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– ¿Qué cree usted? -le preguntó Forrester.

– ¡Me hace esa pregunta como si esperara una respuesta precisa! Me temo que eso es imposible, inspector. Lo único que sabemos es que, en sus buenos tiempos, el Club del Fuego del Infierno acogió entre sus miembros a los personajes más destacados de la sociedad británica. De hecho, en 1762 los frailes de Medmenham, como se llamaban a sí mismos, dominaron las más altas esferas del gobierno británico y, por tanto, el naciente Imperio Británico. -Bigglestone inició el camino de vuelta a través de las cuevas más altas hacia el aparcamiento, siguiendo con su explicación a medida que avanzaban-. En 1762 la existencia del club fue por fin hecha pública. Se reveló que el primer ministro, el ministro de hacienda y varios lores, nobles y ministros del gobierno eran miembros de él. Esta revelación provocó que el Club del Fuego del Infierno se convirtiera en sinónimo de exclusividad aristocrática, malvada y lasciva. -Bigglestone se rió-. Tras este escándalo, muchos de los miembros más famosos, como Walpole, Wilkes, Hogarth y Benjamin Franklin decidieron dejarlo. La última reunión del club fue celebrada en 1774.

Se encontraban en el estrecho pasillo de roca que conducía desde las cuevas a la entrada y la taquilla. Las paredes estaban muy cerca y llenas de humedad.

– A partir de ahí, las cuevas del Fuego del Infierno se enfrentaron a siglos de abandono, aunque siguieron siendo un recuerdo doloroso y, a veces, molesto. Pero es poco probable que revelen nunca su último secreto, porque los miembros del club se esforzaron en enterrar sus misterios con sus propios cadáveres. Se dice que el último encargado de la orden, Paul Whitehead, pasó tres días antes de su muerte quemando todos los papeles importantes. Así que, lo que de verdad ocurrió en el interior de las cuevas es una pregunta cuya respuesta sólo podrá encontrarse… en los fuegos del infierno.

Se detuvo. Boijer aplaudió cortésmente. El guía hizo una pequeña reverencia y después miró su reloj.

– ¡Dios mío! Son casi las seis. Tengo que irme. Espero que el plan de mañana salga bien, agentes. El duodécimo baronet está encantado de poder ayudar a la policía a cazar a esos horribles asesinos.

Avanzó rápidamente a través del asfalto y desapareció por un camino de la ladera. Boijer y Forrester se dirigieron despacio hacia su coche de policía, aparcado a la sombra de un roble.

Mientras caminaban repasaron su plan. Hugo De Savary había convencido a Forrester por teléfono y correo electrónico de que era muy probable que la banda visitara las cuevas del Fuego del Infierno porque, si buscaban el Libro Negro, el tesoro que Whaley había traído de Tierra Santa, éste era el lugar apropiado en el que tenían que buscar: en el epicentro del fenómeno del Club del Fuego del Infierno.

Pero ¿cuándo iría la banda a las cuevas? Forrester había calculado que sólo atacaban un objetivo cuando era más probable que estuviera vacío. Craven Street en una noche de fin de semana; el colegio Can ford por la mañana temprano en plenas vacaciones.

Así pues, la policía había preparado una trampa. Forrester había ¡do a ver al actual dueño de la casa de West Wycombe, el duodécimo baronet Edward Francis Dashwood, descendiente directo de los miembros del Fuego del Infierno, quien le había dado permiso para cerrar las cuevas durante un día. El motivo del inesperado cierre sería falsamente anunciado como «la celebración del aniversario de bodas del baronet, y para dar un día de vacaciones al fiel personal de West Wycombe». A tal efecto, se habían publicado anuncios en todos los periódicos locales. La noticia se había colocado también en las páginas de internet pertinentes. Scotland Yard había convencido a la BBC de que diera una pequeña noticia en televisión centrada en la escandalosa historia del lugar, pero mencionando el cierre temporal. En consecuencia, con respecto al público en general, las cuevas del Fuego del Infierno iban a estar completamente vacías. Se había colocado el cebo.

¿Aparecería la banda? Era una apuesta arriesgada y Forrester lo sabía, pero ésta fue la única idea que se les ocurrió. Forrester sentía un evidente pesimismo mientras Boijer conducía su coche a toda velocidad por las carreteras comarcales con dirección al hotel.

