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La décima noche le entraron ganas de abandonar. Estaba tendido en la cama de la habitación de su hotel. Procedente del exterior se colaba el bullicio de la ardiente ciudad. Se acercó a la ventana abierta y miró los tejados de cemento y los callejones oscuros y sinuosos. El abrasador sol iraquí se ocultaba sobre los dorados y grisáceos montes Zagros. Ancianas con pañuelos rosados tendían la ropa limpia junto a enormes antenas parabólicas. Rob pudo ver varios chapiteles de iglesias entre los minaretes. Quizá fueran iglesias de los gnósticos o de los mandeanos, de los cristianos asirios o de los caldeos. Había muchas sectas antiguas allí.

Cerró la ventana para no oír la llamada a la oración de la tarde y regresó a la cama para coger su teléfono móvil. Encontró una buena cobertura kurda y llamó a Inglaterra. Tras unos cuantos tonos, Sally contestó. Rob esperaba que su mujer se comportara con su habitual tono cortante pero educado. Curiosamente se mostró amable y entusiasta. Después, le explicó por qué. Le contó a Rob que había conocido a su «nueva novia» y que lo cierto es que le gustaba, y mucho. Le dijo que Christine le había caído bien y que por fin parecía haber vuelto a entrar en razón si estaba empezando a salir con mujeres de verdad y no con las atontadas que normalmente se buscaba.

Rob se rió y dijo que nunca había considerado a Sally una atontada; tras un silencio, Sally se rió también. Era la primera risa que habían intercambiado desde el divorcio. Charlaron un poco más de una forma que ya casi habían olvidado. Luego, ella le pasó el teléfono a su hija. Rob sintió una tristeza desgarradora cuando escuchó la voz de la niña. Lizzie le contó a su padre que había estado en el zoo viendo «namimales». Y que podía levantar los brazos por encima de su cabeza. Rob la escuchaba con una mezcla de alegría y dolor, le dijo que la quería y Lizzie le pidió a su papi que fuera a casa. Después él le preguntó si había conocido a Christine, la señora francesa. Lizzie dijo que sí, que le gustaba mucho y que a mami también. Rob respondió diciendo que era estupendo y, a continuación, le lanzó un beso a su hija, que no paraba de reír. Colgó el teléfono. Notaba una sensación extraña ante el hecho de que su nueva novia y su ex mujer se llevaran bien. Pero eso era mejor que una mutua animadversión. Y significaba que así había más personas que cuidaban de su hija cuando él no estaba.

En ese momento se le ocurrió que quizá fuera el momento de volver a casa. A lo mejor debería dejarlo todo. La historia no había tenido el éxito que él esperaba. Ni siquiera había conseguido llegar a Lalesh y, de todos modos, no parecía que tuviera ya sentido. Los yazidis eran demasiado herméticos. No sabía hablar el suficiente árabe o kurdo como para indagar más profundamente en su antiguo oscurantismo. ¿Cómo esperaba descubrir los secretos de una fe de hacía seis mil años simplemente paseándose por aquella antigua ciudad diciendo «Salaam»? Estaba bloqueado; sus esperanzas disminuían a cada momento. A veces ocurría eso. A veces no se conseguía la historia.

Cogió la llave de su habitación y salió. Tenía calor, estaba nervioso y necesitaba una cerveza. Y había un agradable bar en la esquina de su calle. Se hundió en su habitual silla de plástico en el exterior del café Suleiman. Su provisional amigo, Rawaz, el dueño del café, le trajo una cerveza turca fría y un plato de aceitunas. La vida de las calles de Dahuk pasaba ante él. Rob apoyó la frente sobre las manos y volvió a pensar en el artículo. Recordando su excitación decidida e impulsiva en casa de Isobel, se preguntó qué era lo que de verdad quería. Algún misterioso sacerdote que le explicara todo, quizá en un templo secreto con feroces esculturas en las paredes. Y llamas parpadeantes procedentes de lámparas de aceite. Y, por supuesto, un par de accesibles adoradores del diablo, encantados de que les sacaran unas cuantas fotos. Pero en lugar de estar haciendo realidad su ingenuo sueño periodístico, Rob bebía cerveza Efes y escuchaba pop kurdo chabacano procedente de la tienda de música vecina. También podría haber estado en Sanliurfa. O en Londres.

