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Rob y Christine fueron conducidos al exterior de la bodega. Uno de los hombres que sujetaba al periodista apretaba una pistola con fuerza sobre su mejilla. La fría boca del arma olía a lubricante. Otros dos agarraban fuertemente los brazos desnudos de Christine. El hombre alto con el rifle de caza avanzó desde atrás con un par de ayudantes.

¿Adónde los llevaban? Rob pudo notar que los kurdos también estaban asustados, probablemente tanto como él y Christine. Pero aquellos hombres estaban decididos. Empujaron y tiraron de ellos a lo largo del pasillo flanqueado por las largas filas de antigüedades, pasando por los monstruos del desierto, los generales romanos y los dioses cananeos de las tormentas. Dejaron atrás a Anzu, a Ishtar y a Nimrud.

Subieron las escaleras hasta la sala principal del museo. Christine profería insultos en francés con valentía. Rob sintió una oleada protectora por parte de ella, y otra de vergüenza, por sí mismo. Él era el hombre allí. Debería de ser capaz de hacer algo. Comportarse como un héroe. Hacer caer los cuchillos de las manos de los kurdos con una patada, darse la vuelta y forcejear con sus raptores hasta derribarlos, agarrar a Christine de la mano y salvarla, llevarla hacia la ardiente libertad.

Pero la vida no era así. Los llevaban, como a animales cazados, despacio pero con determinación, hacia su destino cierto. Y éste era… ¿exactamente qué? ¿Los estaban secuestrando? ¿Se trataba de un montaje? ¿Eran estos tipos terroristas? ¿Qué estaba pasando? Esperaba que los kurdos fueran alguna especie de policías. Pero estaba casi convencido de que no lo eran. No podían serlo. Aquello no parecía un arresto. Estos tipos parecían furtivos y culpables, e incluso asesinos. Su mente fue invadida por imágenes de decapitaciones. Todos aquellos pobres hombres de Iraq, Afganistán y Chechenia. Inmovilizados. El cuchillo atravesando el cartílago y la tráquea. La exhalación gaseosa mientras el cuerpo sin cabeza bombeaba aire y sangre y después se desplomaba sobre el suelo. Allahu Akhbar. Allahu Akbar. La granulada secuencia en internet. El horror. Un sacrificio humano en vivo que recorre todo el mundo en la red.

Christine seguía insultando. Rob forcejeó y se retorció, pero los hombres lo tenían sujeto con fuerza. No podía ser un héroe. Podía probar a gritar.

– ¿Christine? -dijo-. ¿Christine?

Por detrás de él la oyó.

– ¡Sí!

– ¿Estás bien? ¿Qué demonios…?

Un puño le golpeó en la boca. Sintió que el paladar se le llenaba de sangre salada y caliente. El dolor era agudo. Su cuerpo se encorvó.

El jefe se acercó para ponerse enfrente de él. Levantó la cara ensangrentada de Rob y le dijo:

– ¡No hablar! ¡No hablar!

El rostro de aquel líder no era cruel. Su expresión era más bien… de resignación. Como si aquello fuera algo que tenían que hacer, pero que no necesariamente desearan. Algo verdaderamente terrible…

Como una ejecución.

Rob vio cómo uno de los kurdos abría despacio y con cuidado la puerta principal del museo. La visión de la puerta le trajo todo un desfile de recuerdos. Las últimas y extrañas horas de su vida: los corderos siendo sacrificados en las calles de Urfa; los hombres vestidos con sus pantalones negros de los días de fiesta; y la sigilosa entrada de los dos en el museo. Y después, el grito silencioso del bebé. Enterrado vivo doce mil años atrás.

El kurdo que custodiaba la puerta hizo una señal de asentimiento a sus compañeros. Al parecer, no había moros en la costa.

– ¡Vamos! -le gritó el jefe a Rob-. ¡Entra en coche!

Con brusquedad, los hombres escoltaron al periodista a través del caluroso aparcamiento iluminado por la luna. Al coche manchado de higos se sumaron otros tres vehículos más. Se trataba de coches viejos, vehículos de allí llenos de abolladuras. Obviamente, no eran coches de la policía. Rob sintió cómo desaparecía el último atisbo de esperanza.

