Выбрать главу

Hombres con pantalones vaqueros junto a otros con espléndidas barbas musulmanas; chicas con vestidos mini riendo mientras hablan por sus teléfonos móviles al lado de chicas silenciosas vestidas con chador negro.

Compraron los billetes y se dirigieron a la cubierta superior. Paseando junto a la barandilla de la borda, Rob sintió que su ánimo mejoraba. Agua, luz del sol, aire fresco y brisa. Cómo lo había echado de menos. Sanliurfa estaba tremendamente lejos del mar, calcinándose en la cuenca del Kurdistán.

El barco avanzó traqueteando. Christine señaló algunos de los puntos del horizonte de Estambul. El Cuerno de Oro. La mezquita Azul. El palacio de Topkapi. Un bar en el que ella e Isobel se emborracharon de raki una vez. Después, rememoró sus viejos tiempos en Cambridge y su época universitaria. Rob se rió con sus historias. Christine había sido bastante salvaje. Antes de que él se diera cuenta, sonó la sirena del ferri. Habían llegado a la isla.

En el pequeño puerto había una muchedumbre de turcos, pero Christine localizó a Isobel de inmediato. No era difícil. Aquella mujer mayor de pelo plateado llamaba la atención entre los rostros más oscuros. Llevaba ropa holgada, un pañuelo de seda naranja y unas gafas redondas antiguas.

Bajaron por la pasarela. Las dos mujeres se abrazaron y después Christine le presentó al periodista. Isobel sonrió con mucha gentileza y avisó a Rob de que su casa estaba a media hora a pie.

– Me temo que no tenemos coches en las islas, ¿sabes? No están permitidos. Gracias a Dios.

Mientras caminaban, Christine le contó a Isobel toda la extraordinaria historia de las últimas semanas. El terrible asesinato y los increíbles hallazgos. Isobel asintió. Mostró su pesar por Franz. Rob detectó casi una relación madre-hija entre las dos mujeres. Era conmovedor.

Al pensar en ello, recordó de nuevo a Lizzie. Le habría gustado aquella isla. Era bonita, aunque también algo misteriosa, con sus casas de madera y árboles de tamarisco, sus derruidas iglesias bizantinas y los gatos durmiendo al sol. Todo a su alrededor era agua resplandeciente, y a lo lejos estaba la famosa línea del horizonte de Estambul. Era hermosa. Decidió firmemente que la llevaría allí… algún día.

La casa de Isobel era glamurosamente antigua, un fresco retiro de verano para los jóvenes príncipes otomanos. El edificio de piedra blanca se alzaba junto a una playa bien sombreada y tenía una amplia panorámica hacia algunas de las otras islas.

Se sentaron en unos sofás con cojines y Christine terminó el relato de Gobekli y las últimas semanas. Toda la casa se quedó en silencio cuando contó el extravagante final de la historia: su tentativa de secuestro en el museo.

El silencio invadió el aire. Rob podía oír el chapoteo del agua más allá de las contraventanas entreabiertas y los pinos crujiendo bajo el sol.

Isobel jugueteó lánguidamente con sus gafas. Se terminaron el té. Christine se encogió de hombros y miró a Rob como diciendo: «Quizá Isobel no pueda ayudarnos. Quizá este rompecabezas sea demasiado difícil».

Rob suspiró sintiéndose cansado. Pero Isobel se incorporó con los ojos chispeantes. Le pidió a Rob que le enseñara la fotografía del símbolo de la vasija que llevaba en el teléfono móvil.

El periodista metió la mano en el bolsillo, sacó el teléfono y buscó rápidamente la foto. Isobel contempló la imagen.

– Sí. Lo que yo pensaba, es un sanjak. Un símbolo utilizado por la secta del culto a los ángeles.

– ¿La secta de qué?

– La del culto a los ángeles, el yazidi… -Sonrió-. Mejor me explico. Aquella parte remota del Kurdistán alrededor de Sanliurfa es un caldo de cultivo especial de muchas creencias. El cristianismo, el judaismo y el islamismo tienen fuertes raíces allí. Pero hay otras, incluso más antiguas, que habitan en los territorios de los kurdos. Como el yarsanismo, el alevismo y el yazidismo. Juntas se las conoce como el culto de los ángeles. Estas religiones quizá tengan cinco mil años, puede que más. Son únicas en aquella parte del mundo. -Hizo una pausa-. Y el yazidismo es la más antigua y extraña de todas.

