Puede que el viejo sir Francis Dashwood tuviera razón. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué permitía unas cosas tan horribles? ¿Por qué permitía que hubiera muertes? ¿Por qué permitía que murieran los niños? ¿Por qué permitía la existencia de personas como Cloncurry? No había Dios. No había nada. Sólo un niño pequeño perdido en las cuevas y, después, silencio.
– ¡Señor!
Era Boijer, que salía corriendo de la caseta seguido de tres agentes armados.
– Señor. Un Beamer grande en el aparcamiento. ¡Ahora mismo!
Forrester recuperó la energía al instante. Corrió detrás de Boijer y los policías armados. Cogieron velocidad al doblar la esquina con dirección al aparcamiento. Alguien encendió las luces: los focos antirrobo que habían instalado en la valla que rodeaba el aparcamiento. La entrada a las cuevas se inundó de una luz cegadora.
En mitad del aparcamiento vacío había un gran BMW negro, reluciente y nuevo. Las ventanillas del coche eran polarizadas, pero Forrester pudo ver unas formas grandes en su interior.
Los agentes apuntaron al coche con sus rifles. Forrester agarró el megáfono de las manos de Boijer y su voz amplificada retumbó en aquel vacío inundado de luz.
– Alto. Están rodeados de policías armados.
Contó las sombras oscuras que había en el coche. ¿Eran cinco o seis?
El coche permaneció inmóvil.
– Salgan del coche. Muy despacio. Ahora.
Las puertas del coche permanecieron cerradas.
– Están rodeados por policías armados. Deben salir del coche. Ahora.
Los agentes se agacharon mientras apuntaban con sus rifles. La puerta del conductor se estaba abriendo muy despacio. Forrester se inclinó hacia delante para echar su primer vistazo a aquel grupo sanguinario.
Una lata de sidra rodó por el cemento con un estrépito. El conductor salió del coche. Tenía unos diecisiete años, estaba visiblemente borracho y claramente aterrorizado. Salieron dos figuras más levantando sus manos temblorosas. También tenían diecisiete o dieciocho años. Llevaban restos de serpentinas sobre los hombros. Uno de ellos tenía restos de lápiz de labios rojo en la mejilla. El más alto de ellos se estaba haciendo pis encima, con una gran mancha de orín extendiéndose por la parte delantera de sus vaqueros.
Niños. No eran más que niños. Estudiantes haciendo diabluras. Probablemente trataban de introducirse a escondidas en las diabólicas cuevas.
– ¡Joder! -le gritó Forrester a Boijer-. ¡Joder! -Dio un zapatazo en el suelo maldiciendo su suerte. Después le dijo a Boijer que fuera a arrestar a los chicos. Le daba igual por lo que fuera. Por conducir borrachos-. ¡Dios! -El inspector volvió cabizbajo a la caseta sintiéndose estúpido. Ese bastardo de Cloncurry se estaba burlando de él. Aquel joven psicópata y pijo se les había vuelto a escapar. Era demasiado listo para caer en una trampa tan idiota como aquella. ¿Y qué iba a pasar ahora? ¿A quién mataría? ¿Y cómo lo haría?
Una idea desgarradora y horrible se apoderó del inspector. Estaba claro.
Forrester corrió hasta el coche de policía, cogió su chaqueta y buscó el teléfono móvil. Con manos temblorosas marcó el número. Se acercó el teléfono a la oreja deseando que la señal dejara de sonar. «Vamos, vamos, vamos». Forrester rezaba ansiosamente para que no fuera demasiado tarde.
Pero el teléfono seguía sonando.
37
Cuando Hugo De Savary se despertó, su novio ya casi estaba saliendo por la puerta, repasando entre dientes su examen de antropología en St John.
