– ¿Tienen una Biblia?
– Ya no. Pero su tradición oral dice que había, hace tiempo, un gran corpus de escritura sagrada y mística que albergaba los mitos y las creencias yazidis. Las leyendas de la época afirman también que la única copia fue robada por un inglés hace cientos de años. ¿Podría ser que un sacerdote exiliado le hubiera dado el Libro Negro a Wha ley para que lo guardara? Los yazidis siempre se han sentido amenazados. Puede que quisieran guardar su objeto más preciado en algún lugar seguro. Como en la lejana Inglaterra. Lo cierto es que Buck Whaley trajo algo importante con él al volver de Oriente. Además, esta pieza, fuera lo que fuera, le dejó al final en la ruina.
– Vale. ¿Y dónde está ahora el Libro Negro? Si es que se trata de eso.
– Desaparecido. Puede que destruido, o tal vez escondido.
La mente de Rob comenzó a galopar. Miró a los serenos y grises ojos de Isobel.
– ¿Cómo podemos descubrir qué es lo que de verdad busca esa banda? -preguntó al cabo de unos instantes-. ¿Cómo podemos investigar su relación con los yazidis?
– En Lalesh -contestó Isobel-. Ése es el único lugar donde de verdad se puede conseguir respuestas. La capital sagrada de los yazidis. Lalesh.
Rob sintió un escalofrío de ansiedad. Sabía que tenía que ir a ese lugar, Lalesh. Conseguir respuestas, terminar la historia. Steve le estaba presionando para que entregara el segundo y último artículo y, para escribirlo bien, Rob tenía que atar los cabos sueltos; descubrir algo más sobre ese Libro Negro.
Pero sabía también dónde estaba Lalesh. Ya había oído hablar de ese lugar a otros periodistas. Había salido en las noticias en los últimos años, más de una vez. Por muchas razones, y todas malas.
– Conozco Lalesh -dijo-. Está en el Kurdistán, ¿verdad? Al sur de la frontera.
Isobel asintió seria.
– Sí. Está en Iraq.
31
Aquella noche Rob le dijo a Christine que tenía que ir a Lalesh y le contó el porqué.
Ella lo miró sin decir nada. Él volvió a decirle que Lalesh era claramente el lugar donde terminar aquella historia. Las respuestas a la mayoría de sus incógnitas estaban en los yazidis. La capital sagrada era el único lugar donde podría encontrar verdaderos yazidis. Expertos que podrían resolver el enigma. Y obviamente Rob tenía claro que iría él solo. Conocía Iraq. Conocía sus peligros. Tenía contactos en ese país. Su periódico cubriría los enormes gastos del seguro, pero no pagarían los de Christine. Así que tenía que ir a Lalesh, y tenía que hacerlo solo.
Christine pareció entenderlo y aceptó. Después, se dio la vuelta y salió al jardín sin decir nada.
Rob vaciló. ¿Debería ir con ella? ¿O dejarla sola?
Su momento de indecisión fue interrumpido por Isobel, que iba tarareando una canción al pasar por la cocina. La mujer miró a Rob y después a la figura que se perfilaba sentada en el jardín.
– ¿Se lo has dicho?
– Parecía habérselo tomado bien, pero después…
Isobel suspiró.
– Se comportaba así en Cambridge. Cuando está enfadada no lanza objetos a las paredes. Simplemente lo reprime.
Rob no sabía qué hacer. Odiaba enfadar a Christine, pero aquel viaje resultaba necesario. Era corresponsal en el extranjero. No podía escoger adónde le conducirían sus historias.
– ¿Sabes? Estoy un poco sorprendida -dijo Isobel.
– ¿De qué?
– De que se haya enamorado de ti. Normalmente no va detrás de hombres como tú. De pómulos marcados y ojos azules. Galanes aventureros. Son hombres más mayores casi siempre. Ya sabes que perdió a su padre cuando era joven, ¿no? Es como cualquier otra chica con un pasado así. Siempre se ha sentido atraída por la figura paterna que le falta. Consejeros. Tutores. -Isobel miró a Rob a los ojos-. Protectores.
Por el agua llegó el sonido de la sirena de un ferri. Rob escuchó su eco. Después cruzó la puerta de la cocina y entró en el jardín.
Christine estaba sola en el asiento del jardín mirando hacia los pinos iluminados por la luna.
