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Rob sintió un cosquilleo. Allí estaba. Tenía que descubrir qué ocurría en aquel sitio y entrar por aquella misteriosa puerta. Pero ¿sería capaz de conseguirlo? Echó un vistazo a su alrededor. Karwan estaba ahora tumbado sobre la hierba, dormitando. El conductor de la camioneta no aparecía por ningún sitio. Probablemente estaría durmiendo en la cabina. Había sido un día largo.

Era su oportunidad. Justo ahora. Bajó la colina y cruzó la plaza con decisión. Uno de los chicos que cantaban había dejado caer su tocado junto al pozo que había bajo la fuente. Rob miró a izquierda y derecha, agarró la prenda y se la puso sobre la cabeza. Volvió a mirar otra vez. Nadie se había fijado en él. Se acercó sigilosamente al edificio de techo bajo. El guarda estaba en la puerta, a punto de cerrarla. Rob sólo tenía una oportunidad. Se tapó la parte inferior de la cara con la tela blanca y después entró como una flecha por el umbral del templo.

El enorme guarda miró a Rob distraídamente. Por un momento, pareció desconcertado. Después, se encogió de hombros y cerró la puerta detrás de él. El periodista había conseguido acceder al templo.

Estaba muy oscuro. El humo acre de las lámparas de aceite viciaba el aire. Los ancianos yazidis se alineaban en filas, entonando himnos, murmurando y cantando en voz muy baja. Recitaban oraciones. Otros estaban de rodillas, haciendo reverencias e inclinándose, tocando el suelo con la frente. Un rayo de luz iluminaba el otro extremo del templo. Rob entrecerró los ojos para poder ver en medio del humo. Una puerta se había abierto un poco. Una muchacha ataviada con una túnica blanca traía un objeto cubierto con una manta basta. Los cánticos se elevaron ligeramente. La chica colocó el objeto sobre un altar, en cuya parte superior destacaba la resplandeciente imagen del ángel pavo real que los miraba fijamente a todos, con serenidad y superioridad, con desdén y crueldad.

Rob se movió hacia delante para acercarse todo lo posible sin llamar la atención, deseoso de ver lo que había escondido bajo la manta. Se acercó cada vez más. Las oraciones y los cánticos se hicieron más fuertes, pero también más lúgubres. Con tonos más bajos. Un mantra hipnótico. El humo de las lámparas era tan denso que hacía que a Rob le picaran y lloraran los ojos. Se frotó la cara y se esforzó por mirar.

Y en aquel instante la chica apartó la manta y el cántico se detuvo.

Colocado sobre el altar había un cráneo. Pero no se parecía a ningún otro que Rob hubiera visto. Era humano, pero no lo era. Tenía las cuencas de los ojos curvadas y sesgadas. Pómulos altos. Parecía el cráneo de un pájaro monstruoso o de una extraña serpiente. Pero seguía siendo humano.

Entonces Rob notó una dura hoja de cuchillo que se apretaba fría sobre su garganta.

34

Todos gritaban y empujaban. El cuchillo sobre la garganta de Rob le presionaba con fuerza la traquea. Alguien le colocó una capucha sobre la cabeza. Parpadeó en la oscuridad.

Se cerraron y abrieron puertas de golpe y él sintió que lo empujaban al interior de otra habitación; los ruidos se hicieron diferentes y el eco menor. Definitivamente, estaba en un espacio más reducido. Pero las voces seguían mostrando su irritación a gritos, farfullando con violencia en kurdo. Amenazando y gritando.

Un golpe con una bota en la parte posterior de las rodillas le hizo caer al suelo. Por su mente se deslizaron muchas imágenes a toda velocidad: víctimas en vídeos de internet. Monos de color naranja. Allahu Akhbar. El sonido de un cuchillo rebanando un cuello y la espuma cremosa de la sangre. Allahu Akhbar.

No. Rob forcejeó. Se retorció a un lado y a otro, pero varias manos lo sujetaban fuertemente en el suelo. La capucha era de arpillera vieja y olía mal. Sólo podía percibir la luz a través de la urdimbre de la tela que le cubría la cara. Adivinaba las sombras de los hombres que le gritaban.

