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Notó que el calor del sol se hacía más intenso. Dejó caer sus papeles sobre la hierba, se reclinó sobre su hamaca y cerró los ojos. Los niños seguían riéndose en algún lugar de la campiña. Pensó en los yazidis. Estaba claro que el periodista, Rob Luttrell, había descubierto algo. El Libro Negro de los yazidis debió revelar en el pasado cierta información importante sobre aquel extraordinario templo, Gobekli Tepe, que parecía ocupar una posición tan primordial para su fe y sus antepasados. Le recorrió un pequeño escalofrío de inquietud cuando pensó en el artículo de The Times. Seguro que la banda lo había visto y lo habría estudiado a fondo. No eran tontos. El artículo dejaba claro que Rob Luttrell había obtenido información esencial sobre el Libro Negro. Y también mencionaba el nombre de Christine. La banda podría, por tanto, buscar a la pareja más adelante. Se recordó que tenía que advertir a Christine cuando viniera de que posiblemente estuviera en peligro. Los dos, Rob y Christine, debían tener cuidado hasta que la banda fuera arrestada.

Se incorporó en su hamaca y recogió las fotocopias de la tesis: «Miedo a la muchedumbre: disturbios y alboroto en el Londres de la Regencia». Los pájaros gorjeaban en el manzano que había detrás de él. Leyó y tomó notas; después leyó un poco más e hizo más anotaciones.

Tres horas después había terminado. Se puso unos zapatos, montó en su pequeño deportivo e hizo derrapar las ruedas de camino a Grantchester. Fue a la librería y rebuscó entre los estantes durante una apacible hora; después, se acercó a la tienda de informática y compró cartuchos de tinta para la impresora. Luego recordó que Christine iba a visitarlo, así que hizo una parada en el supermercado para comprar limonada fresca y tres canastillas de fresas. Podrían sentarse en el jardín y comerse las fresas al sol.

En el camino de vuelta a su casa de campo, tarareó una melodía. El concierto para dos violines de Bach. Era una pieza musical hermosa. Decidió bajarse de internet una nueva versión cuando tuviera tiempo.

Durante una hora estuvo haciendo búsquedas en Google en su estudio; después sonó la aldaba de la puerta y allí estaba Christine. Sonriendo y luciendo bronceado, con una niña rubia y angelical en brazos. De Savary sonrió encantado. Siempre había pensado que, de no haber sido homosexual, Christine sería el tipo de chica del que podría haberse enamorado: etérea y sexy, pero también recatada y algo inocente. Y por supuesto, de un extremado talento e inteligencia. Y aquel bronceado le sentaba bien. Igual que a la pequeña que estaba a su lado.

Christine puso una mano sobre el hombro de la niña.

– Ésta es Lizzie, la hija de Robert. Su madre está en Londres en un curso… y yo soy su madre adoptiva por un día.

La niña hizo una especie de dulce reverencia como si estuviera delante de la reina, y luego se rió y estrechó con solemnidad la mano de De Savary.

Mientras Christine le seguía de camino al jardín ya le fue hablando de cotilleos, historias y teorías: era cómo si volvieran a estar en las clases del King's. Riendo y hablando apasionadamente sobre arqueología y amor, sobre Sutton Hoo y James Joyce, sobre el príncipe de Palenque y el significado de la palabra sexo.

En el jardín, De Savary le sirvió la limonada y le ofreció las fresas. Christine le describió animadamente a Rob. De Savary pudo ver el amor en sus ojos. Hablaron de él durante un rato y Lizzie dijo que estaba deseando ver a su «papi» porque le iba a traer un león. Y una llama. Después preguntó si podía jugar en el ordenador y De Savary aceptó con alegría, siempre que se quedara donde pudieran verla. La pequeña entró en la casa y se sentó junto a las ventanas, distraída con su juego de ordenador.

El profesor estaba encantado de que él y Christine pudieran charlar ahora con más libertad. Porque quería hablarle de algo más.

– Y bien, Christine -dijo-, háblame de Gobekli. Suena incro yable.

