Rob miró los dibujos de Catalhóyük. Hojeó unas cuantas páginas más. Tras aterrizar en el aeropuerto de Estambul, recogió sus maletas de la cinta transportadora y se abrió camino entre la multitud de hombres de negocios turcos de mejillas caídas, deteniéndose en una pequeña tienda en la que compró un periódico estadounidense con una de las últimas informaciones sobre Gobekli Tepe y, después, se dirigió directamente a la puerta de embarque para esperar su siguiente vuelo. Sentado allí, en la sala de embarque, leyó algo más sobre la excavación.
La historia moderna de Gobekli Tepe comenzó, según decía, en 1964, cuando un equipo de arqueólogos de Estados Unidos peinaba una provincia remota del sureste de Turquía. Los arqueólogos habían encontrado varias colinas de aspecto extraño cubiertas de miles de pedernales rotos: una señal clara de antigua actividad humana. Sin embargo, aquellos científicos estadounidenses no hicieron excavaciones. Como decía el periódico: «Estos tipos deben de sentirse ahora como la editorial que rechazó el primer manuscrito de Harry Potter».
Sin hacer caso a los ronquidos de la señora turca que estaba dormida en los asientos del aeropuerto justo a su lado, Rob siguió leyendo.
Tres décadas después del despiste de los americanos, un pastor de la zona estaba cuidando de su rebaño cuando vio algo raro: varias piedras de formas extrañas en mitad de aquella arena iluminada por el sol. Eran las piedras de Gobekli Tepe.
Tep-ay, se recordó a sí mismo. Tep-ay. Se acercó a una máquina expendedora, compró una Coca-Cola light y después volvió de nuevo y continuó la lectura.
El «redescubrimiento» del yacimiento llegó a los oídos de los conservadores del museo de la ciudad de Sanliurfa, a cincuenta kilómetros de distancia. Las autoridades del museo se pusieron en contacto con el pertinente ministerio del gobierno que, a su vez, se puso en contacto con el Instituto Arqueológico Alemán de Estambul. Y así, en 1994, el «experimentado arqueólogo alemán Franz Breitner» fue designado por las autoridades turcas para excavar el yacimiento.
Rob echó un vistazo al resto del artículo. Inclinó el periódico para ver mejor. Había una fotografía de Breitner en el diario americano. Y debajo de la imagen se leía una cita suya: «Me sentí intrigado. El yacimiento ya tenía una importancia emocional para los lugareños. El árbol solitario de la colina más alta es sagrado. Pensé que podríamos estar ante algo importante».
Apoyándose en esta percepción, Breitner hizo un estudio más detallado. «Desde el primer minuto supe que si no me alejaba de inmediato, pasaría aquí el resto de mi vida».
Rob miró la fotografía de Breitner. Realmente parecía como pez en el agua. Su sonrisa era la de un hombre al que lo ha tocado la lotería.
– Turkish Airlines anuncia la salida del vuelo TA628 a Sanliurfa…
Rob cogió el pasaporte y la tarjeta de embarque y se puso en la fila que entraba en el avión. Iba medio vacío. Estaba claro que no había mucha gente que viajara a Sanliurfa. En el salvaje este de Anatolia. En el Kurdistán peligroso, polvoriento e insurrecto.
Durante el vuelo, Rob estuvo leyendo el resto de los documentos y libros sobre la historia arqueológica de Gobekli. Las inquietantes piedras desenterradas por el pastor resultaron ser piezas superiores, alargadas y lisas, de megalitos, grandes piedras de color ocre con relieves de imágenes extrañas y delicadas, principalmente de animales y pájaros. Águilas, buitres y extraños insectos. Otro de los motivos más frecuentes eran unas sinuosas serpientes. Según los expertos, las mismas piedras parecían representar a hombres -las piedras tenían «brazos» estilizados que se doblaban a los lados.
