durante una hora, Rob pensó que se pronunciaba «tip», pero más tarde vio los signos fonéticos en una de las hojas. Tepe se pronunciaba Tep-ay. Gobekli… Tep-ay. Rob lo pronunció en silencio -Gob-eckly Tep-ay- y después le dio un mordisco a una galletita salada.

Siguió leyendo.

Al parecer, el yacimiento era tan sólo uno de los muchos asentamientos de la Antigüedad que actualmente se estaban desenterrando en la zona kurda de Turquía. Nevali Cori, Karahan Tepe… Algunos de ellos parecían increíblemente antiguos. De ocho mil años o más. Pero ¿de verdad era éste tan antiguo? Rob no tenía ni idea. ¿Cuánto tiempo tenía la Esfinge? ¿Y Stonehenge? ¿Y las pirámides?

Apuró el gin-tonic, se echó hacia atrás y pensó en su escasa cultura general. ¿Por qué no conocía la respuesta a preguntas como ésta? Evidentemente, porque no tenía educación universitaria. Al contrario que sus compañeros de trabajo, que se habían licenciado en Oxford, Londres y UCLA o París, Munich, Kyoto, Austin o cualquier otro sitio, Rob no tenía más que su cerebro y una enorme capacidad de lectura rápida para asimilar información rápidamente. Había abandonado los estudios a los dieciocho años. A pesar de los gritos desesperados de su madre soltera, había rechazado las ofertas de varios institutos y universidades y, en lugar de eso, entró directamente en el mundo del periodismo. Pero, en realidad, ¿quién podía culparle por ello? Rob se tragó otra galletita.salada. No tenía elección. Su madre estaba sola, su padre se había quedado en Estados Unidos como un cabrón mezquino y cruel; Rob creció pobre en las afueras de un suburbio gris londinense. Desde una edad muy temprana había deseado conseguir dinero y posición social tan pronto como pudiera. No iba a ser nunca como esos niños ricos a los que envidiaba cuando era un chaval, que podían tomarse cuatro años de vacaciones para fumar chocolate, ir a fiestas y dejarse llevar por carreras cómodas a un ritmo pausado. Siempre había sentido la necesidad de avanzar rápido.

El mismo deseo de avance había gobernado su vida emocional. Cuando apareció Sally, sonriente, bonita e inteligente, se aferró a la felicidad y a la estabilidad que ella le ofrecía. El nacimiento de su hija poco después de su precoz matrimonio parecía ser la señal de que lo que había hecho era algo muy bueno. Sólo entonces se dio cuenta, aunque tarde, de que su vertiginosa carrera podría entrar en conflicto con la hogareña y cómoda tranquilidad.

El asiento El Al de la clase turista era tan incómodo como siempre. Rob se recostó y se restregó los ojos. Después le pidió a la azafata otro gin-tonic. Un reconstituyente que le ayudara a olvidar.

Recogió la bolsa que llevaba a sus pies y sacó dos libros comprados en la mejor librería de Tel Aviv, uno sobre arqueología kurda y otro sobre el hombre en la Antigüedad. Tenía una escala de tres horas en Estambul y después otro vuelo hasta Sanliurfa, en el agreste sureste de Anatolia. La mitad del día para practicar algo de lectura rápida.

A su llegada a Estambul, Rob estaba bastante borracho -y bien informado sobre la historia arqueológica reciente de Anatolia. Parecía que era de especial importancia un lugar llamado Catalhöyük. Pronunciado Chatal Hoy-uk. Descubierto en la década de los cincuenta, era uno de los pueblos más antiguos del mundo que jamás se habían desenterrado, probablemente de unos nueve mil años de antigüedad. Los muros de este asentamiento estaban cubiertos de pinturas de toros, leopardos y águilas. Montones de águilas. Signos muy antiguos de una religión. Imágenes muy extrañas.