En algún sitio se abrió una segunda puerta. Las voces se hicieron más fuertes y Rob pudo oír a una mujer que gritaba una pregunta y a un hombre que le respondía en el mismo tono. Todo era confuso. Trató de respirar despacio para calmarse. Lo empujaron para ponerlo de lado. Seguía tumbado. Y apenas podía ver túnicas yazidis a través del tejido. Túnicas, sandalias y hombres.

Le estaban atando las manos a la espalda. La cuerda áspera se le clavaba en la carne. Hizo una mueca de dolor. Entonces oyó que un hombre le soltaba un gruñido. ¿Era árabe? ¿Reconocía aquellas palabras? Giró el cuerpo, forzó la vista para ver a través de la áspera tela de la capucha y tragó saliva. ¿Era aquello otra vez el cuchillo? ¿El gran cuchillo que le habían puesto en la garganta?

El miedo lo atenazaba. Pensó en su hija. Su encantadora risa. Su pelo rubio en un día soleado, rubio como la misma luz del sol. Sus ojos azules mirando hacia arriba. «Papi. Namimales. Papi». Y ahora era probable que él muriera. Nunca más volvería a verla. Echaría a perder la vida de ella por no haberla vuelto a ver. Sería el padre que nunca tendría.

El dolor hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Estuvo a punto de echarse a llorar. La tela le daba calor, el corazón le palpitaba y él tenía que dejar de sentir pánico. Porque aún no estaba muerto. No habían hecho nada más que maltratarle y asustarle.

Pero cuando las esperanzas de Rob aumentaron, pensó en Franz Breitner. Lo habían asesinado; aquello no había sido problema para los obreros yazidis de Gobekli. Lo habían empujado contra aquella piqueta, atravesándolo como a una rana en un laboratorio. Exactamente igual. Recordó el chorro de sangre que salía de la herida del pecho del arqueólogo. La sangre que se derramaba sobre el polvo amarillo de Gobekli. Y después recordó a la temblorosa cabra a la que estaban matando salvajemente en las calles de Sanliurfa.

Rob gritó. Su única esperanza era Karwan. Su amigo. Su amigo yazidi. Quizá le oyera. Sus gritos retumbaron por toda la habitación. Volvieron las voces kurdas que le maldecían, empujándole y dándole patadas. Una mano le agarró del cuello casi estrangulándolo. Sintió otra mano que le apretaba el brazo. Pero Rob dio fuertes golpes con sus botas. Ahora estaba rabioso. Mordió la capucha. Si iban a matarle, quería luchar, iba a intentarlo, iba a ponérselo difícil.

En aquel momento, le quitaron la capucha.

Rob jadeó mientras parpadeaba bajo la luz. Una cara le miraba fijamente. Era Karwan.

Pero aquel no era el Karwan de antes: el tipo simpático de cara redonda. Se trataba de un Karwan que no sonreía, de rostro sombrío, enfadado, y que estaba al mando.

Karwan dio órdenes a los ancianos que le rodeaban, hablándoles con brusquedad en kurdo. Les decía lo que tenían que hacer. Y no había duda de que los ancianos vestidos con sus túnicas le obedecían; prácticamente le hacían reverencias. Uno de los viejos frotó una tela húmeda sobre el rostro de Rob. El olor a humedad era horrible, pero el frío también le refrescaba. Otro hombre lo ayudó a incorporarse y a apoyarse contra la pared de atrás.

Karwan gritó otra orden. Pareció decirles a los hombres de las túnicas que se fueran, ya que, obedientemente, abandonaron la habitación en fila. Uno a uno. La puerta se cerró, dejando a Karwan y a Rob solos en la pequeña sala. Rob miró a su alrededor. Se trataba de un espacio sucio con paredes desnudas, pintadas y demasiado altas, y ventanas con rejillas que apenas dejaban entrar la luz. Quizá fuera una especie de bodega; una antecámara del templo.

La cuerda que rodeaba sus muñecas seguía haciéndole daño. Le habían quitado la capucha, pero seguía atado. Se masajeó con fuerza las muñecas juntándolas todo lo que pudo para recuperar algo de circulación. Entonces miró a Karwan. El joven yazidi estaba en cuclillas sobre una alfombra descolorida pero con ricos bordados. Le devolvió la mirada, dejando escapar un suspiro.