Al bajar, el profesor vio que su joven y atractivo amante había dejado tras de sí el habitual desorden en la cocina: migas de pan por todas partes, un ejemplar destripado de The Guardian, mermelada derramada sobre un plato y un rastro de café en el fregadero. Pero a De Savary no le importó. Estaba contento. Su novio lo había besado con pasión esa mañana. Lo despertó con un beso. Les iba realmente bien. Y lo que era aún mejor, a De Savary le esperaba por delante uno de sus días favoritos, dedicado a la pura investigación. Nada de escritura estresante, ni de reuniones aburridas en Cambridge, y mucho menos en Londres; nada de llamadas importantes. Lo único que tenía que hacer era sentarse en el jardín de su casa de campo, revisar algunos papeles y leer una o dos tesis sin publicar. Un día muy agradable de lectura y pensamiento ociosos. Quizá se acercara más tarde a Grantchester para hacer algunos recados y comprar libros. Sobre las tres de la tarde tenía su única cita de la jornada con su antigua alumna, Christine Meyer. Vendría por la tarde y traería n la hija de su novio, el periodista que había escrito el artículo tan interesante en The Times sobre los yazidis, el Libro Negro y ese extraño lugar llamado Gobekli Tepe. Cuando se puso en contacto con él, Christine le había dicho que quería hablar sobre la relación entre la historia de su novio y los asesinatos que estaban ocurriendo en Inglaterra.
De Savary se mostró encantado de hablar de ello. Pero también estaba igual de encantado simplemente de volver a ver a Christine. Había sido una de sus alumnas más brillantes, su favorita, y parecía que estaba haciendo un buen trabajo en Gobekli Tepe. Un trabajo estupendo pero bastante espeluznante, a juzgar por los detalles emocionantes del artículo de The Times.
Dedicó diez minutos escasos a limpiar los restos del desayuno. Después le envió un mensaje a su novio: «¿Es completamente imposible cortar pan sin destrozar la cocina? Besos, Hugo».
Mientras vaciaba los restos del café por el fregadero, recibió un mensaje de respuesta: «No me bombardees, ¿ok? Tengo exámenes finales. Besos».
De Savary se rió a carcajadas. Se preguntó si se estaba enamorando de Andrew Halloran. Sabía que sería estúpido hacerlo. El chico sólo tenía veintiún años. De Savary cuarenta y cinco. Pero Andrew era muy guapo, de una forma seductoramente despreocupada. Cada mañana, simplemente se ponía cualquier prenda y parecía perfecto. Sobre todo, cuando se dejaba barba de tres días para compensar sus profundos ojos azules. Y a De Savary le gustaba el hecho de que Andrew estuviera viéndose con otros hombres también. Un poco de mostaza en el sándwich le venía bien. El dulce tormento de los celos. Recogió sus papeles y libros y salió al jardín. Era un hermoso día. Tanto que casi podría distraer su antención: el canto de los pájaros era muy dulce. El aroma de las flores de finales de mayo era demasiado embriagador. De Savary pudo oír a niños riéndose en un jardín de la campiña de Cambridgeshire, aunque su casa estaba muy aislada.
Trató de concentrarse en su trabajo. Estaba examinando un artículo largo y bastante sesudo del suplemento literario de The Times sobre la violencia como parte integrante de la cultura inglesa. Pero cuando se sentó bajo el sol de la mañana su mente volvió a divagar sobre los asuntos que últimamente habían dominado sus pensamientos. La banda que estaba cometiendo asesinatos por toda Inglaterra. Y sus conexiones con la curiosa historia procedente de Turquía.
De Savary recogió del césped el teléfono móvil calentado por el sol y pensó en llamar al inspector Forrester para ver si la policía estaba teniendo suerte en las cuevas de West Wycombe. Pero se lo pensó mejor y volvió a dejar el teléfono en el suelo. Confiaba en que la banda iría a las cuevas en algún momento. Si buscaban el Libro Negro con tanto frenesí, las cuevas del Fuego del Infierno eran uno de los lugares obligados en donde mirar. Que la trampa preparada por la policía funcionara era otro asunto. Suponía un riesgo. Pero los riesgos a veces merecían la pena.