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– Sí -asintió ella-. En Urfa lo tratan como una fiesta local especial porque Abraham procede de aquí. -Ella sonrió-. Y es bastante… sangrienta.

Habían llegado a una plazoleta con casas de té y cafeterías en las que los hombres fumaban shishas. Muchos de ellos iban ataviados, para el Kurban Bayrami, con los pantalones kurdos largos y holgados. Otros, con togas especialmente adornadas. Sus mujeres pasaban por delante, engalanadas con joyas resplandecientes o luciendo pañuelos en la cabeza con ribetes de plata. Algunas llevaban tatuajes de herma, con las manos y los pies generosa y magníficamente pintados; de sus pañuelos colgaban baratijas plateadas. La escena era mordazmente colorida.

Pero no habían ido allí para hacer turismo.

– Ahí está. -Christine señaló a una pequeña casa situada en una calle sombría-. La casa de Beshet.

El calor del día se escurría por las calles como el agua tras una inundación. Rob le apretó la mano a Christine.

– Buena suerte.

Ella cruzó la calle y llamó a la puerta. Rob se preguntó si aquello era poco ortodoxo y lo perturbador que sería para Beshet que una mujer occidental y blanca fuera a su casa. Cuando Beshet abrió la puerta, Rob observó su expresión y vio en ella sorpresa y preocupación, pero también de nuevo aquella languidez de cachorro. Rob confiaba en que Christine conseguiría la clave.

Caminó de nuevo hasta la plaza y observó la escena. Algunos niños con petardos lo saludaron.

– ¡Oye, americano!

– Hola…

– ¡Feliz Bayram!

Los niños se rieron como si hubieran despertado a alguna bestia exótica y aterradora del zoo; luego se dispersaron calle arriba. Las aceras seguían llenas de sangre, pero la carnicería había terminado. Kurdos con bigote que fumaban sus shishas en las mesas de las cafeterías lo saludaron con una sonrisa. Rob decidió que Sanliurfa era un lugar extraño. Era inevitablemente exótico y, en cierto modo, hostil; pero la gente era de lo más amable que Rob había conocido jamás.

Apenas se había dado cuenta de la presencia de Christine cuando ésta se acercó hasta él.

– Hola -lo saludó.

Él se giró alertado.

– ¿La tienes?

– La tengo. No estaba muy dispuesto…, pero me la ha dado.

– Muy bien, pues…

– Esperemos a que oscurezca.

Un rápido paseo los llevó a la calle principal fuera de la ciudad vieja. Un taxi los condujo hasta el apartamento de Christine, donde pasaron unas cuantas horas de nervios navegando por internet, tratando de no preocuparse sin conseguirlo. A las once salieron sigilosamente del edificio de apartamentos y caminaron en dirección al museo. Las calles estaban ahora mucho más tranquilas. Habían limpiado la sangre y aquel día de fiesta estaba a punto de terminar. La luna en forma de cimitarra brillaba por encima de ellos. Las estrellas relumbraban como tiaras alrededor de los chapiteles de los minaretes.

En la verja del museo, Rob miró a ambos lados de la calle. No había nadie. Podía oír las voces de la televisión turca que salían de una casa con los postigos cerrados en un edificio próximo. Por lo demás, reinaba el silencio. Rob empujó y la verja se abrió. Por la noche, el jardín era un lugar intensamente evocador. La luz de la luna plateaba las alas de Pazuzu, el demonio del desierto. Había bustos de emperadores romanos, rotos y fragmentados; y líderes militares asirios, congelados en el mármol, con sus cacerías de leones sin fin. La historia de Sanliurfa estaba allí, en ese jardín, soñando bajo la luz de la luna. Los demonios de Sumeria gritaban en silencio; las fauces de piedra abiertas durante cinco mil años.

– Necesito dos claves -dijo Christine-. Beshet me dio las dos.

Se acercó a la puerta de entrada del museo. Rob miró hacia atrás para comprobar que estaban solos.

Lo estaban. Había un coche aparcado bajo las higueras. Pero pare cía como si llevara allí varios días. Tenía el parabrisas salpicado de higos podridos. Una mancha de pulpa y semillas.

