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Junto a la mujer había un trío de animales. Probablemente jabalíes. Todos ellos tenían penes pronunciados y erectos; estaban alrededor de la mujer abierta de piernas, como si fueran un grupo de violadores.

– Esto es de Gobekli -susurró Christine.

– ¿Es lo que buscábamos?

– No. Recuerdo el día que lo encontramos. Franz lo colocó aquí. Debía de estar almacenando los… descubrimientos más extraños en el mismo sitio. Así que lo que encontró, sea lo que sea, tiene que estar aquí. En algún lugar.

Rob movió su linterna a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda. El polvo se arremolinaba en la penumbra. Rostros de dioses lúgubres y demonios de mirada lasciva lo saludaban y, después, quedaban a oscuras cuando él pasaba de un lado a otro. No podía ver nada; ni siquiera sabía qué buscaba. Era desesperante. Entonces, la linterna iluminó una enorme caja de poliestireno con la palabra «Gobekli» escrita con rotulador. Rob sintió que el corazón le latía con fuerza.

– Christine -susurró.

La caja estaba colocada en la parte trasera del estante de acero, junto al muro de la cueva. Era claramente grande y pesada; Christine trató de cogerla. Dejando su linterna sobre el estante de atrás, Rob extendió una mano y la ayudó. Juntos sacaron la caja y la colocaron en el suelo.

Rob agarró su linterna con el corazón acelerado y sostuvo el haz de luz en alto mientras Christine abría la caja. En su interior había cuatro tinajas antiguas para las aceitunas de casi un metro de largo, envueltas en plástico de burbujas. Rob sintió un golpe sordo de decepción. La mitad de él había deseado encontrar algo obsceno y aterrador. Su mitad de periodista; quizá la más infantil.

Christine sacó una de las tinajas.

– ¿Es de Gobekli?

– Seguro que sí. Y si lo es, debe de tener diez mil años de antigüedad. Entonces, sí que tenían cerámica…

– Sorprendentemente bien conservada.

– Sí. -Sosteniendo la vasija con sumo cuidado, Christine la giró. Había un dibujo extraño en un lado. Una especie de palo con un pájaro en lo alto-. He visto esto en algún sitio -afirmó, casi en un susurro.

Rob sacó su móvil e hizo unas cuantas fotografías. El flash de la cámara del teléfono parecía una intrusión en la lúgubre oscuridad de la bodega. Genios y emperadores miraron con el ceño fruncido en un breve y brusco deslumbramiento.

Se guardó el teléfono en el bolsillo, metió las manos en la caja y sacó él mismo una de las largas vasijas. Era sorprendentemente pesada. Quería saber qué había dentro. ¿Una especie de líquido? ¿Granos de cereal? ¿Miel? La inclinó y miró la parte superior. Estaba taponada y sellada.

– ¿La abrimos?

– Ten cuidado…

El aviso de ella llegó demasiado tarde. Rob sintió de pronto que la vasija se le caía de la mano. La había inclinado con demasiada brusquedad. El cuello de la pieza pareció emitir un suspiro y después cayó al suelo. Entonces, la rendija del cuello se abrió más, fracturando el cuerpo del antiguo y delicado recipiente de cerámica. La vasija se deshizo en la mano del periodista. Simplemente se deshizo. Los fragmentos se esparcieron por el suelo haciéndose añicos y convirtiéndose en polvo.

– ¡Oh, Dios mío! -El olor era horrendo. Rob se puso una manga en la nariz.

Christine iluminó con una linterna el contenido de la vasija.

– ¡Joder!

Un cuerpo diminuto yacía en el suelo. Un cuerpo humano: un bebé, colocado en posición fetal. El cadáver estaba medio momificado, medio convertido en líquido viscoso. Seguía descomponiéndose después de todos esos siglos. El hedor se introdujo en la cara de Rob hasta que sintió arcadas. Del cráneo salían borbotones de líquido.

– ¡Mírale la cara! -gritó Christine-. ¡Mírale la cara!

