– No, gracias.
– ¿Mujer? ¡Conozco mujer buena!
– Pues no. No, de verdad.
– Alfombra. Quiere alfombra. Yo tengo hermano…
Rob suspiró y miró al espejo retrovisor. Después vio que el taxista le devolvía la mirada. El hombre sonreía. Estaba bromeando.
– Muy gracioso.
El taxista se rió.
– ¡Mierda de alfombras!
Entonces, sin apartar la vista de la carretera, se dio la vuelta y le extendió una mano. Rob se la estrechó.
– Mi nombre Radevan -se presentó-. ¿Usted?
– Robert. Rob Luttrell.
– Hola, señor Robert Luttrell.
Rob se rió y le devolvió el saludo. Estaban ya a las afueras de la ciudad. Las farolas y las tiendas de neumáticos se alineaban a lo largo de una calle vacía y llena de basura esparcida. La señal roja de una gasolinera Conoco brillaba en medio de la sofocante oscuridad. Bloques de pisos de cemento se elevaban a ambos lados. Había una sensación de calor por todas partes. Aun así, Rob podía ver a mujeres detrás de las ventanas en cocinas lejanas con pañuelos en la cabeza.
– ¿Necesita conductor? ¿Usted aquí por trabajo? -preguntó Radevan.
Rob lo pensó. ¿Por qué no? El hombre parecía simpático, tenía sentido del humor.
– Claro. Necesito un conductor y un intérprete. ¿Para mañana? Puede que para más tiempo.
Radevan se puso tan contento que dio un golpe al volante con la palma de la mano mientras encendía un cigarro con la otra. Ninguna de las dos estaba en el volante. Rob pensó que iban a salirse de la carretera y chocar contra una pequeña mezquita con luces de neón, pero entonces Radevan golpeó el volante y retomaron el camino. Mientras daba caladas a su cigarro con olor acre, el conductor siguió charlando.
– Puedo ayudarle. Soy buen traductor. Hablo kurdo, inglés, turco, japonés, alemán.
– ¿Habla alemán?
– Nein.
Rob volvió a reírse. Empezaba a sentir mucha simpatía por Radevan, sobre todo por haber avanzado quince kilómetros en diez minutos sin tener un accidente y estar ya en el centro de la ciudad. Por todas partes había puestos de kebab cerrados y tiendas nocturnas de baclava. Vio a un hombre vestido con traje y a otro con una túnica árabe. Dos niños pasaron corriendo en ciclomotores. Unas mujeres jóvenes vestidas con pantalones vaqueros y la cabeza cubierta con pañuelos de colores brillantes se reían de un chiste. Los coches hacían sonar su claxon en un cruce. El hotel de Rob estaba justo en el centro de la ciudad.
Radevan miró a Rob por el espejo retrovisor.
– Señor Rob, ¿usted inglés?
– Algo así -contestó. No quería entrar en un largo debate sobre su origen exacto; ahora no. Estaba demasiado cansado-. Más o menos.
Radevan sonrió.
– ¡Me gusta hombre inglés! ¡Inglés muy rico!
Rob se encogió de hombros.
– Bueno… algunos.
Radevan insistió.
– ¡Dólares y euros! ¡Dólares y libras! -Otra sonrisa-. De acuerdo, yo le llevo mañana. ¿Adónde va?
– Gobekli Tepe. ¿Lo conoce? -Silencio. Rob volvió a intentarlo-: ¿Gobekli Tepe?
Radevan no dijo nada y detuvo el coche en seco.
– Su hotel -anunció con rotundidad. Su sonrisa había desaparecido de repente.
– Entonces… ¿viene mañana? -preguntó Rob, enfatizando el inglés pidgin-. ¿Radevan?
Radevan asintió. Ayudó a Rob a llevar las maletas a las escaleras del hotel y después se giró de nuevo hacia el taxi.
– ¿Usted dice… usted dice quiere Gobekli Tepe?
– Sí.
Radevan frunció el ceño.
– Gobekli Tepe lugar malo, señor Rob.
Rob se quedó de pie en la puerta del hotel sintiéndose como si se encontrara en una adaptación cinematográfica del Drácula de Bram Stoker.
– Bueno, no es más que una excavación, Radevan. ¿Puede llevarme o no?
Radevan escupió en el suelo. Después se subió a su taxi y sacó la cabeza por la ventanilla.