La puerta emitió un seco chasquido. Rob se giró y vio que Christine ya la había abierto. Subió los escalones y la siguió hacia el interior. Dentro del museo hacía calor. No había nadie allí que abriera ventanas ni puertas. Y no había aire acondicionado. Rob se limpió el sudor de la frente. Llevaba puesta una chaqueta para guardar todo lo que necesitaban: linternas, teléfonos, cuadernos de notas… En la sala principal la estatua más antigua del mundo resplandecía débilmente en la oscuridad, con sus tristes ojos de obsidiana que miraban afligidos en la penumbra.

– Por aquí abajo -dijo Christine.

Rob vio, entre las sombras, una pequeña puerta en el otro extremo de la sala. Detrás de ella había unas escaleras que bajaban. Le dio a Christine una linterna y encendió la suya. Las dos luces parpadearon en la oscuridad polvorienta mientras descendían por las escaleras.

Las bodegas eran sorprendentemente grandes. Mucho más que el museo de la parte superior. Puertas y pasillos que iban en todas direcciones. Estantes llenos de antigüedades brillaban trémulamente a medida que Rob dirigía la luz de su linterna hacia todos lados, por encima de cerámicas fragmentadas, pedazos de gárgolas, lanzas, piedras y vasijas.

– Es enorme.

– Sí. Sanliurfa está construida sobre antiguas cuevas y convirtieron éstas en bodegas.

Rob se inclinó y miró hacia una figurita rota puesta boca arriba que le gruñía al estante de arriba.

– ¿Qué es eso?

– El monstruo Asag. El demonio que provoca las enfermedades. Sumerio.

– Vale… -Rob sintió un escalofrío a pesar del sofocante calor. El frío terror de lo que estaban a punto de hacer fue en aumento-. Sigamos adelante, Christine. ¿Dónde está la bodega de Edessa?

– Por aquí.

Giraron en una esquina y siguieron por otro pasillo, tras pasar por una columna romana brutalmente truncada y más estanterías con jarrones y vasijas. El polvo era denso y asfixiante; Christine dirigía el paso hacia la parte más antigua del conjunto de cuevas.

Pero entonces, una enorme puerta de acero les bloqueó el camino. La arqueóloga introdujo torpemente la clave.

– Mierda. -Las manos le temblaban.

Rob sujetó la linterna en el aire para que ella pudiera ver mejor mientras tecleaba los números. Por fin, el cierre se abrió. Fueron recibidos por una ráfaga de aire caliente que despedía la bodega de Edessa. La brisa traía algo malo. Algo indefinible y lejano, pero orgánico y desagradable. Y antiguo.

Rob trató de ignorarlo. Entraron en la bodega. Fuertes estantes de acero se extendían a lo largo de la amplia cueva. La mayoría de las antigüedades estaban dentro de grandes cajas de plástico con nombres y números garabateados en ellas. Pero algunas habían quedado en su estado natural. Christine las fue nombrando a medida que pasaban. Diosas siríacas y acadias; una gran cabeza de Anzu; un fragmento de un desnudo helénico… Manos y alas fantasmagóricas se extendían entre la penumbra.

Christine caminaba a un lado y a otro junto a los estantes.

– Aquí no hay nada. -Casi parecía aliviada-. Son las mismas cosas que ya vi antes.

– Entonces, mejor nos vamos…

– Espera.

– ¿Qué?

Christine se movía en medio de la oscuridad.

– Aquí. Esto es de Gobekli.

Rob se detuvo. Percibía de nuevo malas vibraciones. La terrorista suicida de Iraq. Nunca podría olvidar su rostro, mirándolo, justo antes de la explosión.

Sintió la urgente necesidad de salir, de escapar de allí. Ahora.

– Cierra la puerta -dijo Christine.

A regañadientes, cerró la puerta detrás de él. Estaban solos en la bodega más apartada con lo que fuera que Franz había encontrado. Lo que sintió podía compararse con el horror de los cráneos Cayonu.

– Rob, ven a ver esto.

La linterna de ella alumbraba una estatua extraordinaria. Una mujer con las piernas abiertas: la vagina estaba claramente esculpida y era obscenamente grande. Como la herida abierta en el cuello de aquella cabra.