La entrevista fue dolorosa. Forzada y difícil. Los padres aseguraron que habían perdido el control sobre Jamie en plena adolescencia. Cuando llegó a la universidad volvieron a perder el contacto. En la boca de la madre aparecían unos leves tics mientras hablaba de los «problemas» de Jamie.
Ella culpaba a las drogas. Y a sus amigos. Confesó que se culpaba a sí misma también por haberlo enviado a un internado, a Westminster. Esto había aumentado el aislamiento del joven dentro de la familia.
– Y así se apartó de nosotros. Y eso es todo.
Forrester se sintió frustrado. Intuía cómo iba a terminar la entrevista. Los padres no sabían nada; prácticamente habían negado su relación con su hijo.
Mientras Boijer retomaba el interrogatorio, el inspector examinó la enorme y silenciosa sala de estar. Había muchas fotos de familia y sobre todo de la hija, la hermana de Jamie. Fotografías de ella en vacaciones, sobre un poni o en su graduación. Pero no del hijo. Ninguna. Y había también retratos familiares. Un militar: un Cloncurry del siglo XIX. Un vizconde del ejército indio. Y un almirante. Generaciones de distinguidos antepasados le miraban desde las paredes. Y ahora era posible -casi seguro- que hubiera un asesino en la familia. Un asesino psicótico. Forrester pudo sentir la vergüenza de los Cloncurry. Pudo sentir el dolor de la madre. El padre estuvo prácticamente en silencio durante la entrevista.
Las dos horas pasaron tremendamente despacio. Al final, la señora Cloncurry los acompañó a la puerta. Sus penetrantes ojos azules miraron hacia el interior de Forrester, no a él, sino dentro de él. Su rostro aguileño se parecía a la fotografía de Jamie Cloncurry que Forrester ya había obtenido de los registros estudiantiles del Imperial College. El chico era apuesto, de los que tienen pómulos salientes. La madre debía de haber sido hermosa; aún seguía estando tan delgada como una modelo.
– Inspector -dijo cuando llegaron a la puerta-, ojalá pudiera decirle que Jamie no hizo esas… esas cosas horribles. Pero… pero… -Se quedó callada. El marido seguía rondando por detrás de su esposa, en la penumbra del vestíbulo.
Forrester hizo un gesto con la cabeza y estrechó la mano de la mujer. Al menos casi habían confirmado sus sospechas. Pero no estaban más cerca de encontrar a Jamie Cloncurry.
Las suelas de sus zapatos rechinaron hasta el coche. La lluvia había amainado por fin un poco.
– Entonces ya sabemos que es él -dijo Forrester al subir.
Boijer encendió el motor.
– Eso creo.
– Pero ¿dónde demonios está?
El coche avanzó por la húmeda gravilla hasta el sinuoso camino. Tuvieron que sortear las estrechas calles del pueblo hasta alcanzar la carretera. Y Lille. Al pasar por Ribemont, Forrester vio una pequeña cafetería, una humilde brasserie. Sus luces parecían atractivas en mitad de la deprimente llovizna.
– ¿Comemos algo?
– Sí, por favor.
Aparcaron en la place de la Revolution. Un enorme y morboso monumento que homenajeaba a los muertos de la Gran Guerra dominaba la silenciosa plaza. Forrester pensó que aquel diminuto pueblo debía de encontrarse en medio de la contienda durante la guerra. Se imaginó el lugar en plena ofensiva del Somme. Soldados ingleses entreteniéndose en los prostíbulos. Ambulancias con heridos corriendo hacia los hospitales de campaña. El incesante ruido del bombardeo a pocos kilómetros de allí.
– Es un lugar curioso para vivir -comentó Boijer-, ¿verdad? Cuando se es así de rico, ¿por qué vivir aquí?
– Me estaba preguntando lo mismo. -Forrester miró a la noble figura agonizante de un soldado francés herido inmortalizado en mármol-. Pensarías que si querían vivir en Francia, lo harían en la Provenza o algún lugar así. Córcega. Cannes. Algún lugar soleado. No en esta cloaca.
Se dirigieron hacia la cafetería. Cuando estaban empujando la puerta, Boijer dijo:
– No me lo creo.
– ¿A qué te refieres?