– Nueve en punto mañana.
El taxi desapareció haciendo patinar las ruedas con fuerza entre el maloliente alboroto de las calles de Saliurfa.
A la mañana siguiente, después de un desayuno de huevos cocidos, queso de leche de oveja y tres dátiles, Rob subió al taxi. Se dirigieron hacia la salida de la ciudad. Mientras avanzaban, Rob le preguntó a Radevan por qué había mostrado esa actitud hacia Gobekli.
Al principio, el conductor estaba malhumorado. Se encogió de hombros y farfulló algo. Pero a medida que las calles se iban vaciando y eran sustituidas por amplios campos regados, se abrió igual que el paisaje.
– No es bueno.
– Hábleme de él.
– Gobekli Tepe podría ser rico. Podría hacer pueblo kurdo rico.
– ¿Pero?
Radevan dio enfadado una calada a su tercer cigarro.
– ¿Ve este lugar, estas personas?
Rob miró por la ventanilla. Estaban pasando por un pequeño pueblo de casas de adobe y sumideros al descubierto, niños mugrientos que jugaban entre la basura. Los pequeños saludaron al coche. Más allá del pueblo había un campo de algodón donde las mujeres con la cabeza cubierta con pañuelos de color lavanda se inclinaban ante la cosecha en medio del polvo, la suciedad y el calor abrasador. Volvió a mirar al conductor.
Radevan dio un fuerte chasquido con la lengua.
– Pueblo kurdo pobre. Yo taxista. ¡Hablo idiomas! Pero taxista.
Rob asintió. Sabía del descontento de los kurdos. Su lucha por la independencia.
– Gobierno turco nos mantiene pobres…
– De acuerdo, es cierto -intervino Rob-. Pero no entiendo qué tiene esto que ver con Gobekli Tepe.
Radevan tiró la colilla de su cigarro por la ventanilla. Estaban de nuevo en el campo y el maltrecho Toyota traqueteaba por una carretera sucia y borrosa. En la distancia, las montañas azules titilaban entre la calima.
– Gobekli Tepe podría ser como pirámides o como… Stonehenge. Pero lo mantienen oculto. Podría haber muchos muchos turistas aquí, pagar dinero a pueblo kurdo, pero no. Gobierno turco dice no. Ni siquiera ponen señales ni construyen carretera aquí. Como secreto.
Tosió y escupió por la ventanilla y después la cerró para impedir que entrara el polvo.
– Gobekli Tepe mal lugar -insistió y después guardó silencio.
Rob no sabía qué decir. Por delante de él las bajas colinas de un color pardo amarillento se iban ondulando infinitamente hacia Siria. Pudo ver otra diminuta aldea kurda con un esbelto minarete marrón elevándose por encima de los tejados de zinc, como la torre vigía de una prisión. Rob quiso decir que si había algo que frenara a los kurdos eran posiblemente sus tradiciones, su aislamiento y su religión. Pero no creyó que Radevan estuviera de humor para escucharlo.
Siguieron avanzando en silencio. El camino empeoró y aquel semi desierto se volvió más hostil. Por fin, Radevan rozó el coche al girar por otra esquina y Rob levantó la mirada para ver una morera solitaria que se elevaba austera hacia un cielo sin nubes. El conductor asintió y dijo «Gobekli» y, a continuación, detuvo el coche de repente. Se dio la vuelta en su asiento y sonrió. Al parecer, había vuelto su buen humor. Entonces salió del vehículo y abrió la puerta de Rob como un chófer. Rob se sintió algo avergonzado. No quería un chófer.
Radevan volvió al coche y cogió un periódico que mostraba una gran fotografía de un jugador de fútbol. Era evidente que iba a esperar. Rob le dijo adiós y, a continuación, «¿Tres horas?». El hombre sonrió.
Dándose la vuelta, Rob subió la colina y alcanzó la cima. Por detrás de él se extendían treinta kilómetros de aldeas polvorientas, desierto vacío y campos de algodón abrasados. Por delante, se encontró una escena asombrosa. En mitad de aquella árida desolación había siete inesperados montículos y docenas de trabajadores y arqueólogos estaban desperdigados por la ladera más grande. Las excavadoras y los trabajadores levantaban cubos llenos de piedras y excavaban el suelo con dedicación. Había tiendas de lona, bulldozers y teodolitos.