Durante la siguiente hora Christine le resumió lo más importante de la historia. Cuando terminó, el sol estaba rozando las copas de los árboles de los prados. El profesor sacudió la cabeza. Hablaron sobre el extraño enterramiento del lugar. Pasaron al Club del Fuego del Infierno y al Libro Negro, conversando como solían hacer; dos mentes ocupadas y vivaces con intereses culturales similares: literatura, historia, arqueología, pintura… De Savary disfrutaba mucho de la conversación. Christine le contó en un aparte que estaba tratando de inculcarle a Rob los sobrecogedores placeres de James Joyce, el gran escritor modernista irlandés, y los ojos de su antiguo profesor brillaron. Esto le llevó a una de sus últimas teorías. Decidió contársela.

– ¿Sabes una cosa, Christine? El otro día estuve echando un vistazo a James Joyce de nuevo y hubo algo que me sorprendió…

– ¿El qué?

– Hay un pasaje en Retrato del artista adolescente. Simplemente me pregunté si…

– ¿Qué?

– ¿Cómo?

– ¿Qué ha sido eso?

Entonces lo oyó. Un fuerte golpe detrás de ellos. Venía de la casa. Un fuerte golpe extraño y siniestro.

De Savary pensó de inmediato en Lizzie. Se puso de pie y se giró, pero Christine ya había pasado por su lado corriendo. Él dejó caer su limonada sobre el césped y corrió tras ella y, mientras lo hacía, oyó algo peor: un grito sordo.

Encontró a Christine dentro de la casa en manos de varios hombres que llevaban vaqueros y pasamontañas oscuros. Sólo había un hombre con la cara descubierta. Tenía el cabello oscuro y era atractivo. De Savary lo reconoció de inmediato. Había visto la imagen del circuito cerrado de televisión en un correo electrónico que le había enviado Forrester.

Se trataba de Jamie Cloncurry

De Savary tuvo deseos de gritar por el despropósito de todo aquello. La banda contaba con cuchillos y pistolas. Una de las pistolas le apuntaba a él. Aquello era claramente ridículo. Estaban en Cambridgeshire. Era una agradable tarde de mayo. Acababa de ir al supermercado a comprar fresas. De camino a casa había silbado un concierto de Bach. ¡Y ahora había psicópatas armados en su casa!

Christine trataba de gritar mientras se retorcía, pero, en ese momento, uno de los hombres le dio un fuerte puñetazo en el estómago y ella dejó de hacerlo. Se quejó. Tenía los ojos desorbitados y muy abiertos. Miró a De Savary y él pudo ver el absoluto terror que ella sentía.

El hombre más alto, Jamie Cloncurry, levantó con languidez su pistola hacia De Savary.

– Atadlo a la silla.

Su tono de voz era muy educado, escalofriantemente educado. De Savary pudo oír gritos reprimidos que provenían de la cocina. Lizzie estaba allí, llorando. Entonces, el llanto de la niña cesó.

Dos de los miembros de la banda ataron a De Savary a la silla. Le pusieron una mordaza sudada alrededor de la boca y la apretaron fuerte, haciendo que sus labios sangraran al clavarse en sus incisivos. Pero no era ese dolor lo que más inquietaba a De Savary, sino el modo en que lo estaban sujetando a la silla del comedor. Lo estaban atando de forma que quedaba sentado al revés, a horcajadas sobre el asiento con el pecho presionado contra el respaldo de madera. Dispusieron grandes correas a su alrededor. Los tobillos quedaban fuertemente inmovilizados bajo la silla, al igual que las muñecas; su barbilla estaba dolorosamente apoyada sobre el respaldo. Le dolía todo.

No podía moverse. No podía ver a Christine ni a Lizzie. Sus oídos detectaron un gimoteo apenas perceptible en otra habitación. De repente, sus pensamientos fueron invadidos por el terror cuando oyó las siguientes palabras de Jamie Cloncurry, que estaba de pie en algún lugar detrás de él.

– ¿Ha oído hablar alguna vez del águila de sangre, profesor De Savary?

Tragó saliva y, después, no pudo evitarlo: comenzó a llorar. Las lágrimas corrían por su rostro. Imaginaba que iban a matarlo. Pero ¿esto? ¿El águila de sangre?