– ¿Hola?

Rob levantó la mirada. Un hombre joven, algo vacilante, se había acercado a su mesa. Llevaba vaqueros limpios y una camisa bien planchada. Su cara era redonda. Tenía aspecto de pedante, incluso de friki, pero de persona próspera y amable. El periodista le pidió que se sentara. Su nombre era Karwan.

Karwan sonrió.

– Soy un yazidi.

– Bien…

– Hoy he ido al centro cultural yazidi y algunas mujeres me hablaron de usted. Un periodista americano. ¿Desea saber de Melek Taus?

Rob asintió un poco avergonzado.

Karwan continuó hablando.

– Dicen que usted está aquí, pero que puede irse pronto porque no está contento.

– No es que no esté contento. Sólo estoy… frustrado.

– ¿Por qué?

– Porque estoy escribiendo un artículo sobre la fe yazidi. Ya sabe, sobre vuestras verdaderas creencias. Es para un periódico británico. Pero nadie me cuenta nada, así que es un poco frustrante.

– Debe comprender la razón. -Karwan se inclinó hacia delante con una expresión seria en su rostro-. Durante muchos miles de años, señor, hemos sido asesinados y atacados por defender nuestras creencias. Lo que la gente dice que son nuestras creencias. Los musulmanes nos matan, los hindúes, los tártaros… Todos dicen que adoramos a Shaitán, el diablo. Nos matan y nos alejan de ellos. Incluso Saddam nos persiguió, y nuestros amigos kurdos, y los sunníes y los chiitas. Todos tratan de matarnos. Todos.

– Pero ése es el motivo por el que yo quiero escribir mi artículo. Contar la verdadera historia. La verdadera creencia de los yazidis.

Karwan frunció el ceño, como si estuviera decidiendo algo. Se quedó en silencio durante más de un minuto.

– Sí, de acuerdo -dijo al fin-. Así es como yo lo veo. Ustedes los americanos, el gran águila, ayudaron a los kurdos y han protegido al pueblo yazidi. Veo a los soldados americanos, son buenos. De verdad intentan ayudarnos… Así que… ahora yo le ayudo. Porque usted es americano.

– ¿De verdad?

– Sí, y le ayudaré porque estudié un año en América, en la Universidad de Texas. Por eso mi inglés no es muy malo. Los americanos fueron buenos conmigo.

– ¿Estuvo en la Universidad de Texas?

– Sí, ¿la conoce? Los cuernos de vaca. En Austen.

– Estupenda música en Austen.

– Sí. Un lugar agradable. Excepto… -Karwan mordisqueó una aceituna-. Excepto que las mujeres de Texas tienen los culos más enormes. Eso es problema para mí.

Rob se rió.

– ¿Qué estudió en la Universidad de Texas?

– Antropología religiosa. Así que, como comprenderá, puedo contarle todo lo que necesite saber. Y después usted puede irse y decirle a todos que no somos… satánicos. ¿Empezamos?

Rob alcanzó con una mano su libreta; pidió dos cervezas más. Y durante una hora asedió a Karwan a preguntas. La mayor parte de la información ya la conocía por Isobel y por su propia investigación. Los orígenes del yazidismo y el culto a los ángeles. Rob se sintió un poco decepcionado, pero, de pronto, Karwan dijo algo que le hizo incorporarse en su asiento y ponerse muy recto.

– La historia del origen de los yazidis proviene del Libro Negro. Por supuesto, el Libro Negro ha desaparecido, pero la historia sigue transmitiéndose. Nos dice que tenemos un diferente… linaje. Demuestra que somos distintos a todas las demás razas.

– ¿Cómo?

– Quizá esté mejor expresado en un mito. Un mito yazidi. En una de las leyendas sobre nuestra creación había setenta y dos Adanes, y cada Adán era más perfecto que el anterior. Después, el número setenta y dos se casó con Eva. Y Adán y Eva depositaron su semilla en dos vasijas.