– Isobel es muy afortunada. Esta casa es muy bonita -dijo, sin darse la vuelta.
Él se sentó junto a ella y le agarró la mano. La luz de la luna hacía que sus dedos parecieran pálidos.
– Christine, necesito un favor.
Ella se giró para mirarlo.
Él le explicó.
– Mientras esté en Lalesh. -Se detuvo-. Lizzie. Vigílala un poco. ¿Podrás?
El rostro de Christine se ensombreció. Una nube que pasaba había tapado la luna.
– Pero no lo entiendo. Lizzie está con su madre.
Rob suspiró.
– Sally trabaja mucho. Sus estudios. Tiene exámenes de derecho. Sólo quiero que alguien de verdadera confianza… esté también pendiente de ella. Tú vas a quedarte con tu hermana, ¿verdad? En Can dem. -Christine asintió-. Está a casi cinco kilómetros de la casa de Sally. Saber que tú estarás allí, o al menos cerca, hará que todo sea mucho más fácil para mí. Quizá podrías escribirme por correo electrónico. O llamarme. Yo llamaré a Sally para asegurarme de que sabe quién eres. Incluso puede que agradezca la ayuda. Quizá…
Se oyó el susurro de los pinos; Christine respondió moviendo la cabeza.
– Iré a verla. De acuerdo. Y te escribiré todos los días… mientras estés en Iraq.
Cuando Christine pronunció la palabra «Iraq», Rob sintió un escalofrío de temor. Aquélla era la verdadera razón por la que quería que Christine viera y conociera a su hija: porque estaba preocupado por sí mismo. ¿Volvería de allí? ¿Regresaría para ser un buen padre? La terrorista suicida de Bagdad invadió sus recuerdos. Aquella vez había tenido suerte; quizá no volviera a tenerla. Y si no regresaba… En ese caso, quería que su hija conociera a la mujer que había amado.
Iraq. Otro escalofrío recorrió su espalda. Aquella palabra parecía resumir todo el peligro al que estaba a punto de enfrentarse. Las ciudades de la muerte. El lugar de las decapitaciones. Una región de hombres que entonan cánticos, de piedras antiguas y de descubrimientos horribles. Y de terroristas suicidas con carmín rojo brillante. Christine le apretó la mano.
A la mañana siguiente Rob se levantó sin despertar a Christine. Le dejó una nota sobre la mesilla de noche. Después se vistió, se despidió de Andrea, le dio un abrazo a Isobel, acarició al gato y tomó el camino iluminado a medias por el sol en dirección al embarcadero.
Veinticuatro horas después, tras un viaje en ferri, otro en taxi, dos en avión y otro extenuante trayecto en taxi desde el aeropuerto de Mardin, llegó al ruidoso y tumultuoso puesto fronterizo turco-iraquí de Habur. Se trataba de un caos envuelto en una niebla tóxica de camiones y tanques del ejército aparcados, hombres de negocios impacientes y peatones desconcertados que llevaban bolsas de compra.
Tardó cinco sudorosas horas en cruzar la frontera. Fue interrogado durante dos de ellas por tropas turcas. ¿Quién era? ¿Por qué quería ir a Iraq? ¿Tenía relación con los rebeldes kurdos? ¿Iba a entrevistarse con el PKK? ¿Era tonto? ¿Un turista temerario? Pero no podrían retenerle para siempre. Tenía el visado, los documentos, el fax de su editor y, por fin, lo consiguió. La barrera se elevó y cruzó la línea invisible. Lo primero que vio fue una llamativa bandera roja y verde con el dibujo de un sol palpitando por encima: la bandera del Kurdistán libre. Aquella bandera estaba prohibida en Irán y si alguien la ondeaba en Turquía podría ir a la cárcel. Pero allí, en la provincia autónoma del Kurdistán iraquí ondeaba orgullosa y libremente, agitándose austera contra el ardiente azul del cielo.
Rob miró hacia el sur. Un hombre desdentado le observaba fijamente desde un banco de madera. Un perro orinaba sobre un viejo neumático. El camino que avanzaba delante de él se deslizaba entre las colinas amarillas y quemadas por el sol, serpenteando hacia las llanuras de Mesopotamia. Con su bolsa cargada al hombro, Rob se acercó a un taxi azul, sucio y oxidado.