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El estibador no anotó el número de matrícula. Pero oyó que uno de ellos decía una palabra parecida a «Castleyig» mientras salían de la cafetería, bajo la pálida luz de la mañana, para dirigirse al coche que los esperaba. Forrester y Boijer buscaron de inmediato qué era Castleyig. A nadie sorprendió que no existiera un lugar así. Sin embargo, había un Castlerigg no muy lejos de Heysham. Y era bastante conocido.

Resultó que Castlerigg era uno de los círculos de piedra mejor conservados de Gran Bretaña. Consistía en treinta y ocho piedras de distintos tamaños y formas y su datación rondaba el 3200 antes de Cristo. También era conocido por un grupo de diez piedras que formaban un recinto rectangular cuyo fin era «desconocido». En su despacho de Scotland Yard, Forrester buscó en Google «Castlerigg» y «sacrificios humanos» y encontró una larga tradición que relacionaba a los dos. Se había descubierto un hacha de piedra en el yacimiento de Castlerigg en la década de 1880. Algunos conjeturaron que había sido utilizada en un ritual de sacrificios druidas. Por supuesto, muchos científicos no estaban de acuerdo con esto. Los anticuarios y estudiosos del folclore opinaban que tampoco había nada que rebatiera la teoría de los sacrificios. Incluso lo citaba el famoso poeta local Wordsworth del siglo XIX.

Con la brisa cumbriana a sus espaldas, Forrester leyó la estrofa del poema. La había copiado en la biblioteca de Heysham.

Al mediodía saludé a los sombríos claros

A los religiosos bosques y a las sombras de la medianoche,

Donde la perturbadora supersitición encontró

Un frío y terrible horror a su alrededor

Mientras con brazo negro y cabeza inclinada

Ella tejía una estola de hilo de marta

Y escucho el tañido del arpa que oigo

Y he aquí que aparecen sus hijos druidas

¿Por qué poner sobre mí vuestros ojos deslumbrantes?

¿Por qué prepararme para el sacrificio?

Hacía un cálido día de primavera sobre las colinas de Cumbria, y el sol de finales de abril brillaba con fuerza sobre las desnudas y verdes montañas de alrededor, la hierba cubierta de rocío y los lejanos bosques de abetos. Sin embargo, había algo en ese poema que hizo temblar a Forrester.

– «Al mediodía saludé a los sombríos claros» -recitó.

Boijer, dando grandes zancadas entre la hierba, parecía desconcertado.

– ¿Señor?

– Es ese poema de Wordsworth.

Boijer sonrió.

– Ah, sí. Lo confieso, no lo había reconocido.

– Lo mismo digo -contestó Forrester, cerrando su cuaderno. El inspector se acordó del instituto de su barrio y de un joven profesor inglés que se esforzaba por tratar de inculcar el Macbeth de Shakespeare a un grupo de chicos más interesados en beber siendo menores de edad, en la música reggae y en robar en las tiendas. Un ejercicio completamente sin sentido. Como enseñar latín a los astronautas.

– Bonito lugar -dijo Boijer.

– Sí.

– ¿Está seguro de que vinieron aquí, señor? ¿A este lugar?

– Sí -respondió Forrester-. ¿A qué otro sitio iban a ir?

– Puede que a Liverpool.

– No.

– ¿A Blackpool?

– No. Y si fueran a otro sitio, tomarían el ferri hasta Birkenhead. Eso conduce directamente a la autopista. Pero vinieron a Heysham. Heysham no lleva prácticamente a ningún sitio. Excepto al distrito de los lagos. Y aquí. No puedo creer que estuvieran recorriendo los lagos por placer. Fueron a un yacimiento de enterramientos vikingos de Man relacionado con sacrificios. Después vinieron aquí. A Castle rigg. Otro lugar relacionado con sacrificios. Y, por supuesto, el estibador los oyó. Venían aquí.

Boijer y Forrester se acercaron a uno de los menhires más altos. La piedra estaba jaspeada y cubierta de liquen. Una señal de aire limpio.

Forrester colocó la palma de la mano sobre la antigua piedra. Resultaba algo caliente al tacto. Caliente por el sol de la montaña, y antigua, muy antigua. Del 3200 antes de Cristo.