Rob iluminó con la linterna el rostro del bebé. Estaba atrapado en un grito silencioso. Un grito de un niño moribundo cuyo eco se repetía a lo largo de doce mil años.

De repente, las luces iluminaron la sala. Luces, ruidos, voces. Rob se giró y lo vio: un grupo de hombres en la parte de atrás de la bodega. Hombres con pistolas y cuchillos que venían a por ellos.

26

Para ser profesor, Hugo De Savary era muy elegante. Forrester se había esperado a alguien desaliñado: con coderas en la chaqueta y exceso de caspa en los hombros. Pero el catedrático de Cambridge era un hombre animado, alegre, jovial y verdaderamente esbelto que desprendía un aire de prosperidad y seguridad.

Posiblemente fuera porque sus libros, famosos ensayos sobre satanismo, sectas, canibalismo y una lista completa de temas góticos, habían tenido un gran éxito comercial. Esto había provocado que fuera rechazado por los miembros más serios de la comunidad académica, o eso es lo que Forrester había supuesto, a juzgar por las críticas que había leído.

Fue De Savary quien había sugerido que almorzaran en aquel restaurante japonés de moda cerca del Soho. Forrester le había pedido por correo electrónico que se reunieran la próxima vez que el profesor estuviera en la ciudad. De Savary había aceptado alegremente e incluso se había ofrecido a invitar, lo cual estaba bien, puesto que el restaurante que había elegido no era del tipo que Forrester solía frecuentar normalmente cuando solicitaba información, y con toda seguridad, era cinco veces más caro.

De Savary comía su pequeño plato de bacalao negro y miso con gran entusiasmo. Se habían acomodado en un banco de madera de roble, delante de una barra que rodeaba el espacio central de la cocina con una gran parrilla atendida por atareados cocineros japoneses de ceño fruncido que cortaban verduras de color oscuro con cuchillos aterradores y enormes. Miró a Forrester.

– ¿Cómo supieron sus forenses que el elixir era damu?

El profesor se refería al líquido de la botella de Castlerigg. Forrester trató de agarrar un trozo de calamar crudo con sus palillos, pero no lo consiguió.

– Hemos tenido varios asesinatos con mutilaciones en Londres. Sacrificios africanos de niños. Así que los chicos del laboratorio ya se habían encontrado antes con el damu.

– ¿El torso sin cabeza de aquel pobre niño encontrado en el Támesis?

– Sí. -Forrester dio un sorbo a su sake caliente-. Al parecer, esto del damu es la sangre concentrada de las víctimas de los sacrificios. Eso es lo que me dicen los de patología.

– Pues tienen razón. -Ante ellos un enorme cocinero japonés limpiaba, a gran velocidad, un pescado amoratado-. Las mutilaciones son un asunto verdaderamente desagradable. Cientos de niños mueren todos los años en el África negra. ¿Sabe qué les hacen exactamente?

– Sé que les cortan los miembros…

– Sí. Pero lo hacen cuando todavía están vivos. Y también les cortan los genitales. -De Savary dio un sorbo a su cerveza-. Se supone que los gritos de las víctimas vivas añaden fuerza a la mutilación. ¿Quiere que comamos un poco de ese filete de atún claro?

– ¿Perdón?

Lo normal en aquel restaurante tan rabiosamente de moda era, al parecer, pedir pequeños platos de comida. No lo pedías todo al principio; seguías comiendo hasta que te hartabas. Era divertido. Forrester no había estado nunca en un sitio así. Se preguntó quién podía permitirse esos precios. Sushi de cangrejo de caparazón blando traído desde Alaska. Toro con espárragos y caviar de esturión. ¿Qué era el toro?

– La tempura de gambas de roca está increíble -comentó De Savary.

– Le diré una cosa -dijo Forrester-. Elija usted. Después cuénteme lo que piensa de esta banda de criminales…

De Savary sonrió con gravedad.

– Por supuesto. Mi clase empieza a las tres. Démonos prisa.

– Entonces, ¿qué opina?

– Su banda parece obsesionada con los sacrificios humanos.