Lo que trataban de hacer era claramente llevar a Rob y a Christine a algún lugar lejano. Puede que fuera de la ciudad. A alguna granja solitaria. Donde los encadenarían a unos asientos. Rob se imaginó el sonido del cuchillo mientras le rasgaba el esófago. Allahu Akhbar. Desechó ese pensamiento. Tenía que permanecer lúcido. Salvar a Christine. Salvarse a sí mismo por su hija.

¡Su hija!

La culpa le atravesó el corazón como una daga de cristal. ¡Su hija Lizzie! Justo ayer le había prometido que volvería a casa dentro de una semana. Ahora era probable que nunca más volviera a verla. Estúpido, estúpido, estúpido, estúpido.

Una mano apretó su cabeza. Querían que se agachara, que entrara en el maloliente asiento trasero del coche. Rob se resistió, sintiendo como si lo estuvieran conduciendo hacia su muerte. Se giró y vio a Christine justo detrás de él, con un cuchillo en la garganta. La estaban arrastrando hacia el otro coche; no había nada que se pudiera hacer.

Entonces sucedió algo.

– ¡Alto!

El tiempo se congeló. Unas luces brillantes centellearon en el aparcamiento.

– ¡Alto!

Las luces eran completamente cegadoras. Rob notó la presencia de muchos hombres más. Cada vez más sirenas. Luces rojas y azules.

Luces y ruido a su alrededor. La policía. ¿Era la policía? Dio un tirón de un brazo deshaciéndose de la garra de su raptor y se protegió la cara para mirar hacia la luz deslumbrante y cegadora…

Se trataba de Kiribali, con veinte o treinta policías. Corrían hacia el aparcamiento. Agachándose. Tomando posiciones. Apuntando. Pero no eran policías normales. Vestían con atuendos de color negro y casi paramilitar y llevaban ametralladoras.

Kiribali les gritaba a los kurdos en turco. Y los kurdos retrocedían. El que estaba más cerca de Rob dejó caer su vieja pistola y después levantó las manos. Rob vio cómo Christine forcejeaba liberándose de sus captores y corría por el aparcamiento buscando la seguridad de la policía.

Rob liberó su segundo brazo y caminó por el aparcamiento hacia Kiribali, cuya expresión en su rostro era tan vacía que llegaba hasta el desdén.

– Venga conmigo -gritó el oficial con dureza.

Rob y Christine fueron conducidos con brusquedad hasta un gran BMW nuevo que estaba fuera del recinto del museo. Kiribali les ordenó que subieran al asiento de atrás. Él se sentó en el delantero, después se giró y los miró.

– Les llevo al aeropuerto.

– Pero… -comenzó a decir Rob. El labio le dolía con fuerza en el lugar donde le habían dado el puñetazo.

Kiribali los mandó callar.

– Fui al apartamento y a su habitación del hotel. ¡Vacíos! Los dos vacíos. Sabía que vendrían aquí. Son muy estúpidos. ¡Qué gente tan estúpida! -El BMW avanzaba a toda velocidad por la ancha e iluminada carretera. Kiribali le habló al conductor en un turco apresurado; éste le contestó obedientemente.

Entonces el oficial miró a Rob con una oscura mirada de enfado.

– Tienen un par de bolsas en el maletero. Pasaportes. Sus ordenadores portátiles. Ya les enviaremos el resto de sus cosas. Se van de Turquía esta noche. -Lanzó dos objetos sobre el asiento de atrás-. Sus billetes. A Estambul y luego a Londres. Sólo de ida. Esta noche.

Christine protestó, pero su respuesta era vacilante y su voz temblorosa. Kiribali la miró con un desprecio infinito, y después, él y el conductor intercambiaron algunas palabras más. El coche recorría ahora las afueras de la ciudad. La llanura semidesierta estaba en silencio por la noche, de un color plata sin brillo a la luz de la luna.

Cuando llegaron, el conductor les dio sus bolsas tras sacarlas del maletero. En el interior del diminuto aeropuerto, Kiribali vio cómo facturaban. Después señaló hacia la puerta de salida.