Boijer suspiró.

– Pero ¿qué es lo que de verdad les atrae a estos círculos y ruinas? ¿Qué sentido tiene?

Forrester dejó escapar un gruñido. Aquélla era una buena pregunta. Una pregunta que aún tenía que responder. En el valle del río, bajo la alta meseta de Castlerigg, podía ver los coches de la policía de Cumbria; cuatro de ellos estaban aparcados al sol junto a un merendero y otros dos bajaban por el estrecho camino del lago, rastreando los caseríos y las aldeas para saber si alguien había visto a la banda. Hasta ahora no habían tenido suerte. Pero Forrester estaba seguro de que habían estado en Castlerigg. Tenía sentido. El círculo era un lugar muy evocador. E intenso. Fuese quien fuese el que construyera aquel círculo elevado y solitario en el despejado pie de las colinas, tenía nociones de estética. Incluso de Feng Shui. Todo el círculo, colocado sobre un altiplano de hierba húmeda, estaba dispuesto formando una especie de anfiteatro. Un teatro redondo. Las colinas onduladas constituían el patio de butacas, el público, las gradas. Y el mismo círculo de piedra era el escenario, el altar, la puesta en escena. Pero ¿un escenario para qué?

La radio de Boijer sonó. Presionó el botón y habló con uno de los oficiales de Cumbria. Forrester escuchó. Estaba claro por la expresión de Boijer y sus mecánicas palabras de asentimiento que la policía cumbriana seguía sin resultados. Puede que, después de todo, la banda no hubiera estado allí

Forrester continuó caminando. Un zorro merodeaba por un campo y se acercaba a una arboleda atravesando el valle más cercano, una furtiva imagen borrosa de pelo rojo. Entonces, el zorro se giró y miró hacia atrás, directamente al policía, mostrando su temor y crueldad de animal salvaje. Después, se fue y se introdujo en el bosque.

El cielo se estaba nublando en parte. Unas manchas negras atravesaron las colinas del páramo.

Boijer alcanzó a Forrester.

– ¿Sabe qué, señor? Tuvimos un extraño caso en Finlandia hace unos cuantos años. Puede que esté relacionado.

– ¿Qué tipo de caso?

– Lo llamaron el asesinato del vertedero.

– ¿Porque enterraron el cuerpo en un basurero?

– Algo así. Comenzó en octubre de 1998. Si no recuerdo mal, se encontró la pierna de un hombre en un vertedero cerca de una pequeña ciudad llamada Hyvinkaa. Al norte de Helsinki.

Forrester estaba confuso.

– ¿No vivía ya en Inglaterra?

– Sí, pero seguía las noticias que llegaban desde casa. Como hace usted. Sobre todo, las de asesinatos truculentos.

Forrester asintió.

– ¿Qué ocurrió?

– Pues que al principio la policía no encontró nada. La única pista que tenían era la pierna. Pero después, de repente, aparecieron todos aquellos titulares… La policía declaró que había arrestado a tres personas sospechosas del asesinato y aseguraron que había signos de adoraciones satánicas.

Se levantó un fuerte viento que silbaba entre el antiguo círculo.

– En abril de 1999 aquel incidente volvió a ocupar los titulares, cuando el caso fue a los juzgados. Se acusó a tres chicos, tres jóvenes. Lo extraño es que el juez ordenó que las actas del juicio permanecieran sin salir a la luz durante cuarenta años y que se mantuvieran en secreto todos los pormenores. Poco usual en Finlandia. Pero de todos modos, se filtraron algunos de los detalles. Cosas horribles. Tortura, mutilación, necrofilia, canibalismo… De todo.

– ¿Y quién era la víctima?

– Un tipo de unos veintitrés años. Fue torturado y asesinado por tres de sus amigos. Creo que todos ellos tenían veintitantos años o menos. -Boijer frució el ceño tratando de recordar-. La chica tenía diecisiete, era la más joven. De todos modos, el asesinato tuvo lugar después de una borrachera de varios días. Licor casero. En Islandia se conoce como Brennivin. La muerte negra.