Hasta el momento, habían sido sacadas a la luz cuarenta y tres piedras. Estaban colocadas en círculos de cinco a diez metros de ancho. Alrededor de los círculos había bancos de piedra, nichos más bien pequeños y muros de adobe.
Rob pensó en lo que había leído. Todo esto era razonablemente interesante. Pero era la antigüedad del yacimiento lo que de verdad emocionaba a la gente. Gobekli Tepe era asombrosamente antiguo. Según Breitner, el complejo tenía unos diez mil, puede que once mil años. Eso era alrededor del año 8000 o 9000 antes de Cristo.
¿Once mil años? Parecía increíblemente antiguo. Pero ¿lo era? Rob volvió a su libro de historia para comparar esta antigüedad con otros lugares. Stonehenge fue construido en torno al 2000 a. C. La Esfinge puede que fuera del 3000 a. C. Antes del descubrimiento y datación de Gobekli Tepe, el complejo megalítico «más antiguo» había sido localizado en Malta y estaba fechado en torno al 3500 a. C.
Gobekli Tepe tenía, por tanto, cinco mil años más que cualquier otra estructura que se le pudiera comparar. Rob se dirigía a una de las edificaciones humanas más antiguas que se hayan construido jamás. Puede que la más antigua de todas.
Sintió cómo se le movían sus antenas receptoras de buenas historias. ¿Encontrada en Turquía la construcción más antigua del mundo? Puede que no fuera para una portada, pero sí que era bastante probable que ocupara la tercera página. Un titular bastante bueno. Además, a pesar de los reportajes aparecidos en el periódico, parecía que ningún periodista occidental había ido a Gobekli. Todos los artículos en los medios de comunicación occidentales eran de segunda o tercera mano a través de agencias de noticias turcas. Rob sería el primer hombre en acudir al lugar de los hechos.
Por fin había terminado su viaje. El avión se ladeó, descendió en picado y rodó hasta detenerse en el aeropuerto de Sanliurfa. Era una noche oscura y despejada. Tan despejada que a través de las ventanillas del avión daba la sensación de que la temperatura era muy baja. Pero cuando se abrió la puerta y descendió la escalerilla del avión, Rob sintió una ráfaga de aire caliente y sofocante. Como si alguien acabara de abrir un enorme horno. Se trataba de un lugar caluroso. Muy caluroso. Al fin y al cabo, estaban en los límites del gran desierto sirio.
El aeropuerto era diminuto. A Rob le gustaban los aeropuertos diminutos. Los enormes aeropuertos modernos siempre carecían de personalidad. Las maletas fueron transportadas a mano hasta la sala de llegadas por un hombre gordo con barba y una camiseta manchada, y el control de pasaportes consistía en un tipo somnoliento sentado en un mostrador desvencijado.
En el aparcamiento del aeropuerto una brisa caliente y polvorienta golpeaba las hojas de unas palmeras medio secas. Varios taxistas le miraron desde la fila de taxis. Rob miró y eligió.
– A Sanliurfa -le dijo a uno de los más jóvenes.
El hombre con barba de varios días le sonrió. Tenía una camisa de tela vaquera rasgada pero limpia. Parecía simpático. Más que el resto de los taxistas, que se dedicaban a bostezar y escupir. Y algo a tener en cuenta: el joven parecía hablar inglés. Tras una breve discusión sobre el precio y el paradero del hotel de Rob, el conductor cogió las maletas y las lanzó resueltamente en el maletero, después subió al asiento delantero, asintió y dijo:
– ¡Urfa! No Sanliurfa. ¡Urfa!
Rob se recostó en el asiento de taxi. Estaba muy cansado. Había sido un viaje muy largo desde Tel Aviv. Al día siguiente iría a ver la extraña excavación. Pero ahora tenía que dormir. Sin embargo, el taxista prefería seguir charlando.
– ¿Quiere cerveza? Conozco sitio bueno.
Rob gruñó en silencio. Unos campos llanos y oscuros iban pasando a toda velocidad a su lado.