– No me trago el lloriqueo de la madre. No creo que sean tan ignorantes como dicen. Hay algo extraño en todo esto.
El café estaba prácticamente vacío. Un camarero se acercó limpiándose las manos con un paño mugriento.
– ¿Steak frites? -preguntó Forrester. Sabía el suficiente francés como para pedir la comida. Boijer aceptó. Forrester sonrió al camarero.
– Deux steak frites, s'il vous plait. Ef une hiere pour moi, et un…
Boijer suspiró.
– Pepsi.
El camarero respondió con un seco «Merci» y desapareció.
Boijer consultó algo en su BlackBerry. Forrester sabía cuándo su subalterno tenía una idea brillante porque sacaba la lengua como un niño que estuviese haciendo una suma. El inspector le dio un sorbo a su cerveza mientras Boijer buscaba en Google. Finalmente, el finlandés se reclinó en su silla.
– Aquí está. Esto es interesante.
– He buscado en Google el nombre Cloncurry y Ribemont-sur-Ancre. Y después lo he buscado sin Ancre.
– Bien.
Boijer sonrió con un atisbo de victoria en su rostro.
– Mire esto, señor. Un lord Cloncurry fue general de la Primera Guerra Mundial. Y se estableció cerca de aquí. 1916.
– Sabemos que la familia tiene un pasado militar…
– Sí, pero… -La sonrisa de Boijer se ensanchó-. Escuche esto. -Leyó una nota que había garabateado en el mantel de papel-. Durante el verano de 1916 lord Cloncurry fue conocido por sus ataques tremendamente brutales sobre las posiciones alemanas. En proporción, murieron más tropas durante su mandato que bajo el de cualquier otro general británico en toda la guerra. Cloncurry fue de este modo conocido como el Carnicero de Albert.
Esto era más interesante. Forrester miró a su ayudante.
Boijer levantó un dedo y citó:
– Fue tal la carnicería durante el liderazgo de Cloncurry, comandando una división de infantería tras otra bajo el implacable fuego de ametralladoras de la bien formada y armada división Hanover, que sus tácticas fueron comparadas por algunos historiadores con la inutilidad del… sacrificio humano.
La cafetería estaba sumida en un completo silencio. Entonces, la puerta emitió un chasquido cuando un cliente entró sacudiendo la lluvia de su paraguas.
– Hay más -continuó Boijer-. Un enlace con esa entrada. Con un resultado curioso. Está en Wikipedia.
El camarero colocó dos platos con filetes sobre la mesa. Forrester no hizo caso a la comida. Miraba fijamente a Boijer.
– Continúe.
– Al parecer, durante la guerra excavaban trincheras o algo parecido, o puede que fosas comunes… En cualquier caso, encontraron otro yacimiento de sacrificios humanos. Un yacimiento de la Edad de Hierro. Tribus celtas. Aparecieron ochenta esqueletos -volvió a leer Boijer-. Decapitados, los esqueletos habían sido amontonados y mezclados con armas. -Levantó la vista hacia su jefe-. Y los cuerpos rutaban retorcidos adoptando posturas poco naturales. Aparentemente, se trata del mayor yacimiento de sacrificios humanos de Francia.
– ¿Dónde está?
– Aquí, señor. Justo aquí. Ribemont-sur-Ancre.
30
Rob se despertó. Christine estaba a su lado, aún dormida. Durante la noche ella se había apartado la mitad de las sábanas. Él miró su resplandeciente piel dorada por el sol. Le acarició el cuello y la besó en el hombro desnudo. Ella murmuró su nombre, se giró y dejó escapar un decoroso ronquido.
Era casi mediodía. La luz del sol entraba a raudales por la ventana. Rob salió de la cama y se dirigió al baño. Mientras se quitaba el sueño de la cara y del pelo, pensó en Christine, en cómo había ocurrido. Ellos; los dos; él y ella.
Nunca antes había vivido una aventura como ésta. Parecía que habían pasado de ser amigos a cogerse de la mano, besarse y dormir juntos como si fuera la cosa más obvia y natural del mundo. Una evolución simple y esperada. Recordó cuando se sentía nervioso por ella, reacio a mostrar sus sentimientos. Ahora eso le parecía ridículo.