La otra pista que les quedaba era la grabación del circuito cerrado de televisión del colegio Canford. La banda había inutilizado el resto de las cámaras del colegio cortando los cables. Pero habían dejado atrás una de ellas que había captado una imagen borrosa de Cloncurry caminando por el colegio. Cloncurry había lanzado a la cámara una mirada escalofriante al pasar. Como si supiera que lo estaban grabando y no le importara.

Forrester había mirado la difusa imagen de Cloncurry durante horas tratando de entrar en la mente de aquel joven. Era difícil; se trataba de un hombre que podía desollar viva a una víctima inmovilizada. Un hombre que podía cortar alegremente una lengua y enterrar una cara aterrada en el suelo. Un hombre que podía hacer cualquier cosa.

Era tremendamente atractivo, con pómulos altos y ojos casi orientales. Un perfil anguloso y elegante. Y de algún modo, ello hacía que su gran maldad fuera aún más siniestra.

Boijer estaba aparcando el coche. Se alojaba en el High Wycombe Holiday Inn, justo al lado de la M40. Era una mala noche. Forrester se fumó un porro diminuto después de la cena, pero no le ayudó a dormir. Durante toda la noche, soñó, sudoroso, con cuevas, mujeres desnudas y fiestas morbosas; soñó con una chica perdida entre adultos que se reían, una chica que lloraba por su padre, desorientada en las cuevas.

Se despertó temprano con la boca seca. Incorporándose en la cama, cogió el teléfono y llamó a Boijer, que todavía estaba durmiendo. Luego se dirigieron en coche directamente hasta su caseta prefabricada.

La caseta estaba oculta al otro lado de la colina, en el otro extremo de la entrada principal a la cueva. El entramado de cuevas estaba vacío y la taquilla cerrada con llave. La propiedad de Dashwood había quedado totalmente desierta. Se había pedido a todo el personal que se mantuviera alejado.

Boijer y Forrester estaban con tres agentes en la caseta. Se organizaron en turnos para ver las imágenes del circuito cerrado. Hacía calor; era un perfecto día sin nubes. Mientras pasaban las horas, Forrester miraba por la pequeña ventanilla y pensó en el artículo del periódico que había leído, un reportaje de The Times sobre los yazidis y el Libro Negro. Al parecer, un periodista estaba siguiendo en Turquía otro hilo de la misma y extraña historia.

Forrester había leído el artículo de nuevo la noche anterior y luego llamó a De Savary para preguntarle su opinión. De Savary le confirmó que había visto el artículo y estaba de acuerdo en que había una relación peculiar y bastante interesante. Después le dijo al detective que existía otra conexión. La novia francesa del periodista, mencionada en el artículo, era en realidad una antigua alumna y amiga suya. Y que iba a visitarlo al día siguiente.

El inspector Forrester le había pedido a De Savary que le preguntara algunas cosas a la chica. Que descubriera cuál era la posible conexión entre Turquía e Inglaterra. Entre aquello y esto. Entre el repentino miedo de los yazidis y la súbita violencia de Cloncurry. De Savary le dijo que se lo preguntaría. Y, en aquel momento, Forrester sintió algo de esperanza. Quizá sí pudieran resolver aquello. Pero ahora, quince horas después, aquel optimismo había vuelto a desaparecer. No ocurría nada.

Suspiró. Boijer estaba contando una jugosa historia sobre un compañero en una piscina. Todos se reían. Alguien trajo más café. El día fue avanzando lentamente y el aire de la caseta se fue cargando. ¿Dónde estaban estos tipos? ¿Qué hacían? ¿Estaba Cloncurry engañándoles?

El anochecer se fue aproximando, suave y ligero. Una tranquila y silenciosa noche de mayo. Pero los ánimos de Forrester no eran buenos. Salió a pasear. Eran entonces las diez de la noche. La banda no venía. No había funcionado. El detective arrastraba los pies en la oscuridad, mirando a la luna. Pateó con el zapato una vieja botella de refresco Appletise. Pensó en su hija. «An-ana. An-ana. An-ana papi». La pena fue invadiéndole el corazón. Volvió a enfrentarse a aquella sensación de despropósito; la sensación de fría rabia que no conduce a ningún lado; lo desesperanzador que era todo.