– ¿En qué sentido?

– Las costumbres de los yazidis son tremendamente peculiares. Rinden culto a árboles sagrados. Las mujeres no pueden cortarse el pelo. Rechazan comer lechuga. Evitan llevar ropa de color azul oscuro porque dicen que es muy sagrado. Se dividen en castas estrictas que no pueden casarse entre sí. Las castas superiores son polígamas. Cualquier seguidor de esa fe que se case con alguien que no sea yazidi corre el riesgo de caer en el ostracismo, o peor. Así que nunca se casan con alguien ajeno a su fe. Nunca.

Christine la interrumpió.

– ¿No había desaparecido prácticamente el culto a los ángeles en Turquía?

– Casi. Sus últimos seguidores viven principalmente en Iraq, alrededor de medio millón. Pero aún quedan unos cuantos miles de yazidis en Turquía. Están ferozmente perseguidos en todos los sitios, por supuesto. Por parte de los musulmanes, los cristianos, los dictadores…

– Pero ¿en qué creen? -le preguntó Rob.

– El yazidismo es sincretista, combina elementos de muchas creencias. Como los hindúes, creen en la reencarnación. Como los antiguos mithraistas, sacrifican toros. Creen en el bautismo, como los cristianos. Cuando rezan, miran al sol, como los zoroastras.

– ¿Por qué crees que el símbolo de la vasija es yazidi?

– Te lo mostraré. -Isobel se acercó a la estantería de la pared de enfrente y volvió con un libro. Hacia la mitad encontró una foto que mostraba un extraño bastón de cobre con un pájaro en la parte superior. El libro decía que aquel símbolo era un «sanjak yazidi». Se trataba de exactamente del mismo símbolo que había grabado en las vasijas.

– Ahora, dime los nombres completos de los obreros del yacimiento -le preguntó Isobel a Christine, cerrando el libro-. Y el apellido de Beshet, el del museo.

Christine cerró los ojos tratando de recordar. Vacilando un poco, recitó una lista de media docena de nombres. Después, unos pocos más.

Isobel asintió.

– Son yazidis. Los obreros de tu yacimiento. Y también Beshet. Y supongo que los hombres que fueron a secuestraros también eran yazidis. Estaban protegiendo esas vasijas del museo.

– Eso tiene sentido -dijo Rob, analizándolo todo rápida y mentalmente-, si piensas en cómo se desarrollaron los acontecimientos. Lo que quiero decir es que cuando Christine acudió a Beshet para que le diera la clave, él lo hizo. Pero después debió de llamar a sus compañeros yazidis y les contó lo que estábamos haciendo. Así que vinieron al museo. ¡Les habían dado el soplo!

Christine lo interrumpió.

– Sí. Pero ¿por qué iban a estar los yazidis tan preocupados por unas vasijas antiguas con sus horrendos contenidos? ¿Qué tiene eso que ver con ellos ahora? ¿Por qué demonios estaban tan desesperados por detenernos?

– Ahí está el quid de la cuestión -respondió Isobel.

La contraventana había dejado de chirriar. El sol brillaba sobre las plácidas aguas.

– Hay una cosa más -señaló Isobel-. Los yazidis tienen un dios muy extraño. Se representa con un pavo real.

– ¿Adoran a un pájaro?

– Y lo llaman Melek Taus. El ángel pavo real. Otro nombre que le dan es… Moloc. El dios demonio adorado por los cananeos. Y otro nombre es el de Satán. Según los cristianos y los musulmanes.

Rob se quedó perplejo.

– ¿Quieres decir que los yazidis son satánicos?

Isobel asintió divertida.

– Shaitán, el demonio. El terrible dios de los sacrificios -dijo, sonriendo-. Tal y como nosotros lo entendemos, sí. Los yazidis adoran al diablo.

29